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Claudio Iglesias

Cultura heterosexual en Buenos Aires


El año del mono de fuego del horóscopo chino, que fue tan polémico, alumbró en el arte de Buenos Aires algunas promesas ya insinuadas el año anterior y también algunas otras convicciones muy establecidas. Y el principal desacuerdo entre las promesas y las convicciones tiene que ver con el rol de la cultura heterosexual, el mundo del dinero y la intelectualidad.

La cultura heterosexual es responsable de la disyunción entre la inteligencia y el dinero, que el arte argentino acusa como uno de sus rasgos más marcados. Esta disyunción ahora puede verse en germen en la muestra de Federico Cantini en la galería UV.

Por esa misma galería y sus espacios adyacentes había ocurrido, meses antes, una parade gloriosa de lo que Cynthia Francica llama queer infantil, con referencia al arte argentino de finales del siglo pasado. En el tejido que va desde de las muestras de Adriannita y Zootopia a la exhibición grupal curada por Santiago Villanueva en el Centro Cultural Recoleta, la muestra de Básica TV en La Ene y las colgadas de la colección de Francisco Garamona y de Ana Sokol (por iniciativa y al cuidado de Paola Vega), podría quedar cifrado el retorno glorioso de los intelectuales al segmento principal del arte y, con ellos, de la cultura gay (es lo que la prensa polaca describe como “el homoimperio” y que un artista argentino que no quiere decir su nombre llama “la nación trola”).

La mezcla de televisores, tangas, sinceridad y cartitas de amor no tenía una reivindicación tan marcada hace mucho años. Nunca en tiempos recientes, además, los logros técnicos de la producción artística procedían de este sector, como quedó suficientemente claro en las muestras de UV.

Cuando Cantini remoza el puente Rosario-Victoria en tamaño 3 x 4 ms. en ese mismo espacio, sin embargo, señala que la cultura heterosexual está bien dotada para enfrentar el desafío de la relevancia.

Y de hecho, 2016 es también un año de noticias heterosexuales vehementes, que nadie podría pasar por alto.

La feria arteBA se volvió semestral y marcó territorio, dos veces, en el barrio de La Boca: un barrio que convenientemente se volvió un objeto problemático, que fue comparado con el Soho y que pronto va a tener que soportar la invasión del producto Art Basel. Es de esperar que en los próximos años sea en ese barrio donde se cocinen las noticias más difundidas de la cultura heterosexual, con una grúa o una parrilla desvencijada como imagen de fondo, a medida que van llegando las inversiones y las camadas de trabajadores-turistas.

Pareciera que la cultura heterosexual no toca ningún pito en esta discusión. Sin embargo toca varios.

Los últimos quince años en la escena argentina fueron testigos del crecimiento exponencial del heterosexualismo, y en eso radican algunas de sus principales conquistas.

Hasta allí, no hay nada que lamentar.

Las cosas sin embargo dejan de verse tan brillantes si uno sospecha que el déficit de la cultura heterosexual es la inteligencia.

Las camadas de investigadores que siguen incansablemente produciendo ciencia sobre el arte de los noventa y que no tocan la década del 2000 ni con un paraguas deberían ser un llamado de atención.

Cuando Mujica Láinez elogiaba a artistas como Leonor Vassena, María Laura Schiavoni o Ana Sokol, hace casi sesenta años, o cuando Miguel Briante escribía sobre las muestras de artistas jóvenes en el Centro Cultural Rojas, hace veinticinco, resultaba evidente que la inteligencia del arte argentino no revoloteaba a los escultores grandilocuentes, ni a los artistas más temerarios de la instalación, ni a los prespuestos grandes. Al recorrer las pinturas que acumuló Garamona en estos últimos años, al saludar a Dani Umpi en la muestra de Adriannita o al recorrer la antología naïve de Washington Cucurto como pintor en el MACRO, a principios de año, a cualquiera podría haberle dado la misma sensación: la intelectualidad no quiere saber nada con las ferias de arte, sus novedades y latiguillos. La intelectualidad se siente mucho más a gusto entre las aguas de río de un arte ingenuo, cándido y queer que entre los grandes veleros deportivos del arte contemporáneo, con todo su Distrito de las Artes y su Art Basel a cuestas. Al mismo tiempo es evidente que el mundo del dinero sigue obstinado en la promoción de un tipo de artista laburante y consecuente, un poco versero, grandilocuente y cabeza. La fórmula mágica para reducir el arte de los 2000 a un conglomerado coherente de desafíos, autocentrado y progresivo en sus logros, se encuentra en esta dirección.

Parafraseando a un asesor de Bill Clinton: es la heterosexualidad, macho.

Pero el desafío principal de la heterosexualidad en el arte es que tiende a ser un espantapájaros para cualquier contenido intelectual durable. Cuando la galería Ruth Benzacar invita a una cohorte de filósofos a platicar en sus muestras llenas de fierro y espectacularidad crasa, queda claro que los filósofos no van hasta allí si no les pagan cuanto menos un viático. Cuando Alan Pauls se saca una foto en la galería Barro, da sensación de ikebana, de haber sido puesto allí a propósito.

Existe un parecido de naturaleza entre la muestra de Diego Bianchi en Barro de mediados de año y la muestra de Norberto Gómez en el Museo Nacional de Bellas Artes. Las dos son muestras de últimos trabajos de un escultor que no afloja. Y las dos parecen tener un público adulto y de la profesión como target principal. Las mismas similaridades que pueden encontrarse entre Luciana Lamothe y Noemí Gerstein o entre Nicanor Aráoz y el Norberto Gómez de otra época, pueden encontrarse entre un video de Emilio Bianchic y una pieza teatral de Copi. Y el problema de la heterosexualidad es justamente ese: Copi y Norberto Gómez son productos intelectualmente incomparables.

Cantini, que es lo más prometedor que la cultura heterosexual tiene para ofrecerle al futuro, puede encontrarse en breve con un dilema.

Navega en aguas mezcladas, que le pueden traer alegrías y también sacudones.

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