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Claudio Iglesias

LOL Not Dead: la Bienal del Pensamiento Paralelo


Se dice siempre que las obras de arte tienen una doble vida: son objetos en los que se invierte dinero y al mismo tiempo son portadoras de significación cultural. Generalmente una cosa tiene que ver la otra, aunque a veces de formas indirectas. ¿Quién no vio alguna vez, en una casa de subastas, un catálogo con una página marcada con señalador, llevado hasta allí por el vendedor de una pieza, para indicarle a un eventual comprador que la obra está bien documentada, que estuvo en otro remate importante, o simplemente que salió publicada en algún lado? ¿Quién no vio, tirado por ahí en una feria de arte, el libro en el que se comenta a alguno de los artistas representados por una galería, escrito por un crítico en la flor de su ilusión? Las palabras que se escriben sobre arte tienen un pie en la idealidad y otro en el barro del comercio. Las obras de arte, también. Esa es la teoría de la doble vida. En sus últimas encarnaciones, la teoría le pide a la faceta significante de la obra que cuestione, tome distancia o marque chistes sobre la otra faceta. El resultado es esa ironía sobre los aspectos comerciales del arte ya más vista que el jarabe para la tos.

Yo preferiría abonar la teoría de la obra de arte como madre soltera con tres empleos que no llega a pagar el alquiler. La obra de arte se las ve negras para hacer todo lo que tiene que hacer. Tiene que simultáneamente captar a algún inversionista, decir algo significativo para los colegas y deambular con éxito en las redes sociales. No son dimensiones separadas, ni contrapuestas, sino exigencias que se van encimando y cargando los nervios. Entre los artistas jóvenes, la cosa tiende a ser peor; ya que los grandes tienen la impunidad que da la edad.

Algo de este clima de estrés, multiempleo y déficit de atención se llegó a ver en la Bienal del Pensamiento Paralelo que organizaron Misionera, Sebastián Desbats y Marcelo Galindo en la coqueta sede Altos de Elorriaga del Museo de la Ciudad, en octubre de este año.

A juzgar por el público (no había galeristas, coleccionistas ni gerentes de ninguna feria dando vueltas; no había sponsors, ni siquiera bebidas), las obras debían significar algo, ya que lo demás estaba claro: dinero no había. Los curadores se jactaban de haber organizado la bienal sin presupuesto, como si fuera la primera vez. Y todo tenía algo de primera vez. Había, eso sí, escritores, artistas y músicos pululando. Para seguir en la terminología ya empleada, era un evento intelectual más que un evento heterosexual.

La edición anterior de la bienal había tenido un título menos vueltero: Bienal de la Boludez. Y la boludez arreciaba, como el desodorante en aerosol cuando se lo aplica sin medida. Los curadores no paraban de comentar en las redes sociales sus dificultades para fumar porro en las instalaciones del museo y uno de ellos amenazaba al director de la institución con una banana mientras el público era invitado a elegir su obra favorita.

Las obras mientras tanto competían en el certamen tácito por eso que los estadounidenses llaman “moron” y que no tiene traducción exacta en español. La bienal ahondaba en una tradición particular de la estupidez que va en sentido contrario al de las agujas del reloj, de Misionera a Galindo y de Galindo a un amplio espectro de referentes, entre Alfredo Casero y Vito Acconci.

Y los curadores iban, en esta competencia, varios metros adelante de las obras. El diseño de la muestra estaba fuertemente condicionado hacia el contenido literal, igual que ocurría en las muestras referenciales de Rodrigo Alonso, que todos estudiamos en libros; las obras ilustraban la “reflexión” curatorial: porro, pedo y culo reemplazaban a los temas de bienales más serias (cuerpo, memoria, identidad, según la lista de Jorge Gumier Maier); el razonamiento quedaba intacto.

Y en eso la bienal se parecía a cualquier otra. Quien cura una bienal, puede curar dos. Hay que cambiar los culos por los cuerpos, nada más, remontando la figura conocida como pars pro toto. En una bienal llamada del pensamiento paralelo, era estridente la gobernanza semántica, la sujeción de las obras a la temática. Especialmente en la muestra de Juan Matías Killian, en la galería Moria de San Telmo que fue por un rato una filial de la bienal: el chiste curatorial se comió todo, no dejó ni las sobras.

Mientras Facebook se llenaba de comentarios ingeniosos de los curadores, las obras hacían lo único que saben hacer: trataban de sobrellevar su vida de madres solteras con tres trabajos. El duo formado por Alejo Ponce de León y Paula Castro, que participó de la bienal, justamente se había hecho notar meses atrás por hacer una muestra sin gobernanza, casi sin tema y con un reflejo de eso que las madres solteras necesitan tanto: un rato de silencio alrededor.

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