Muestras de verano de cerdos machistas
Todo empieza en los baños divididos en hombre, mujer y paralític@ del Museo de arte moderno de Buenos Aires: baños a los que momentáneamente no se puede ingresar. Es domingo a la tarde y el museo parece Cabildo y Juramento a la misma fecha y hora. Los tres inodoritos del primer piso no dan abasto y un señor sale de su propio baño quejándose del mal olor, atildado y con un pizca de vergüenza para hablar del olor a mierda. El señor está casado, usa camisa a cuadros, no ha de vivir muy lejos de Cabildo y Juramento y seguramente paga impuesto a las ganancias. A la empleada de limpieza que lo tiene que escuchar no le queda otra que masticar fastidio y vejación.
El museo de arte moderno decidió consagrar el verano a Antonio Berni y Pablo Picasso, los machos alfa de sus respectivas historias culturales. Por eso los baños se saturan, señor. No es culpa nuestra.
Por eso también queda claro lo que es capaz de hacer el museo en la Argentina 2016 con tal de llenar baños, pasillos y escaleras: renunciar a cualquier esbozo de reescritura crítica de la historia. El aberrante conjunto de dibujos de Picasso es la última enseñanza en la tarea de la objetificación sexual de la mujer y por eso solo valdría la pena odiarlos pero además el diseño de la exposición en ningún caso matiza, discute o toma distancia de esta situación.
Pero la muestra dice una cosa más en su afán de llenarle el bombo al museo y es que ahora todos pueden ver por primera vez a Picasso, incluso esos argentinos de poca monta qué jamás van a viajar a Europa, aunque no debía ser ese el caso del señor preocupado con las fragancias. Ahora ellos también pueden aprender, hasta los negros, hasta los alumnos de escuela pública, cuidado que no rompan nada. ¿Y para aprender qué? ¿Que la mujer es una cosa? ¿Que un artista tiene que tener muchas novias? ¿Que hay que ser un rufián bruto y sexista para protagonizar la historia del arte? El mismo populismo anquilosado del “ahora se puede” podría justificar también una muestra de arte degenerado; o podría legitimar entera a una institución con historia hiperconservadora como digamos el Smithsonian de Washington DC. Berni, que le puso nombre a la explotación sexual con un dejo de burla, seguía las costumbres artisticas de Manet, Pisarro y Montmartre. Pero hasta ese elemento queda eclipsado: la programación del museo se completa además con varias otras muestras también protagonizadas por zánganos, que no tienen ningún valor. Y todo esto ocurre de forma normal, sin que llame la atención, como la opresión diaria. Todo esto ocurre en un contexto de emancipación del fascista como dice la hermana Judith Butler y en el que el lugar de las mujeres en la cultura, sean curadoras o funcionarias, termina siendo parecido al de Ivanka Trump, la rubiecita boluda con pilchas caras, al servicio del orangután de turno.
La corrección política estilo Lena Dunham está en retirada, sí. Pero lo que puede reemplazarla todavía es peor; que un museo llamado de arte moderno tire la chancleta de esta manera es todo un regreso al peor oprobio y la negación de años y años del trabajo de las hermanas que lucharon por modificar la historia cultural y social de las mujeres. Todo queda borrado. Berni y Picasso, la dupla, es un techo de vidrio irrompible y se nos pide que lo aceptemos en silencio: el arte, se nos quiere decir, es cosa de patriarcas. Incluso si bajamos la cabeza, no se puede evitar que haya mal olor.