Sociología que chorrea
Proponemos leer La prostitución masculina, ensayo de Néstor Perlongher, porque nos enseña, básicamente, una sola cosa: el conocimiento está condenado a ser una pieza de arqueología. No es una “investigación” sino más bien una observación participante del que cuando piensa palpa. Lo que quería saber Perlongher eran las particularidades del mundo prostibulario varonil de San Pablo ingresando él en ese mundo para bendecirse y transformarse. Este libro es viejo, quedó viejo, pero expande una fuerza, está por explotar, como ese iglú de adoquines que Ariel Cusnir construyó en la Galería Pasto y aún se puede ver: ¡qué linda es la investigación cuando genera la angustia de entender no sólo que todo se nos va de las manos, sino que estamos en el mundo sin saber qué hacer con las tentaciones! ¿Cómo sería vivir persiguiendo lo que chorrea?
Primer recuerdo de algo porque sí: la escena es en la terraza de la sede de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, circa 1972, en la Avenida Independencia donde ahora funciona Psicología y antaño un convento. Con nada de monja y todo de santa, Néstor, el sociólogo por venir, sostenía dos molotovs, una en cada mano, con la premisa de que si la policía se apersonaba en el amplio portón de la casa de altos estudios, el no hiciera más que soltarlas y provocar la apoteosis, el ritual rico de la violencia. Más aburrido que perseguido se fue a vivir a Brasil en 1981, donde los que estaban leyendo a Foucault y a Deleuze los ejercían. Esta frase tal vez venga de ahí, como tantas de sus correrías: “que un estudio sobre lo real lleve en su construcción las huellas de ese mismo real debería provocar, quizás, antes alivio que vergüenza”.
La sociología no tiene solución si no se somete a estar en el mundo como cualquier hijo de vecino. La sociología argentina aprendió poco de Perlongher porque confundió redimir toda la tragedia del siglo XX con contar pobres. Estaba para desencantar al mundo, tajearlo y terminar con él y terminó narrándolo en la mesa de los galanes del programa de Alejandro Fantino. Como un socrático, Perlongher entendía lo que hay (y esto incluye las sensaciones del propio cuerpo), caminando. La contingencia de la ciudad se parece tanto al corazón…
Lo real, en el libro, son los miché (taxi boys), todo lo que chorrea en las butacas de un cine, la espera del dealer, la angustia del desamor y la rareza del amor pago. Los gobiernos son un fracaso desde el vamos porque no logran llegar a fondos como estos. El libro separa todo lo gobernado de lo ingobernable. Los putos de esta pasarela son clandestinos, los machos, servidumbre. Los deleuzianos le dicen a andar en búsqueda de una joda realmente libre “reterritorializaciòn perversa”. En sociología, lo que no es normal es perverso. La sociología es… normal.
Entre los miché los hay de distintas clases sociales y procedencias, pero todo lo que viene después iguala las cosas. Coger a la perlongheriana es terminar con uno y uno es lo que nos dice “cómo” hay que coger.
Segundo recuerdo de algo porque sí: sociólogos extraordinarios con la duda en la sociología como único supuesto científico y egresados de la misma institución, compartían también un modo de andar que ponía una pata en la plebeyística y otra en el vitalismo libertario más curioso. Entre los dos se dieron manija para hacer del trayecto en micro desde Buenos Aires a San Pablo, por la compañía Pluma, un viaje si no mítico, creativo. Perlongher escribió en ese trayecto "Cadáveres" y Horacio González alguna vez contó, en un texto magistral sobre 1983, sus tribulaciones posteriores a realizar un largo viaje solo para votar a Ítalo Luder; como si dijéramos meditaciones de asiento incómodo. Otras cuestiones los cruzan. Sabemos que no fueron amigos pero sí que compartieron paseos por San Pablo. Los dos escribían para la editorial Brasiliense y los dos lo hacían en la revista Leía, que cumplía el papel paulista que hacia 1970 cumplía en Buenos Aires la revista Los Libros. En Leia Perlongher reseñó un libro rarísimo escrito en el exilio y aún inédito en castellano de González, que se llama Evita, una comediante en el camarin, y que aún hoy se sigue reeditando en Brasil en colecciones populares, de precio accesible. Ese ensayo del poeta está incluido en Prosa Plebeya. Pero quiero rescatar dos detalles: pesquisando un poco el mensuario Leia en la Biblioteca Nacional de Brasil, encontramos dos fragmentos de tantos de los textos por ellos escritos allí y también en Folha, el diario más importante de ese país. En el caso de González es una reseña sobre la aparición en portugués de Un tal Lucas, de Cortazar. Le crítica una actitud de comicidad malograda, exagerada y dice: "Es como si los hermanos Marx intentasen interrumpir una clase de Michel Foucault" (1981). Perlongher es más acido aún en otra crítica, esta vez a Juan Gelman, en un artículo donde comenta una antología de poesía argentina contemporánea que la revista Xul había organizado bajo el nombre "Un nuevo verso argentino". En el artículo encomia a Arturo Carrera y a los hermanos Lamborghini, pero dice de Gelman que, aunque lamentablemente, como muchos, es perseguido y su nombre aparece como "buscado" en muchos aeropuertos, su aporte a la poesía es contraproducente, pues "ha convertido a la lengua en un parque nacional" (1982). Sociología por otros medios y a cuatro manos.
Mientras Perlongher investigaba para la tesis de maestría que terminó siendo este libro (1982-1985), de los porteños decía que eran los mismos de siempre conversando en el cafetín. Se había ido sin esperanzas y, por supuesto, ni la esperanza blanca del alfonsinismo le había producido el menor interés. Es más, cuando venía era el más libertario de todos, el más tirabombas y no dejaba de protestar por cuanto edicto o represión que perdurase en las calles porteñas, que eran viejas y que sólo tenían novedad en la humedad de los sótanos. Traía de San Pablo esta buena nueva que desde los ’70 era inaudible, que pertenecía a Osvaldo Lamborghini, con la que abre el capítulo Las Uniones: “…agonizaba a punto de gozar”.
Ojo: no le interesaban los ghettos sexuales porque tendían al mimetismo, a la igualación, a la identidad, al modelo, a la disciplina. No hay manera menos sociológica de pensar. La sociología está para clasificar y Perlongher hizo todo lo que hizo para bailar sobre el cadáver de la razón.
Cuando este libro se editó en la Argentina en 1993, era un libro sin público o -mejor dicho- se enfrentaba a un público negado. Recordemos que para esta época, y para hablar de temas que contornean éste, Roberto Jacoby tenía que apelar a imprimir una remera y distribuirla entre cierta gente con cierta prensa que aceptara utilizarla. La remera decía, simplemente: “Yo tengo sida”. Nadie estaba preparado en este país, no sólo para releer a Osvaldo Lamborghini, sino para leer en tiempo presente esta frase de Perlongher: “La vía de acceso a la pesadilla es, muchas veces, anal.”
Nuestro siglo XXI está repleto de perlongherianos, por suerte: María Moreno, Cristian Ferrer, Osvaldo Baigorria, Cecilia Palmeiro, Cucurto, Ioshua (QEPD) y tantas y tantos anónimos más que igualan vida a fiesta y angustia a todo lo que no pueden hacer. Pero queremos rescatar al perlongheriano pictórico, Javier Barilaro, que bien colocado por colores y lecturas de entrecasa, pintó tres cuadros de estirpe derivativa centrados en algunos títulos de la obra del poeta. Uno es una especie de tela de tan blanca, quemada, que reza “Chorreo de las iluminaciones”. El otro, influenciado libremente por Oscar Brahim, una fuente de agua activa y generosa rematada con la inscripción del título del primer libro de Perlongher “Austria-Hungría”; el que le editó Fogwill. Por último, el más raro, una especie de afiche con unas cataratas de fondo donde titilan dos cosas. Dice “Aguas Aéreas”, anteúltimo libro de Perlongher, y remata ese con un mantra que también está pintado en un paredón de Villa Fiorito y que es genial para terminar esta invocación a nuestro sociólogo modelo: “Casi casi todo depende de vos”.