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  • Juan Laxagueborde

Las multitudes millennial


“Debajo de las coronas de ansiedad de las millennials las espartanas en la lluvia nos pasamos de mano en mano un gesto de todos los cielos cerca”

Florencia Minici, Alcohol y cine

José María Ramos Mejía (Buenos Aires, 1849-1914) no tiene nada que ver con Valentín Demarco o con Triana Leborans. Era médico fanático de la psiquiatría y de la relación entre las sensaciones públicas y la locura, todo un positivista aunque díscolo. Fue funcionario estatal en diversos ámbitos, incluida la dirección del Consejo Nacional de Educación –circa 1900-, desde donde le dio manija al calendario escolar, algunos himnos y la señalética patriótica que más o menos organizan nuestra infancia hasta hoy. Para esta época saca un libro que se llama Las multitudes argentinas, es el primer ensayo que intenta hacer una sociología de un país nuevo. Tiene como base al análisis de la manera en que las personas actúan cuando están juntas en la calle, donde se diluye el yo en algo mayor, el “alma colectiva”, provisional, rara, como es rara la aparición del éxtasis desde que se tiene memoria. El protagonista peligroso y desbocado es el inmigrante, que pone un palo en la rueda de la tradición, multiplica las formas de la multitud con su cerebro que no acumula pampa y mate sino varios siglos ya de ejercicios plebeyos y conflicto. Las multitudes aún no eran argentinas, faltaba el trajín social que les de la forma del bien. Sí, es un libro casi utopista, de mejoramiento moral de la nación, estructurado como una ciencia que deja una hendija para lo que pueda suceder por obra y gracia de la sorpresa cotidiana. Para esto se basa en la propia pericia y experiencia del aristócrata paseandero, del que vive en el centro, porque no hay otra manera de vivir en el poder en aquellos años. A la vez saca una idea de la galera, la del “hombre-carbono”, esa facultad de unirse uno con el otro, del remache social, del juntadero de locura linda y peligrosa que es para Ramos Mejía una persona al borde de la multitud. Había ya una tradición argentina, solo que se requería de lo que luego fue “la época del centenario” para forjarla a través de la lectura del Martín Fierro, de Juvenilia, del idioma como cocoliche oficializado, de los actos escolares, del delantal y por qué no del uso de la calle como espacio común donde el caldo de “la nacionalidad” hervía. En definitiva, de la educación como orden y progreso. Los niños hijos de inmigrantes son los favoritos de Ramos Mejía porque tienen el cerebro blando por donde les entra lo que a sus padres no. Esta idea podríamos decir que triunfó aunque cada tanto había algún demonio que se escapaba de la media, como “el petiso orejudo”, niño que mataba niños.

Lo que une a Valentín Demarco con el optimismo de Ramos Mejía es la capacidad de dialectizar la tradición. La voluntad de dar vuelta como una media las imágenes que saturan nuestra memoria, desplegarlas como plastilina y volverlas a amasar en una época que se vuelve otra por el hecho del ejercicio dialectico. Demarco inventa una dialéctica de lo millennial poniendo este concepto de frente con la gauchesca y el campo argentino, pero también con el reggaeton, el machismo y el aburrimiento de una provincia como la de Buenos Aires. Nada menos millennial que la orfebrería, San Antonio de Areco, un soguero o la “identidad nacional”. Nada más millennial que los ecos de Feliciano Centurión, el perreo con culos aceitados, la ambigüedad sexual y la “relación abierta”, como se llama su última muestra, que hasta el 10 de enero puede verse en Isla Flotante. Justamente, la manera adorniana de dejar abierta la dialéctica, de dejar tensos los contrarios, es lo que le permite a Demarco ser considerado artista: ni gaucho pendenciero ni millennial liviano.

Está en discusión qué quiere decir millennial y si nos da un poco de fiaca no quiere decir nada. Este mote se le ocurrió vaya a saber uno a qué periodista de qué medio global y se expandió como un significante a llenar para explicar el nuevo orden mundial -si es que lo hubiera. Se dice que millennial es aquel nacido entre 1981 y 1995, pero en Argentina puede discutirse ese periodo. Millennial sería el que nació después de Alfonsín por lo siguiente: esa época tuvo algo de último aliento de la modernidad en general, con sus promesas de justicia y fraternidad espolvoreadas de belleza entendida como verdad (“me gusta la naturaleza, porque es verdad”, decía Lucio V. Mansilla en 1880). El año del quiebre es 1989, porque sucede algo que todos pueden buscar que se llamó “el ataque a La Tablada”, ultimo alzamiento más o menos guerrillero y porque sucedió que la URSS se terminó, quiero decir: la revolución, la igualdad, la redención social quedó en el pasado. También fracasó ese espíritu baboso que entendía que alcanzaba con las instituciones para que las personas vivan justamente. Millennial es cortar con la historia, renacer desde una mitología colorinche y afirmar la vida al borde de caer en el imperativo de hacerlo desde vos y para vos. Si hay algo que es “lo millennial” es la posmodernidad y la posmodernidad no fue, ES en parte ahora. En los años ochenta eran las teorías de la posmodernidad, ahora aquellos bebes crecieron y la encarnaron. Una teoría se volvió fantasma y forma.

Hay un video en YouTube donde un Valentín Demarco de 13 años es entrevistado para canal 7 por una muestra excéntrica en el CC Recoleta. Entre la timidez explica los dibujos anticipando todas estas discusiones. “Primero hacía las mujeres… hacía las personas… y después me daba cuenta de que el vestido era lo más importante”. Esa frase es tan de El Payador de Lugones como de la más alta alcurnia millennial, que se viste solo para sacarse fotos. Y agrega: “quise hacer un vestido antiguo pero con cosas modernas”. Esa paradoja es la que transforma a Demarco en un millennial trascendente. A diferencia del Demarco individuo, las multitudes millennials no están listas para decir que marcan a fuego nada, pero avanzan integrando a su dominio todo, por eso son multitud. No sabemos qué habrá de millennial en cada uno de nosotros pero sabemos que habría que discutirles varios supuestos. El más importante puede llegar a ser este: no todo puede ser una fiesta porque si no quedan pocas ganas de fiesta.

Ahora un lector dominguero lee Toma de corriente (Ed Socios Fundadores, 2016), de Triana Leborans, alcanzado por la tardecita y encuentra bastante aire. Digamos que es una lectura en suspenso, estamos al lado de las cosas que el libro enumera, materializados ahí, de los sandwiches a la ropa usada. La del libro es una estética de domingo, "el día blanco". El domingo es como el libro porque es lo único que suspende el tiempo, la productividad, las mieles del mercadeo, la honra del trabajador. El domingo todo puede ser porque no es nada. Es un buen elemento de donde agarrarse para pensar esta frase: "con esto del fin temo morir en un rato y que al final alguien encuentre esto y crea que quise ponerme fin y por las dudas aclaro: no, hablo del fin sin fin". Por una ley de naturaleza millennial lo liviano decanta santificado en la época hasta que no se banca. Que vivamos en la era de "los cuerpos" interesados en vivir sin concesiones a las razones modernas, en que las juventudes son multitudes compuestas de poca gente, formas de vida moleculares, no significa que no haya una memoria, un espacio por donde se cuela todo lo anterior, todo lo que pasó, todo el calvario del que venimos.

El lector dominguero se pregunta entonces qué es lo contrario al libro de Leborans, ojea la biblioteca y de repente ahí está: Frederic Nietzsche, Genealogía de la moral. Lo abre en cualquier parte y encuentra cuatro apartados, el 17,18,19 y 20 de la segunda parte del libro. En ellos hay un pedazo de verdad dicha a la manera del cachetazo que podría resumirse así: la "mala conciencia", el instinto animal contra uno mismo, la servidumbre voluntaria, viene del "egoísmo de artista" de algunas personas que forman estados de ánimo a través de instituciones y de organizaciones. Nietzsche les dice "los artistas de lo grande"c para desmerecerlos. Alguna vez le escuché a Carlos Huffmann una valoración de estos personajes, augurando que podrían salvar al mundo. Esos seres a los que Huffmann espera con los brazos abiertos y la cama hecha tal vez hayan sido los encargados de hundir al mundo hundiendo conciencias, cuando no los culpables de no hacer nada, de ornamentar el día a día con pavadas "gigantescas". Nietzsche no ama lo menor pero sí "lo feo", como Adorno, y dice: "¿Qué sería bello si la contradicción no hubiese cobrado primero consciencia de sí misma, si lo feo no hubiese empezado diciéndose: ´soy feo´?". Todas estas disquisiciones del alemán terminan por afirmar que Dios, digamos lo que más miedo da, la mayor estampita de la culpa, está confeccionado por capas y capas de siglos de no poder dejar de pensar que estamos arrojados a un mundo que estaba antes que nosotros, con todo lo exterior que se nos viene encima y no nos deja otra opción que la práctica civil. Entre la tristeza de esta semiconstatación y la culpa por no poder pagar nunca la deuda que tenemos con los que "nos trajeron acá", vivimos entre la multitud, que es una manera rara de vivir y que parece ser la única opción.

Es difícil ser multitud, “las que solemos ver por las calles, más que multitudes, son agrupaciones artificiales”, dice Ramos Mejía. Pero al menos hubo y hay hombres que soñaron caballos pensando que en ellos estaba el remedio contra la pena, contra la pavada y contra el ánimo que nos tira para atrás. Hubo y hay juventudes indecentes cambiándolo todo y derritiendo su cuerpo para formar otro. Hubo y hay todas las ilusiones del buen vivir… pero las acumulaciones pueden ser infinitas. Falta una palabra para nombrar una forma de vida reposada al borde de la locura, entre gente querida, creyendo en la afinidad y desdeñando la liquidez. Como si eligiéramos nunca asegurar nada, ni siquiera que no podemos asegurar nada. De eso se trata pensar bajo la palabra multitud.

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