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  • Syd Krochmalny

El caso Pricasso: más allá de lo hétero y lo queer


Claudio Iglesias sostiene que la cultura heterosexual ha crecido exponencialmente en los últimos quince años. ¿Y qué es la cultura heterosexual? Una forma de vida que separa el dinero de la inteligencia y que se manifiesta en una estética con materialidad fierrera o en mega instalaciones e inflados presupuestos que engordan el bulto del pantalón. Y del otro lado de la grieta, el arte ingenuo y queer de la acuarela y las manualidades.

Así el mundo se divide en dos. Al principio resulta sencillo armar un catálogo de arte y, también de literatura, clasificando a artistas entre la bisagra de lo hetero y lo queer. Pero mientras avanzo en la clasificación imaginaria, luego de haber cubierto la escena local, avanzando a nivel mundial, pensé o más que pensar recordé a un artista australiano que no es ni una cosa ni la otra. Este artista se llama Pricasso.

Si el arte del siglo XX se divide en dos: tenemos de un lado a Picasso con su brocha gorda y, por el otro, a Duchamp y sus sublimaciones cross-dresser con su alter ego Rrose Sélavy. Duchamp no solo se viste de mujer, cuestiona al mercado del arte y el arte en sí, no acumula cosas, elude el exceso de materia, no le interesa lo grandioso, ni la técnica.

Pricasso pinta, como su nombre lo indica, al estilo del macho alfa del arte moderno. Los retratos de Pricasso son picassianos, en el sentido del trazo y el color. Pero además de emular al mujeriego en la forma y el contenido, se caracteriza por un procedimiento singular, no por cabalgar ismos. Y en este sentido, su práctica es duchampiana. César Aira sostiene que el arte contemporáneo se caracteriza por la invención de procedimientos. John Cage piensa lo mismo, también Pablo Katchadjian y Gerardo Jorge. ¿Y en qué consiste el singular procedimiento pictórico de Pricasso? Pricasso pinta con la chota. Pero no es la pija de Príapo, enorme y erecta, sino flácida y pequeña. Es una pija que pinta, no es la pija mutilada del accionista vienés, el abusador de menores y mujeres, el perverso y cruel Otto Muelh. Pricasso se parece más a Sanja Ivekovic cuando bebía whisky y se masturbaba en un balcón mientras el mariscal Tito desfilaba por la calle con su comitiva militar desafiando a la dictadura falocomunista y etnocida.

Según Pascal Quignard, los romanos denominaban mentula (el pene) del fascinus, el falo, símbolo de la autoridad masculina, instrumento de dominación y fertilidad. La pija se relaciona con la mirada, sigue Quignard, se oculta para no mostrarse caída, se muestra tiesa para fascinar. Si el fascinus es el phallós para los griegos, fascinatio significa fascinación y encantamiento, los versos fescennini son las composiciones obscenas que se cantaban en las bodas y en las fiestas agrícolas en Roma, la fascia era un sostén que usaban las mujeres romanas. Esta cadena etimológica llega al término fascismo y de ahí que podamos entender el uso del poder exaltado y violento en su relación con la sexualidad, con el mito de la pija dura que nunca se ablanda. Un cruel mito cristalizado en los obeliscos.

Pricasso pinta con la pija marchita, no teme a la mirada que señala su debilidad, su intermitencia, como el poder real. Pricasso tiene un pincel chiquito y blando que pinta rápido, como el sexo de los conejos. Pinta caras. Los retratos, según Jean-Luc Nancy, se organizan alrededor de la mirada del retratado. Esa mirada que mira el pincel representa una persona que se instituye alrededor de una figura que es ella misma el fin de la representación. Pero en las performances de Pricasso, que son pura presencia, el poder de la mirada no está en el cuadro sino en la persona que está siendo retratada.

Sin embargo, Pricasso no es un artista de la pintura, es un artista de la performance. No importan sus cuadros sino su galera rosa, su cara y cabellera que se confunde con la de Andy Warhol, una versión trash y sórdida del pop. A Pricasso no le importa el mercado, pinta un desnudo por cincuenta dólares.

Si el supuesto siglo de Picasso, teóricamente abierto en 1907 con Las señoritas de Avignon, habría terminado siendo el de Duchamp y Warhol, el siglo XXI que parece haber comenzado con el triunfo de la cultura heterosexual, quizás termine siendo el siglo de Pricasso, un engendro de tres cabezas, ni hetero ni queer: un exceso de significación que solo el silencio, por ahora, puede alcanzar.

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