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Referencias familiares en la Tate de Londres

Catalina Arzani

El domingo pasado a las 12.34am fui a este lugar enorme (adivinanza: tiene un nombre propio, en idioma español lo tratan de femenino, re instalado en el imaginario de los ingleses y el resto del mundo, es como teta pero al revés y la T se pasa del final al principio = Tate) que estaba la muestra de Wolfgang Tillmans, artista que conocí hace muy poco por fotos de baja resolución surfeando la web y por recomendación. Y también estaba David Hockney. Y Rauschenberg.

En realidad quería conocer el lugar que tantos .jpg’s vi en internet por la pelota solar que puso ahí Olafur Eliasson simulando el sol que Londres carece (por la ubicación en el globo terráqueo y ahora la activación del artículo 50).

Quería conocer cómo se mueve la gente en el espacio: la seguridad, los ascensores, el público, las escaleras. Me subí mal a un ascensor a propósito, busqué perderme para ver de qué manera mejor encontrarme. Fue muy fácil.

Quería conocer la Tate como institución. Verle los defectos, las virtudes, los intestinos, la limpieza del baño. Probé el café apenas salí de ver a Tillmans, me hice un bigote con la espuma de leche. Miré y toqué todos los libros y las revistas. Compré postales para escribir cartas a conocidos y familiares que decidí recopilar en un álbum y llamar “las postales que nunca mandé”, y pensé que podría ser un buen autoregalo para mi cumpleaños de un cuarto de siglo. Es este diciembre.

También aproveché el wifi que paga la reina Elizabeth II para hablar con mi mamá por Facetime. Le mostré el lugar, le dio vértigo.

Me pasé un rato filmando a la gente: pesqué el TIC de un chico al sacudir su cabeza reiteradas veces, como cuando un perro se quiere sacar el agua de encima, y pesqué a un señor asomado de un balcón muy alto sacándose una selfie con su hijo de unos 5 años en brazos. Pensé en Michael Jackson.

Los mejores videos que hice fueron desde la alfombra que está en la nave central del edificio, repleta de gente acostada, tirada, sentada. Encuadré mucha siesta y cucharita.

Vi el Támesis un largo rato desde adentro de la Tate y también desde afuera, al sol. Me senté en la vereda. El movimiento del agua y el color a tierra me hicieron pensar en el Río de La Plata. Nada que envidiarles, nosotros desde Proa también vemos el agua, pensé. “Salvo que este río atraviesa la ciudad entonces las postales son más pintorescas, quedan lindas en la heladera con imán” diría mi abuela.

Un amigo me dijo que a un amigo de un amigo suyo lo rebotaron en migraciones porque vieron en Facebook que iba a tocar en un bar (tocar un instrumento, es músico). Le dijeron que eso era trabajo y el no tenía visa para Inglaterra. No entró.

El mismo amigo que me contó la historia me recomendó la muestra de Tillmans en la Tate, de la que me fui a las 6pm todavía con sol en la cara y viento congelado en las orejas, por lo que me vi obligada a comprar una garrapiñada de castañas de cajú en un puesto de la calle. Eran duras, casi pierdo una muela.

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