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Vicente Braithwaite

La inocencia


Siempre se dice “perder” la inocencia, como algo que te perteneciera de antemano. Perderla marcaría ese evento reconocible y definitivo que señala el umbral entre la infancia y la culpa, o sea el camino sin vuelta que se extiende desde la infancia hacia atrás, hacia la herencia.

Se pierde la inocencia para ser acogido como ciudadano de la culpa, esto es, de la complicidad que supone ambos términos. Pienso que la de Marina Yuszczuk es una novela sobre perder más bien esa complicidad, porque a lo largo del relato de iniciación palpita la sospecha de que nunca se posee, en verdad, una inocencia que se pierda; la inocencia está determinada por su destino: acatar el sistema de valores que de hecho la codifica, aceptar lo dado como si en ello estuviese lo real: aprender a ser lo que te transmitieron. En este sentido, la heroína pierde su inocencia sólo en la medida que rompe con todo lo demás. Si la línea de iniciación se despliega de adelante hacia atrás –desde el cuerpo propio a la familia–, la heroína atravesará la vertical, sellando la cruz de la renuncia.

Una especie de relato infantojuvenil, donde la adolescencia de “Marina” se debate entre la inocencia asustada –una codificada por los preceptos del pecado y que, eventualmente cristalizada en su versión adulta, amenaza convertirse en lo que asusta– y la inocencia expuesta: querer comprobar, y quererlo sexualmente, el choque entre lo dado y la vida. Se trata de los polos entre considerar las emociones –que son el punto de llegada último de todo lo que se recibe– como verdades, y exponerse a romper esas verdades, caso que implica siempre la falta de otra alternativa y que, en definitiva, señala el camino del aprendizaje. Me temo que de esto se podría hacer una lectura de clases –el burgués sería el inocente por antonomasia, el que nunca rompe con su herencia–, pero es sólo personalmente que funciona, además, como literatura: “Ahora que lo pienso, no sé cómo hacen los niños fundamentalistas para convertirse en adultos, cómo destrozan a los padres y atraviesan ese desierto de confusión y de caos y furia hasta ocupar su lugar. No se me ocurre. Porque no conozco otra forma de crecer y esa fue la mía, sólo que para hacerlo tuve que salir de la religión, rasgar la sexualidad y todo ese esquema de dos bandos que organizaba a mi familia”.

Y una creencia fundamentalista quizás sea la familia ejemplar, porque en ella los mecanismos de blindaje, que parecieran ser el propio contenido de lo que protegen, adquieren una expresión literal (por ejemplo, metáfora de qué es el Armagedón sino de “volcanes en erupción”, “fuego que cae del cielo”), las prescripciones erigen una realidad echa a medida de un guardapolvos, un sistema diseñado en función del culo femenino (de taparlo). Bajo un orden como este, quebrar con la familia resulta consecuentemente violento: la tipificación de la culpa, y con ello de la pérdida de la inocencia, se produce tal cual, o sea ante un juicio presidido por unos ancianos.

Pienso que el hito decisivo es el de menos calentura: Marina decide, en un momento, volver al rebaño. Sólo entonces, cuando se emprende el correcto camino hacia la herencia, para de este modo abrazar del todo la inocencia, es que se produce el juicio y la iniciación sexual por fin es decretada –decretada por la comunidad. Que la pérdida de la inocencia sea tipificada mediante una expulsión contiene, creo yo, la moraleja de esta novela: el hecho de que el aprendizaje nunca ocurre de modo afirmativo, sino siempre por fuerza y con sangre. (“Me trataron como a una pecadora y yo me porté como una pecadora, durante demasiado tiempo. Estaba afuera pero a la religión la seguía llevando adentro mío, fue lentísimo el proceso de dejar ir, una por una, todas las creencias en las que me había formado. Y al principio me sentí muy vacía, el mundo ya no tenía explicación. Tanto que pensaba que no me quedaría otra que matarme; yo era tan literal que no me daba cuenta de que ya lo había hecho”).

La adolescencia es una extensión de la infancia, pero, una vez muertas las dos cosas, extensión de qué es lo que sigue. La inocencia, parece decirnos esta novela, no es algo que se pierda, como si se poseyera de antemano, porque nada se posee de antemano. Lo que te pertenece es lo que encuentras.

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