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  • Laura Ojeda Bar

La lección de pintura


Hasta hace unos días en el Museo Histórico ("ése que está en Parque Lezama") había un cuarto con dos decenas de paisajes al óleo, debajo de la colección permanente del museo que reúne otros restos de una historia nacional. Las pinturas que suelen colgar de sus paredes no parecen calificar de arte y se las resguarda puramente como objetos, registros, más que por cualquier otra de sus cualidades. En ese subsuelo, una sucesión de pequeñas ventanas apaisadas coronadas por intrincados marcos dorados, retratan instantáneas de un ejército (sobre)viviendo junto al río. Este agrupamiento temporal se titula Cándido López, entre la pintura y la historia. Leyendo las palabras institucionales que acompañan e introducen, cosquillea mi memoria un relato de María Gainza: una embarazada viene a este mismo museo buscando las imágenes que ahora se alinean frente a mí pero fracasa en su cometido. Están siendo restauradas.

Hay quien dice que no existe arte contemporáneo, solo una mirada contemporánea sobre las obras. Ellas mismas son, intrínsecamente, atemporales. Rumbo a las pinturas mi cabeza se llena con las preguntas típicas de cuando me enfrento a una muestra: ¿Cómo influye el lugar a las obras? ¿Cómo se relacionan las imágenes con diferentes ficciones? Cuestiones técnicas. De montajes. Discursos. ¿Qué significa, por qué… por qué… por qué…? Las palabras no llegan a organizarse del todo en frases. Y entonces, estas primeras ideas peregrinas colisionan con las pinturas. Me enfrento a cientos de personajes, cada uno tan concentrado en lo que está haciendo. Miles de historias. Miles de vidas congeladas en una guerra sin fin. También veo una secuencia de cielos posibles, casi un muestrario. Están presentes todas las horas del día. Barcos. Agua, bosques y árboles solitarios, palmeras. Luz. Nubes y humo y uniformes. Un cielo celeste casi obturado por el humo gris que se extiende en diagonal de izquierda a derecha, creando una vibración casi molesta en los ojos. Los rojos anaranjados se destacan. Hay oscuridad. Y también atmósferas tropicales, que parecen salidas de la franquicia de Piratas del Caribe. El tiempo se fracciona. Paisajes dignos del cinquecento italiano junto a caballos y vacas y casas y tiendas de campaña de tradición rupestre, sintetizados en un par de gestos. Todas estas palabras adquieren velocidad y se diluyen entre las pinceladas. Me vuelvo contemplativa. Toda pregunta se ha vuelto irrelevante.

Pasan unos días, sigue lloviendo, ubico mi copia de El nervio óptico, el libro de Gainza. No me acordaba del final trágico del cuento. Ahora entiendo la urgencia de la narradora, que buscaba en los museos y, particularmente en estos óleos, un refugio. Son obras sencillas, ingenuas, sin malicia, astucia, picardía o doblez alguno… propias de un Cándido.

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