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  • Flor Cugat

Como se sale del velorio de alguien joven


Quizás seamos la primer generación que convivió con el vih ya instalado en el mundo. Pensaba todas las charlas de adultos en las que estuve que hablaban de eso, en las que contaban las teorías de su origen, si fue un gorila de África o si en realidad fue un invento de unos laboratorios. Las películas de los 90´s en las que un virus desconocido por la ciencia era transmitido por la mordida de un mono y luego eso generaba una epidemia apocalíptica de la que nadie podía escapar de ser contagiado. Científicos con trajes de astronautas mirando por un microscopio en un laboratorio blindado. Las clases especiales en el colegio a mis 12 años sobre vih/sida en las que hablar de relaciones sexuales era determinadamente heteronormativo, pero aclaraban que la enfermedad en un primer momento se la llamó “peste rosa” dado que en un principio circulaba entre los homosexuales . Eso que en esas charlas llamaban relaciones sexuales parecía más cercano a la idea de copular. Nadia contaba que lo que en verdad se ponía en juego tenia que ver realmente con el placer, el deseo, el amor y con un modo relacionarse con el otro. La profesora de biología abría un preservativo y te explicaba que era un material muy novedoso, de látex. Usaba una banana, le apretaba la puntita, lo bajaba. Nos mandaban a hacer láminas en papel afiche y a contar de qué se trataba, flechas que brotaban de un profiláctico deforme y ondulante como un dibujo de Keith Haring, te tiraban tips, consejos, prevenciones. Veíamos video cassetes con material de archivo de noticieros sobre la época. El inicio de las décadas de los ochentas y de los noventas. Los drogadictos, los raros, los marginales, los gays, los outsiders, los otros. Las agujas usadas con heroína en los areneros de las plazas del primer mundo. Personas en camillas, como salidos de una guerra. Las manchas en la piel.

La información ya estaba dada. Todo parecía un campo controlado. Era eso, sin más. Sin reflexión, sin empatía, sin sentimientos, sin rastro de humanidad y con una marcada línea biológica.

General Idea, el colectivo canadiense pop, desembarcó por primera vez en Latinoamérica el pasado 24 de marzo en las salas del Malba con una restrospectiva para nosotros inédita y en un contexto político candente que delimita al otro, lo excluye, lo margina y sobre todo lo desampara.

La no implementación de la ley de educación sexual integral y la inestabilidad por parte del estado en la compra de medicamentos, las escasas políticas de prevención, demarcan un estado de la cuestión que vuelve al autocuidado, a la responsabilidad individual y a épocas tristes en las políticas públicas se encontraban ausentes frente a la emergencia sanitaria.

Hay imágenes que sobreviven, reaparecen, algunas se reconfiguran y otras te destrozan. En un tiempo que más que partido se interconecta. El pasado, el presente y el futuro laten en simultáneo, a la vez efervescente y vivo en un devenir contextual que las reactualiza.

Sus obras son operaciones, formas de accionar y de irrumpir en el mundo. Imágenes que son gestos que operan sobre un modo de entender la vida, lo mediático y también el circuito artístico, ese que premia y que también margina.

Los General Idea introdujeron operaciones conceptualmente pensadas bajo la idea de red y de lo viral. Desde Toronto generaron contacto con artistas por correo, un indicio de la primer bola de nieve, en el que el circuito hablaba y se difundía a sí mismo por fuera de las instituciones, con su propio código en una revista llamada FILE, un guiño a la revista Life que imponía un estilo de vida único y por tanto contrario a la escena juvenil y artística de los agitados años setentas y finales de los ochentas . La revista FILE se infiltraba por los mismos canales de circulación que tenían los medios masivos, exponiendo los materiales y archivos que compartía ese mapa de artistas periféricos.

Patrones que se repiten, las paredes cubiertas de grandes pastillas de AZT conforman una textura con espacios que recuerdan a los de los blisters. Todos los días de tu vida, de forma constante, recuerdan lo crónico. Pastillas de grandes dimensiones, mitad rojas y mitad amarillas, sobrevuelan nuestras cabezas, siempre ahí, para no olvidarse. Pastillas en las paredes, pastillas volando, pastillas en el piso, pastillas, pastillas, “nuestra vida se había llenado de pastillas.” (AA.Bronson).

La heráldica nos invita a momentos de la humanidad en los que, si no se podía hablar, si no se podía leer, la imagen estaba ahí para decir quienes éramos y bajo qué linaje. Escudos en los que hay ojos que miran, manchas que simulan las del piel, dinero, muerte e infierno, simbolizan los padecimientos de la enfermedad. Estandartes que se levantan frente a un mundo mudo y estigmatizante. El logo con la palabra Love de Robert Indiana fagositado por la palabra sida, dispuesto y multiplicado en diferentes calles de Nueva York en los incipientes años en los que el virus se propagaba en medio de la indiferencia, la repetición frente al silencio.

Finalmente, una sala enorme cubierta por grandes planchas de telgopor que se atraviesan simulando cristales de hielo, iluminada por tubos de luz que recorren toda la sala, dispuestos en la parte superior de las paredes y que recuerda mucho a la iluminación de las salas velatorias, refugian en el fondo tres foquitas que frente al blanco vibrante se ven amarillentas, fuera de la vida. Esta obra es un paisaje y un diálogo crítico a la lucha proteccionista de la época liderada por Brigitte Bardot frente a la caza ilimitada de focas. Quién consiguió declararlas en extinción en varios países, menos en Canadá, dado que consideraron que había muchas. La escena manifiesta sin dudas una más de las auto reprensentanciones del grupo. Y se sale de la sala, como se sale de un velorio de alguien joven, o de sabernos testigos de una muerte inminente, con un sentimiento de desamparo y tristeza que te parte el corazón.

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