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  • Juan Laxagueborde

Solo los chicos


Juan José Cambre es de los que demuestra que la pintura puede ser totalmente conceptual. Esta vez pintó colores. Hace tiempo que lo hace. Cada vez lo hace más, cada vez se radicaliza un poco, como esos “lectores de un solo libro”. El caldo ochentista del que provenía fue perdiendo el control de su despelote. Ahora las paletas se ordenan y se clasifican los colores. Ya no hay nada más que ver en sus cuadros. Cambre parece estar cavilando qué es lo que hay que hacer. Le puso a su última muestra Mano de obra. Los colores son la conciencia porque son la mano. La mano se instala a definir que la conciencia pretende decir nada, quiere pintar esos cuadrados y esos rectángulos vivos para matarse. Como dice Lara Marmor, la curadora, en la hojita de sala: “el color es el único sobreviviente del proceso de aniquilación de referencias externas que Cambre comienza años atrás”. Son entonces una conciencia criticada y de una pureza naif, ingenua, leve... Son lápidas, especialmente los veintiún monocromos distintos y en serie llamados Artforum. Pedazos donde las personas seguramente se sacan selfies para contrastar y alegrarse el minuto. El visitante actual de los museos tarda un minuto en conmoverse, veinte segundos en sacarse la foto y otros veinte en pensar a dónde va a ir parar el ritmo cotidiano que no puede parar. La serie Artforum está complementada con veintiún improvisaciones de Ezequiel Alemian, escenas de la vida rara que no dialogan con los paredones sino que son la negación de semejantes bloques. Escribir sobre los cuadros de Cambre es como escribir sobre la música de Morton Feldman, escribir sobre lo que no significa. Pero atención: es muy difícil lograr que algo no signifique. Y tal vez la libertad total del que escribe sobre lo que no tiene significado sea darle para adelante sin más.

Son larguísimas las disquisiciones sobre la relación entre ideas y cosas. Si las cosas atraviesan a las ideas, si las ideas definen a las cosas. Si somos producto de modelos, de palabras a las que tratamos de evocar en las cosas. Si las cosas pueden con cualquier conciencia y nos volvemos dependientes de su forma concreta. Puede que una cosa sea una idea en los límites y una idea sea un plano al borde de ser una cosa. Pero Juan José Cambre piensa de manera rara algo más poderoso, que se ve y se oye en una entrevista que le hizo Francisco Garamona en su taller, que filmó Javier Barilaro y que abre la muestra en una pantalla dentro de un pasillo: "una pintura sin ideas, para encontrar las ideas fuera del pensamiento". Tiene fuerza, paradoja y agonía esa frase. Es dicha por Cambre, que es una especie de dandy al borde de una Teoría Estética renovadora o un filósofo de las estructuras (es arquitecto) volando por los tejados del creacionismo sin ingenieros o inversionistas que lo tienten; incluso cuando la muestra es en ese museo llamado a secas "Colección Fortabat", un apellido que no puede más que retumbar en el cuerpo del visitante. La actitud de Cambre es la de quien nace a la pintura para despedirse de la figuración, aunque también de las abstracciones, aunque también de la línea. Se va para acomodarse en el vacío. Para no entender nada. Para encontrar un lenguaje fuera de la lengua de la ciudad. Esa ciudad que está afuera y que se ve desde los ventanales del museo, que suelen estar tapiados y esta vez no. Desde su muestra se ve el río ocre, los edificios del antiguo puerto Madero con ese ladrillo britanizante, los rascacielos que crecen abigarrados entre el Kavanagh, el Alas y las torres vidriadas parecidas entre sí que tanto deslumbraron al Fogwill novelista de la timba financiera y de la delicia de la plata dulce. Un poco más atrás la ciudad normal, a la derecha el Puerto Nuevo y a la izquierda, al fondo, una ciudad vieja que no se ve.

El catálogo de la muestra trae anexados los relatos breves de Alemian y la reproducción precisa de los monocromos de los cuales no derivan, sino que se distinguen. Las viñetas son pedazos de escenas plegadas que Alemian va descubriendo, donde hay siempre algo más por ver o por matizar. Los protagonistas peripatéticos son “fantoches” (fantoche negro, fantoche con un bonete blanco, fantoche obrero, fantoche promedio) definidos en una de las fábulas como quienes “quieren permanecer en la cima de los acontecimientos”. Este anexo es prácticamente un nuevo libro de Alemian, que siempre tiene una excusa para escribir desde alguna dificultad. Acá no relaciona cromática y escritura, sino que le escapa a los colores propuestos para darle fuerza a la descripción improvisada (loca). Las escenas van desde una imagen donde un fantoche imagina imágenes, a los pormenores de una puesta que se parece a la manera en que Foucault describe Las Meninas de Velásquez, pasando por una canción de Babasónicos a volumen bajo. Las minucias de Alemian tienen la capacidad de relativizar la necesidad de que algo esté presente para que podamos verlo o tocarlo.

La obsesión que Ezequiel Alemian tiene por la materialidad del delirio o de las cosas está presente en los textos de la muestra pero también en su último libro, El regreso, que es una serie de precisiones sobre el barrio que se esconde desde la avenida San Juan hacia el sur, cooptando las autopistas, la estación y plaza Constitución, los trenes, la zona de los hospitales y manicomios, la frontera con el conurbano, el riachuelo, el conurbano, los carteles, los comercios… El libro informa sobre todo lo que no se ve desde el ventanal del museo Fortabat, es el espejo oxidado de la ciudad, la parte maldita o la territorialidad olvidada. Alemian puede incorporar, en su estilo de partículas una tras otra puntilladas o de aguafuertes limpias, a Saer, a Perec, a Aira, a los patafísicos, a García Helder y a Javier Martínez. Solo deja que las cosas lo hablen. Solo intenta que una parte de la ciudad lo hipnotice. Como los colores de Cambre, la definición no pasa por lo que estamos viendo sino por lo rapsódico de la percepción, que parece estar gobernada por una droga sana. Dice Alemian en el único momento “reflexivo” del libro: “No hay otro valor de verdad que el momento en que una impresión se produce. En otro momento la verdad de cada impresión sería muy diferente”.

(Hay algo que se llama orden o cosmos, lo que vemos o lo que es. A ese conjunto de entidades la imaginación los iguala, los deja crecer en total deformación, en total interferencia)

Cambre y Alemian practican una percepción en la tranquilidad de desacreditar la relación armónica entre medios y fines. No se hacen entender para representar, ni se tiran a la pileta del mensaje. Lo que hacen, me parece, está cercano a la saturación, al agotamiento del sentido. Dentro del sin fondo de los sentidos siempre hay uno más, escondido por el griterío de la ciudad y el ruido de la tecnología. El que más grita es el que tiene más miedo y el miedo puede ser un trampolín pero nunca un punto de llegada. El único punto de llegada es el de siempre estar volviendo, todo eso que se nos va, todo eso que acredita que exista el arte de perderse en la materia o en el sueño, que son lo mismo.

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