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Melina Ruiz Natali

La mano que inicia la fiesta

Voy a Villa Crespo, a ver las muestras de Maruki Nowacki, Juli Sorter y Valentín Demarco y ya encaro con el prejuicio de que será una muestra sensual porque sé que el sexyness futbolístico del barrio bohemio se abrillanta en UV.

Apenas toco el timbre, Maruki abre la puerta como si hubiera estado horas esperando en el picaporte. Y en minutos comienza esa atmósfera seductora que rodea a ciertas personas y espacios: entre una pelea de gatos y café de media tarde, hablamos de Barcelona, la Dengue y el adorable estado vital de poder vivir con amigxs compartiendo humor, creatividad y fiestas. “Todo con la garantía de la risa cómplice en donde no hace falta explicarse nada” dice Maruki y yo escribo en las notas de mi teléfono.

“Soñé que me rapaba, me convertía en varón y desfilaba con un papel entre los dientes” es la muestra de Maruki, en donde cada situación que presenta acompañada de los audios de Agnes Pe, parece una escena de crimen o de fiesta: unas cintas de colores que representan el vínculo entre lo real y lo irreal dado por lo absurdo, rodean una estructura en la que reposa una mano que baja como serpiente hasta el piso concluyendo nuevamente en forma de otra mano. Son manos burlonas, que estuvieron haciendo cosas y ahora simplemente descansan. También el vestido hamacable con ninguna y varias cabezas flota entre la fantasmagoria melancólica y la huella o el anticipo de un desfile fluorescentemente drag. Sobre una pared, las hormigas que habitan todas las casas, y que ya no sabemos si buscan comida o amistades, se amontonan en torno a una pecera en donde aparece también quieta y flotante otra mano. Toda la sala vibra en una frecuencia de fantasy atlantense: una princesa que sin ser explícita, anticipa el bardo.

Hay algo de la fiesta y la risa disparatada de las obras de Maruki que continúa en “Me llamo Julián”. Julián Sorter creó un muñeco de él mismo y lo aumentó por lo menos tres veces. Así, me encuentro con un gran Julián relleno de cartón corrugado y pluriball que ocupa toda la sala. Se escucha su voz, que sale de sus ojos, o de la remera roja o de las bermudas. Me parece una especie de muñeco de Tierra Santa: con sus pies redondeados inmóviles y sus manitos con dedos separados, también unas manos que me llaman la atención. Se presenta, habla solo. Me dice que está disponible para hacer una exposición, me pregunta qué me parece la muestra, me da su teléfono, me hace sentir su amiga. Me recuerda a una muñeca que pedí para una navidad, que lloraba cuando tenía sed y cuando le insertaba agua por el agujero de la boca, luego de unos minutos exclamaba “ya estoy lista mami”, y yo debía colocarla en una pelela y le caía pis del agujerito entre las piernas. Un robot bastante artesanal que hablaba haciéndome creer que teníamos un vínculo. Me hacía creer su madre. Mi bebé. Esos ojitos de muñeca que oscilan entre la ternura y el asesinato y que convencen tan rápidamente. Recuerdo todo eso con el muñeco de Juli que habla, y confiesa que muchas veces no sabe qué decir, pide consejos que no escucha, y me convenzo de que es imposible no sucumbir con atracción ante la ironía de esos muñecos interactivos. De golpe Juli se me revela como un sex doll inmenso.

Bajo al sótano pensando en esas manos rellenas del muñeco de Juli y ese brazo irreverente de la obra de Maru, y entonces ingreso al darkroom y me topo con los glory holes gauchescos de Demarco y unos guantes verdes de veterinario colgando en la pared. Unos guantes que perfectamente podría ponerse el julimuñeco para ir a bailar con el vestido hamacable de Maru en una fiesta hosteada por un Ru Paul local. “Poem to a horse (1889)” de Demarco, se plantea como el posible poema que enunció Nietzsche al caballo maltratado en la plaza de Turín, las últimas palabras del filósofo alemán antes de decidir callarse los diez años siguientes, hasta su muerte. ¿Qué le habrá dicho Nietzsche al caballo? Lo saben los anillos con forma de orejas que modeló Demarco y colocó en esos guantes. Observo bien el pedazo de cuero que cuelga frente a mí, con agujeros decorados en bronce que invocan una interacción mía, con mi boca, mis manos y mis orejas, y todo desborda en sexyness gauchesca, sexyness barrial, bohemia, crespense. Estoy frente al glory hole del fantasy de Atlanta. Con “Me llamo Julián” arriba preguntando qué haría en su lugar, y las formas de ideas disparatadas de Maru, con manos reposando en agua, cal y madera. De pronto tengo la certeza de que hay algo de lo sexy que sucede en la repetición de manos, de guantes, de manijas, de agujeros. Están todas las manos quietas pero esperando a cubrir el espacio de distancia que hay entre la oreja y la boca para decir un secreto que empieza en risa y termina en fiesta.

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