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Maximiliano Ilyich Nacar Uribelarrea Balcarce

No es troleo: es odio


Las políticas del odio gozan de buena salud, aunque nadie habría pensado hace unos años que Jorge Lanata iba a escribir livianamente una columna antimapuche en un diario de tirada nacional como único comentario al hecho jurídico-civil de mayor gravedad en los últimos tiempos (la desaparición de un individuo a manos de la fuerzas de seguridad encargadas de la represión de la protesta social). Tal vez no imaginábamos tampoco que los discursos sexistas, racistas y antiuniversitarios pudieran decidir dos elecciones, con diferencia de meses, en los principales países miembro de la alianza militar más poderosa del planeta.

Para entender por qué ocurrió todo esto habría que seguir la trayectoria de algunos personajes particulares, como Steve Bannon, que pasó de Wall Street, Hollywood y Silicon Valley, con todo lo que allí aprendió, a trabajar en la consultora Cambridge Analytica que manejó la campaña pro Brexit en el plebiscito británico de 2016 y luego intervino (presumiblemente) en la elección en Estados Unidos. Más famosamente Bannon se hizo cargo en persona de la campaña de Trump en su peor semana, cuando corría detrás de Hillary Clinton por algo así como quince puntos, y en cuestión de pocos meses lo sacó ganador. Luego hizo estragos como estratega de la Casa Blanca y tras decir algunas frases ingeniosas en una entrevista (“mientras la izquierda siga hablando de políticas de la identidad vamos a seguir ganando”) fue despedido.

Pero no importa Bannon sino el elemento que introdujo en la discusión política, heredado de su experiencia en Silicon Valley y su buen conocimiento de ensayistas como Chris Anderson (“The Long Tail” y otros textos básicos para un lector de Wired) como el fraccionamiento de la audiencia que produjeron las tecnologías de la información de las últimas décadas. Y algo más (que también producen las tecnologías de la información): la destitución de los empleos industriales clásicos en nombre de la economía creativa con la resultante que ya se convirtió en cliché: la cena dominical en la que un tío que tenía un taller mecánico y debió cerrarlo discute sobre política migratoria con el sobrino que trabaja en una startup entre indios y coreanos sobreeducados en matemática. Las elecciones del año pasado simplemente mancomunaron ambos procesos gracias a la tarea de organizaciones como Cambridge Analytica que segmentaron a los votantes perjudicados por la evolución económica (ex obreros, trabajadores rurales, etc.) para ofrecerles discursos de odio del tipo de las publicaciones clásicas de la extrema derecha, con ideas como “las feministas no son sexys” o “las lesbianas gozan de un placer satánico”, “los hombres izquierdistas son pésimos padres”, etc., pero ahora alineadas con una nueva estrella populista cuyo blanco son los trabajadores jóvenes de la economía creativa, sus valores progresistas y sus costumbres metropolitanas. La fragmentación de la audiencia, descubrieron Bannon y compañía, lleva a que solo aquellos medios radicalizados en su lenguaje puedan prevalecer en una esfera política idéntica con el feed de las redes sociales que se desgrana en burbujas cerradas cada vez más recalcitrantes. Es entendible que si un robot puede sacarle trabajo a varias personas, simplemente sean numéricamente superiores los que pierden trabajos antiguos en comparación con los chicos soñados por Esteban Bullrich que “crean trabajos nuevos” en sus pequeñas empresas de cinco o seis personas que manejan industrias automatizadas globales. Era cuestión de saber decirlo y ya.

Pero para entender por qué la derecha puede apelar al odio, sin embargo, y lograr que masas de trabajadores voten en su propio perjuicio (algo evidente tanto en el Brexit como en la elección de Trump) hay que considerar la necesariedad del compromiso de clases en la política de la izquierda y la incapacidad de la izquierda mainstream para formar una coalición entre sus propios valores y la situación material de los nuevos destituidos del capitalismo actual. Un reciente artículo en The Guardian (“Liberal Elite, It's Time to Strike a Deal with the Working Class”) hace un análisis oportuno de esta cuestión al considerar dos temas de la agenda progresista: los derechos reproductivos y la tenencia de armas. Son temas, dice la autora Joan C Williams, que dividen al potencial votante de la izquierda y vuelven muy difícil, si no imposible, una nueva coalición política socialmente avanzada. Es hora de empezar a pensar que la derecha no tiene la desventaja de verse forzada a armar coaliciones difíciles porque, gracias al odio y los algoritmos, puede invertir el compromiso de clases y hacer jugar la larga cola y la fragmentación del público (cuyo resultado son las burbujas informativas) a su favor. (¿Cuando se publicó Diarios del odio todavía no entendíamos esto del todo, o ya lo entendíamos?) Lo cierto es que el odio exime a la derecha de todo compromiso, incluso permitiendo que en el país más racista de la tierra la dirigencia política pose de antirracista como ocurrió hace días tras los hechos en Charlottesville, mientras el programa de la izquierda en la actualidad tiene la importante desventaja táctica de poder amalgamar solo una minoría en términos demográficos (la tantas veces vapuleada “elite progresista”) cuyos estandartes y discursos sin embargo son centrales desde el punto de vista axiológico: son los valores de las universidades, los diarios y la industria de la política: los valores progresistas de lo que el teórico neorreccionario Mencius Moldbug llamó el paper belt (el “cinturón de papel” de la academia, los grandes medios, etc). A ese cinturón de papel las redes sociales y las agencias de noticias radicalizadas le dieron un cimbronazo tal que los destituidos votaron en su propio perjuicio, para que Wall Street y la Ciudad de Londres se llevaran el rédito de las políticas firmadas por las máscaras que decían venir a secar el pantano. Lo importante es que, mientras favorece los intereses de siempre, la derecha se da el lujo de ser al mismo tiempo mayoritaria y antisistema. Como diría Bannon: que sigan hablando de política de la identidad entonces. O como diría mi compañero internado actualmente en la clínica Abril: denle con Santiago Maldonado en ese diario que leen tres mil personas así el pueblo sigue votando a Cambiemos. O mejor pensemos otras estrategias, tácticas y tecnologías de acción política.

No es solo que Judith Butler se haya desayunado tras la elección de Trump con una columna en la que dice no entender de dónde vinieron todos esos votos cual aluvión zoológico; ni es solo que la tapa de New Yorker con la cara de Trump y la palabra “loser” que la revista encargó a Barbara Kruger para el día en el que iba a “romperse el alto techo de vidrio” con la primera POTUS mujer haya quedado sin publicar; y no es que Jennifer se quiera enfrentar con las lesbianas satánicas (algo que por la misma revista sería difícil probar), ni que hayamos querido burlarnos de ellas y sus ritos negros, del feminismo ni de nadie. Publicamos un artículo en estado de boceto y ciertamente plagado de defectos (monotonía, énfasis, redundancia expletiva), armado con frases de distinto calibre extraídas de fuentes “alternativas” (el blog de Cañete, comentarios de foros financieros, comunicaciones personales). Pero no era troleo. Era pronóstico. De aquí a un tiempo, cuando el desempleo en el sector industrial crezca algunos puntos como resultado de la apertura económica argentina, lo podemos volver a conversar. Hasta ese momento pedimos disculpas por las ofensas.

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