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Juan Laxagueborde

Para el encanto


El filósofo y poeta Oscar del Barco escribió alguna vez esto en su libro Infierno, una especie de protocolo para hacer algo ante preguntas infinitas: “Todas las palabras dichas en el mundo son más fugaces que un relámpago, por eso la muerte nos lleva diciéndonos -somos nosotros hablándonos a nosotros mismos- que más vale la destrucción. No obstante vuelvo a la palabra porque en ella se esconde el enigma al que estamos sometidos.”

Hay diferencias siempre. Pero esas diferencias no expresan siempre jerarquía o triunfo de algo sobre lo otro. Muchas veces la diferencia está en el matiz. Por ejemplo: diferencia entre dos carpas grandes, blancas, montadas para sostener internamente obras de arte que son llamadas así no tanto por su estatuto estético sino porque quienes las venden, en este caso, dicen que lo son. Generalmente son arte decorativo. Voy a proponer por única vez en el texto la figura del arte no-nuevo, que está por verse. Un arte no desarrollista, ni cronológico ni interdisciplinario: anacrónico, territorial, místico y melancólico. La ingenuidad estética como enfrentamiento de las pymes que quieren discutir el “campo del arte” (todo lo que no son las obras en sí mismas) para justificar su profesión.

En Córdoba se realizó hace unas semanas el Mercado de Arte, la feria local. Nada del otro mundo si se piensa que todavía existe nuestra inocencia de que el arte se nos presente como lo que nos hace acordar “a un mundo habitado solo por animales”, a lo que no significa y esas cosas que vamos a seguir creyendo aunque terminemos en el panteón de la pavada. Está bien usar la expresión “nada raro”. Sirve para tomar conciencia de que siempre hay algo raro, encontrar algo raro es una manera de empezar de nuevo siempre. La ciudad, la gente, las cosas son raras, no tanto el Mercado. Para que se lo figuren: es muy parecido a ArteBa, pero más pequeño, gratuito, en una carpa montada en la plaza más céntrica y popular de Córdoba, donde para entrar nadie nos pide nada. Hasta hay pungas que se roban carteras de galeristas; esto es indicio de que algo de lo ferial, de lo contingente de la multitud está presente, aunque en las obras que cuelgan poco haya para sorprender. La carpa es parecida a la de la feria así llamada “Faca”, que no tenía nada, pero nada, de contingente ni de popular ni de raro. De hecho tenía ese nombre espantoso y pretencioso, como si hubiese algo del facón de los presos que pudiese homologarse a lo que sucedía allí, detrás de las rejas del hipódromo de Palermo y de los “food trucks” y de la alharaca impostada de la música y las pulseras para entrar y los molinetes…

Una digresión: la sede del Jockey Club de la ciudad de Córdoba, ubicada en Av. Gral Paz casi Av. Colon, tiene algo raro. Está tomada por una sede de Megatlón. Cuando se entra, entre la música electrónica y los empleados onderos, resalta el busto del ex presidente Miguel Juarez Celman, que renunció en 1890 en medio de la Revolución del Parque. Tiene una plaquita que dice "socio benefactor". Su vicepresidente era Carlos Pellegrini, que conspiró y logró llegar a la presidencia. Este hombre fue, justamente, el fundador del Jockey Club de Buenos Aires y gestor del turf argentino, con hipódromos incluídos. Los caballeros tenían los mismos gustos. Eso aprendí caminando por la ciudad una mañana.

Es difícil decir quiénes son críticos. Casi no hay críticos. La mayoría de los que son denominados así, no lo son. Porque avalan lenguas y trabajan con la lengua que los domina creyendo dominarla. Todos tenemos este problema, así que es bueno bajarles el precio y definirlos, cuanto mucho, como los que escriben sobre arte o sobre literatura o sobre vinos. Hay sí muchos periodistas culturales, y particularmente periodistas cuantitativos, que se emocionan “tirando tips” o enumerando por cantidades cosas que anticipan, ahogan o generan obras. Esto sucede particularmente en casi todos los diarios, pero especialmente en el suplemento Ideas de La Nación, que hace un esfuerzo para parecer ágil y termina solo enardecido con la curva productiva del “mundo del arte”, olvidando las obras, la capacidad o incapacidad de estas de establecer un lenguaje no serial. También sucede esto, por ejemplo, en toda la señalética y en la ética que organiza a la Bienal Sur. Una especie de fiebre de la acumulación.

Entonces, mucho de lo que sucede en Mercado de Arte pretende ceñirse por esta lengua estereotipada, pertenecer a estas estadísticas. Sin decir que el cliente ideal sería la farándula cordobesa, con su liquidez monetaria y su derrame popular. Pero terminan siendo de nuevo cuatro o cinco hacendados o arquitectos cándidos que a la vez aman la obra de Nicola Constantino. Hay un problema lateral a esto, el de la soberbia del arte solo a cuenta del desarrollo económico. Hay veces que el arte no puede contra la memoria del mundo, contra el hechizo del pasado. Advertir de esa ilusión puede ser una buena manera de discutir ese “mundo del arte” decadente.

Otra digresión: todo aprendizaje consciente de sí mismo tiene algo de impostado. Decir “lo que se”. Pero no hay manera de afirmar sin algún tipo de simulación. Digamos que el delirio es que hablemos, que nos expresemos sin que nadie nos pregunte.

Algunas perlas había. Detrás de las carpas está el Cabildo de la ciudad, uno de los emblemas no eclesiásticos de Córdoba. Al Cabildo lo rodean cinco iglesias. En el edificio hay actividades y galerías de menor rango, con una cuota de amateurismo que no casualmente logra que sean las que tienen alguna de las obras más rescatables, como las de la quilmeña Maruki Nowacki y el cordobés Pablo Peisino. Hay también charlas diversas sobre coleccionismo (esto significa maneras de calentar la economía del arte), ediciones de libros de arte, crítica y una que resultó atonal con el contexto, sobre las pavadas y los peligros de la industria del arte. Había también un sector muy lindo de libros flacos que no se consiguen en todos lados, se podía comprar uno un ejemplar del libro de Proust sobre Baudelaire por cuarenta pesos, alguna genialidad de la editorial Iván Rosado por cien pesos o charlar con Emilia Casiva y que nos cuente sobre Unidad Básica, un proyecto de galería/club de conversaciones que el lector deberá investigar para saber hasta qué punto en Córdoba sí se están haciendo cosas por fuera de la maquinaria o para destruir la maquinaria.

En la zona donde están los museos Caraffa y Palacio Ferreyra está la Av. “Poeta” Lugones. Es muy llamativo que no se llama Leopoldo Lugones. Es como si la ciudad eligiese nombrar a este hombre tremendo, genial y desbordado desde el mote más luminoso que se pudiese, identificando a alguien desde el Estado con una de las tantas cosas que hizo. Preguntarse sobre esto podría ser una investigación (un desafío) para la segunda edición de ese libro indispensable que es Contra Córdoba, del cordobés Diego Tatián.

En el Palacio Ferreyra había una muestra sobre una muestra de 1916, el Primer Salón de Arte de Córdoba, donde los ganadores fueron cinco cuadros con motivos catolicones, anticipando la revolución laica universitaria de 1918 por la negativa. El crítico del momento firmaba con un seudónimo letal -“Bacterio”- y la curaduría se ve en fotos más generosa e intrigante que las actuales. En 1916 todo estaba desordenado para bien, estaban los caballetes predispuestos, las obras acumuladas, se ven los hierros de la construcción, las imperfecciones de las ventanas. Ni cubo ni blanco.

A una cuadra del Ferreyra está el Caraffa. Allí había una muestra del artista realista Martin Di Girolamo, que se repite a si mismo reproduciendo (o evocando) lo que ve en la tele o en el celular. No “plasma” lo real sino lo que cree que es la juventud o lo nuevo o lo de hoy; lo que cree que es lo real. Son obras que dentro de cincuenta años se van a leer como históricas solo porque son estatuas. Pero lo hiperrealista también es infiel. Lo que van a ver quienes vean sus obras como arqueología es lo que sucedía en la cabeza de Di Girolamo, no lo que sucedía en “la sociedad”, esto último es irrepresentable siempre.

Para terminar con todo esto invito a googlear “Terraza de Córdoba” y acercarse a esa pintura de Ernesto Farina. Invoca tal vez algo de la calma que requiere una ciudad para empezar a atormentarse.

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