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  • Matías Casim

Camino a la libertad


Este año se estrenaron dos obras de Rafael Spregelburd en el circuito “oficial” del teatro: La Terquedad en el Cervantes y Tres Finales en De La Ribera. Dos obras, dos espacios distintos, la misma pregunta: ¿donde ubicamos a Spregelburd?

La Terquedad utiliza la Guerra Civil Española como trampolín. Solo para tomar impulso porque queda claro que la obra no habla de eso. Si a la pintura del Bosco había que rotarla para poder apreciarla, con La Terquedad pasa lo mismo. Necesita girar. Y ese giro es material: el movimiento rotatorio de la escenografía pero lo que importa es lo que queda atrás después de cada giro. Lo que no se ve: la escena que sale de escena. El comisario, el personaje que encarna el propio Spregelburd, vive en una paradoja: quiere encontrar algo que nos una como personas. Es un humanista, pero la ambigüedad de su humanismo es justo eso: la idea de encontrar algo que nos una, algo acabado que nos iguale; ese algo acabado es muy racional pero a la vez poco humanista, antihumanista casi. Y el corazón del problema es la identidad.

Según reflexionaba el vitalista George Simmel alrededor de 1900, aquellos programas institucionales que buscaran establecer unidad identitaria, por ejemplo a través de la idea de nación, no podrían hacer más que tratar de ir en contra de la que Simmel consideraba una directriz irreversible de la modernidad: la emergencia de formas plurales, abiertas, múltiples. Y acá hay optimismo, un optimismo conocido: el de creer que contra las constricciones de la totalidad unificante podríamos pensar totalidades heterogéneas, parciales, indeterminadas, expandibles, provistas de la capacidad de ampliarse o integrarse una en otra. Para Simmel la identidad del individuo es producto de la multiplicidad y el entrecruzamiento de sus ámbitos sociales de desarrollo; y la heterogeneidad y la multiplicidad de esos ámbitos es lo que enriquece la libertad subjetiva.

Con Tres Finales Spregelburg despliega tres escatologías, especula literalmente sobre tres finales: el del arte, el de la realidad y el de la historia. Las tres partes de la obra se encuentran en progreso continuo, como un ensayo.

En el primer el acto, el fin de arte, se disputan el conocimiento y lo inútil, la academia y lo que va por fuera de ella, lo abierto y lo cerrado, lo fijo y lo procesual, lo absurdo y lo racional.

En el segundo acto, el fin de la realidad, un grupo de intérpretes-traductores, una cantante ebria y un metalero que habla con su madre vienen a demostrar que no existe una realidad unificada que no esté siempre mediada por la traducción que hagan de ella los intérpretes, y que sus diferentes lenguajes darán como resultado realidades heterogéneas.

El tercer acto, el fin de la historia, plantea que ya no existen formas narrativas lineales y nos advierte del peligro de que todo “lo nuevo” pase como algo contemporáneo, o viceversa.

Simmel decía lo social es posible porque existe una parte de las relaciones se mantienen en secreto. Entonces, si existen cosas ocultas y gracias a ellas emergen las relaciones, ¿cómo es posible querer entenderlo todo? Intentar el conocimiento unilateral es mucho mas simple que aceptar que la vida también son las cosas que no se muestran. Es difícil aceptar que no podemos saberlo todo, y seguir hablando. Y eso es la vida. Por eso el de Spregelburd, un teatro de lo oculto y lo abierto, es, sería, un teatro de la vida, de la materia moldeable, proteica. Su teatro es un ensayo constante, en el doble sentido del ensayo como forma literaria y del rehearsal. El de Spregelburd nunca es un solo lenguaje. Es texto, actuación, puesta, música... Sprachopera? Todo se mezcla... nunca se sabe, ni hace falta preguntarlo. Spregelburd se nutre de todo, porque lo importante es la vida y no el teatro. Y ese es su vitalismo, su salida a la libertad.

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