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  • Juan Laxagueborde

La llamada exterior


Nicolás Moguilevsky es de todo. Una revista dijo que era “renacentista” y está bien. Es que lo es también en el sentido literal. Digamos que da todo y vuelve a empezar. Siempre hay un poco más de energía. En sus dibujos con tinta china, en la música disonante que suena bien y que toca sin haber aprendido, en la manera de atender un mostrador con afecto, en los poemas o las contratapas, usa la vida para vivir mejor.

Escribió un poema largo sobre formas sociales inconscientes ("A todas las presiones anteriores se agregan las nuevas exigencias / derivadas de los cambios recientes en las sociedades más dinámicas"). Se llama “La llamada exterior” (Ascasubi Ediciones, 2017). Hay algo tremendo y general del poema, su capacidad no de fundar, sino de visibilizar un estado de las cosas mundanas sin referir, en ningún momento, a lo mundano anecdótico. Es que el poema vive e inventa una época sin tiempo, muy contemporánea pero también capaz de ser anterior o posterior a este tiempo de rabia entre las personas, entre ellas y los objetos técnicos (todo objeto lo es) y entre los grupos objetivados, alienados, las naciones o los barrios o los grupos políticos que se tratan entre si más con resentimiento por el daño, que con hidalguía para enfrentar un mundo de la vida que si sigue así se mata.

Podría referir a todos los pormenores del poema: los dramas familiares con fondo de drama real (sin ese familiarismo demasiado conocido en la literatura argentina), la psiquiatría, el alimento, las mudanzas, las marquesinas de avenidas modernas, el amor, las instituciones... pero no tendría sentido porque forman todos partes de un embrollo, del interior de un nudo, de la culpa actual que todos tenemos y que a todos nos retiene.

Los cuerpos, (que nunca están escindidos de la conciencia, de la mente, me permito decir), están en ese "hacer hacer hacer". Algo de la calma improbable de lo que se avecina como cultura vibra y se anticipa en el poema. Eso no lo hace trágico sino mítico, reina el relato de todo un pasado, de algo conocido, pero también el ritmo de la anticipación de los quehaceres estúpidos del mañana.

Leer el poema nos puede poner tristes. Una angustia que viene de la lucidez; aun cuando la escritura seguramente esté teñida en partes por muchas noches de lucidez inducida. Ese clima del corazón que nos puede salvar de quedar atrapados en la red del lenguaje común, de la dádiva para con los días, del tedio de existir como si fuésemos ciudadanos estructurados y estructurantes (me temo que la mayoría lo son y la totalidad en algún momento lo fuimos o lo seremos). Pero bien, no indago más y dejo que crezca la sensación, ese gesto que somete a la razón y la aniquila. Para bailar y conocer la poesía está hecha. También para lamentarse o generar ganas de salir del lamento. O sea para casi todo.

Para lo único que no está hecha la poesía es para repetir el mundo "tal cual es". En esa están las almas bellas, que tiritan y creen demasiado en la lengua. La lengua los va a acotogar. A nosotros nos acogota pero no nos ahoga. De la respiración agónica que viene después de la violencia surge el poema de Moguilevsky y este pequeño comentario que lo vindica.

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