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  • Andrea Goncharova

El macho y su presa


El criminal no percibe su crimen. La víctima no percibe su inocencia. Estamos en sazón para que nos devoren noche tras noche. ¿Por qué nos poseen si en el fondo nos odian? ¿Nunca nos han besado, es que ustedes nunca besan? ¿Cuán profundo puede entrar una persona en otra?

Nos agarra del brazo, nos damos vuelta para escapar. Tira con fuerza, nos arroja al piso. Le pegamos con lo que primero tenemos a mano: algunas le clavan una tijera, otras un tenedor, algunas un cuchillo. Duele pero no es suficiente para librarnos de su poder. Nos llueven golpes, puñetazos y patadas. Conseguimos ponernos en cuatro patas y gatear, nos patea el culo, la cara. Salta sobre nosotras. Nos susurra con odio y saliva. No, por favor, no, no, no. Empujamos su rostro con las dos manos, no conseguimos nada. Nos agarra de la ropa, nos aprieta las muñecas, nos lastima. ¡No, por favor, pará! Nos separa los brazos con su descomunal fuerza. Con las piernas nos abre los muslos. Vencidas con una mano nos sujeta ambos brazos. Con su mano liberada abre la bragueta y saca la pija. Son miles, millones. Pijas de todos tamaños, formas y colores. La sentimos adentro, expulsamos toda nuestra energía para despedirla. No podemos. Caemos, quizás nos desmayamos, no sentimos las extremidades, estamos flojas como en el agua. Lloramos desesperadas. Empuja cada vez más adentro hasta que despide una sustancia agria que se apodera de la náusea. Se abrocha la bragueta y nos ordena cambiarnos. Un flujo acre emana de nuestra entrepierna, una sustancia que es la suya y la nuestra. ¿Es este nuestro destino, el destino de todas las mujeres?

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