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  • Nicolás Maidana

El juglar secreto


Cuenta la leyenda que Jorge de la Vega, uno de los cuatro fantásticos de la “Nueva Figuración” (los otros eran Luis Felipe Noé, Ernesto Deira y Rómulo Macció, aquella banda de forajidos que dio vuelta como un guante la historia del arte plástico argentino durante los años sesenta) tenía una afición secreta, poco recuperada y de la cual casi nadie se acuerda: escribir canciones y desgranarlas con su guitarra, al principio entre amigos, para ir con el tiempo ganando su público. Cuenta la leyenda, también, que esa afición terminó de cristalizarse a su vuelta de un trip lisérgico por los Estados Unidos; de modo que la veta musical corrió paralela a su torción final hacia el arte pop. Lo que dió como resultado la grabación de un disco en 1968 titulado “El gusanito en persona”, el cual es un eslabón perdido dentro del rock psicodélico argentino.

A diferencia de la exuberancia explosiva de su obra plástica (“Quiero que mis obras choquen con el espectador con la misma intensidad con que chocan todas sus partes entre sí…”) sus canciones comienzan atenuando su virulencia. Son suaves y encantadoras, como susurradas afectivamente entre amigos. La extraordinaria dicción de su voz se expresa con claridad, los motivos de sus letras son gráficos y coloridos. Sin embargo, si uno acerca un poco la lupa se encuentra con recursos que tal vez no sean reconocibles a simple vista, pero que se acoplan de alguna manera con su obra plástica. La canción El gusanito, por ejemplo. Su letra introduce una especie de dislocación espacio-temporal, pero atravesado por una serie de diminutivos que se van enroscando entre sí y en el cual podríamos preguntarnos cual es la referencia primera: ¿El dibujo del gusanito, el gusanito mismo o el mundo del derecho o del revés? Un poco a la manera del “esto es una pipa” de Magritte.

O el tema Proximidad: una especie de canción dadaista de protesta, pero cuya bajada de línea ha sido extirpada, quedando solo una enumeración de procedimientos “sumemonos, adicionemonos, recopilemonos…”, en una suerte de barroquización de consignas como las de “solidaridad” o “participación”, tan de la época. El arte de De la Vega fue siempre conceptual, aunque inevitablemente político.

Pero como todo “secreto a voces” se cuela por las rendijas de la historia, cuarenta años después el músico, poeta y editor Francisco Garamona a

decidido re-imaginar aquel legendario disco. Además del leve cambio de título: “El gusanito, mucho gusto”, la versión de Garamona respeta las letras y el ritmo pero amplifica algunas concepciones que estaban en gérmen, como la sonoridad psicodélica característica del rock de la época. Y al mismo tiempo atenua la vertiente más cool jazz y la cadencia gobernada por la figura del cantautor que tenía el original (a diferencia de Diamantes en Almívar, en donde continua esa veta crooner de De la Vega). O intercepta, en la misma sincronía que el artista plástico, la balada pop con altas dósis de emocionalidad: La hora de los magos.

En el original, las canciones de De la Vega nunca abandonan del todo ese tono confidencial del que le habla a un publico inmediatamente presente: el público underground de aquella época. Por esa razón, cuando lo escuchamos hoy en día no podemos evitar introducirnos en la intimidad de toda esa geografía emocional: la vanguardia artística y conceptual de la Buenos Aires de fines de los años sesenta. Esas idas y venidas entre el instituto Di Tella a la Galería del Este, pasando por el bar Moderno y el café La Paz.

Pero ha pasado demasiado tiempo… Y mientras escuchamos las estrofas de El gusanito, mucho gusto ¿no es como si tuviera la misión secreta de introducir un anacronismo deliberado, en nuestro presente un poco distópico y cínico?

Pero no tanto para celebrar de forma melancólica un pasado que ya nunca viviremos, sino todo lo contrario. Una celebración en presente, en la cual las formas del arte y de la amistad (y de la cual Garamona mismo es partícipe y anfitrión) se conviertan en una garantía contra la nostalgia.

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