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  • Bob Lagomarsino

Museo Moderno / Museo Peluche


La inauguración de Museo Peluche llega en un momento en que el Museo de Arte Moderno se encuentra atento a auto-racionalizarse mediante una fuerte estrategia de branding que implica, entre otras cosas, el rediseño completo de su identidad. Rebautizado con el nombre “menos esquizofrénico” de Museo Moderno y adornado con una tipografía de formas redondeadas “menos masculina y autoritaria” (según palabras de la directora de la institución), el Museo parece haber actualizado su apariencia para estar acorde a las transformaciones culturales de la era posmillennial.


Sin embargo, eso suena como una tarea ardua para quienes sospechamos que lo moderno está íntimamente relacionado con una compleja red global de opresiones. Uno puede llegar a preguntarse, con justa razón, cómo será posible que esa transformación “menos masculina y autoritaria” tenga lugar en el interior de algo que tiene todo el aspecto de seguir siendo un microcosmos de orden neorenacentista; pero con una tipografía nueva más redondeada.


No deberíamos olvidarnos que la lógica formal de la identidad suele estar relacionada con la descendencia patrilineal. Por eso, no es de extrañar que cualquier cambio de look implique tomar cierto riesgo. Considerando esto, sería mejor no ser tan críticos con el Museo y entender el desafío complejo que supone querer seguir siendo moderno y a la vez tener que actualizarse.


Que el Museo se ponga autoreflexivo ahora, que está de moda la frase que dice “la patria es el otro”, parece todo un síntoma de su relación problemática con la alteridad; y quizás ese sea el problema lógico-genealógico que acompaña a lo moderno. En este contexto, la exhibición de Minoliti quizás sea una buena ocasión para volver a preguntarnos qué es un museo o, mejor aún, para qué sirve. Este abordaje funcionalista podría permitirnos determinar cuáles son sus posibilidades de realización y actualización.


Ya sabemos como funcionan los Museos Modernos —funcionan como castillos que establecen un sistema de relaciones modeladas de acuerdo a la lógica patrilineal/patrimonial para implementar la política exitosa de la metrópolis global mediante contenidos explícitos dirigidos a las masas con el objetivo de asegurar la descendencia del proyecto imperialista— el problema es que nadie parece estar muy seguro de cómo funciona un Museo Peluche.


El espacio está ambientado con una decoración colorida, específicamente diseñada para complacer el gusto peculiar de las simpáticas criaturas antropoides que lo habitan. Extrañamente, parte de ese mobiliario parece ser idéntico al utilizado por algunas instituciones disciplinarias durante la dictadura.


El bipedismo de los peluches gigantes delata un catastrofismo espinal que evidencia cierta filiación con nuestra especie y una serie de dibujos de piernas con ojos esbozan los procesos extraños de esa mutación. Aparentemente, desarrollar habilidades comunicativas como el habla les permitiría a esas criaturas ponerse de pie y expresar mejor sus reclamos o, por lo menos, manifestar con mayor claridad cuáles son sus deseos. Por eso, aunque no hablen como nosotros, igual deberíamos escucharlas.

La sala del Museo Peluche, instalada en el interior del Museo Moderno, aparenta estar desarraigada de las endogamias que orquestan el orden mundial contemporáneo y parece funcionar como una especie de reino extraño en el que han nacido nuevas criaturas con un lenguaje propio. Aunque todavía no sabemos si serán capaces de abolir definitivamente el vínculo histórico que existe entre opresión y modernidad, deberíamos reconocer que esas lindas criaturas se ven muy amorosas.



Museo Peluche de Ad Minoliti con curaduría de Carla Barbero y Marcos Krämer en el Museo Moderno.





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