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  • Carla Lamoyi

Mágico Biónico Satánico


Lucía llevaba un poco más de media hora sentada en el balcón, contemplando la ventana de enfrente con la mirada perdida. Nunca había visto a nadie en esa casa, sólo un árbol grande invadido por un muérdago: una planta parásita que crecía sin control, penetrando lentamente su corteza, absorbiendo de las ramas y del tronco el agua, sales minerales y nutrientes que no podía obtener por sí sola. Tenía apoyado el celular sobre las piernas, marcó el segundo número de la lista y espero a que sonara. Colgó el teléfono antes de que le contestaran, y lo apago para que no pudieran devolverle la llamada. También desconectó el teléfono fijo y el módem del internet, quería quedar incontactable en lo que terminaba de descifrar lo que iba a hacer.


Desde hace varias noches la acechaba el pensamiento de que su cuerpo se moría un poco todos los días, como el de aquel árbol tomado por el muérdago. Se sentía como un producto caducando dentro del refrigerador. Un par de meses antes de aislarse por completo, Lucía había tenido una conversación con su hermana, que se repetía en su cabeza como el estribillo de una canción, en la que le había comentado que no era recomendable que las mujeres se embarazaran después de los 35 años, porque aumentaban las probabilidades de malformaciones en el bebé y el riesgo de muerte de las madres. Todo esto se lo había dicho, por que se Lucía se acababa de enterar que un amigo suyo iba a tener un hijo con su novia de 40 años. Desde entonces, cuando menstruaba, sentía que se le acababa el tiempo para algo que ni siquiera sabía si deseaba.


El aislamiento en esa ciudad fue progresivo y ni siquiera hubo que imponer un Estado totalitario, la paranoia volvía a todos policías creando un sistema de vigilancia colectivo, donde cualquier individuo en la calle era un peligro y por lo tanto digno de ser señalado. Había un terror a tocar el cuerpo de los otros y a respirar sus fluidos, por miedo a una nueva partícula invisible que habitaba en las personas que tenía la capacidad de matar. Juntarse para platicar, comer, o tomar con otros, daba la sensación de estar haciendo algo ilegal, como si se estuviera en una reunión para planear un atentado terrorista. Nunca antes la gente había sentido al mismo tiempo tanto deseo y tanta culpa, por realizar actividades que antes eran cotidianas. La crisis social era una crisis de cuerpo, de su disfrute, de su autonomía y de una sociabilidad real, de la potencia política de invadir el espacio público en masa. Las fosas nasales, la boca y la piel tenían que estar plastificadas, encapsuladas, era la época de otredad magnificada, y el momento en el que el cuerpo era relegado nuevamente a un contenedor de la conciencia, despojado de sus pulsiones más animales, de su necesidad de ser expuesto al ambiente. La nueva solidaridad consistía en aislarse y tener contacto con los otros únicamente a través de pantallas. El espacio público y espacio privado se habían vuelto la misma cosa y con el tiempo la gente se acostumbró cada vez más a sólo tener contacto con otros por medio de computadoras o teléfonos, o través de avatares con los que asistían a eventos virtuales. Ahora los cuerpos habitaban en el internet.


Lucía ya llevaba ocho meses encerrada, y como el tiempo corría distinto, no se había percatado hasta aquella mañana que habían pasado 60 días desde la última vez que tuvo el período. La única explicación razonable que encontraba era que se hubiera puesto anémica por no comer a consecuencia de la ansiedad y depresión. El tiempo que llevaba sin ver gente era el mismo que llevaba sin tener relaciones sexuales. Para las personas que vivían solas como ella, el contacto con otro cuerpo, con otra piel, sus olores y fluidos, parecía lejano, casi prehistórico. La calentura la obligaba a masturbarse a diario con un vibrador que por suerte se había regalado en su último cumpleaños.


Esa tarde, antes de sentarse frente al balcón, había llamado a la farmacia para pedir una prueba de embarazo. De acuerdo a la biología, no era posible que estuviera embarazada, pero no se le ocurría qué otra cosa hacer. Podría haber llamado a su ginecólogo, pero todos los médicos de todas las especialidades habían sido reclutados para trabajar en emergencias, así que prefirió llamar a la farmacia. Bajó, cubierta de un plástico rosa fosforescente, a recoger su pedido, subió, se quitó su traje, se talló con toallitas desinfectantes en la entrada de su departamento y se fue directamente al baño. Era como si el mundo hubiera tomado las medidas de higiene y los cuidados con el cuerpo que toman todas la mujeres cuando saben que están embarazadas.


Mientras orinaba pensaba en lo mucho que añoraba que la tocaran y en lo ridículo que era hacerse una prueba de embarazo sin haber cogido hacía ocho meses. Se limpió, se subió los calzones amarillos, puso el tubito en la mesita del lavabo y se lavó las manos. Caminó nerviosa por su pequeño departamento y regresó al baño para saber el resultado...


¿Qué carajos iba a hacer? No tenía trabajo remunerado, no tenía pareja, estaba deprimida, no se podía ir a ningún lado y ahora estaba embarazada por arte de magia. Se pensó a ella misma como a la Virgen María, aunque estaba muy lejos de ser como ella. La verdad es que no tenía idea de a qué edad se había embarazado del Espíritu Santo la futura madre de Jesucristo, pero estaba segura que había sido cuando era muy joven. Lucía en cambio, tenía 30 años y hasta ese momento había disfrutado plenamente de su vida sexual, había abortado algunos años antes, y carecía de cualquier tipo de interés religioso. El dios católico del que había aprendido en su infancia y adolescencia le parecía un padre vengativo y misógino, y se había alejado de esa doctrina en cuanto tuvo de consciencia de eso.


Nadie le iba a creer que se había embarazado así nomás, seguro creerían que había roto las reglas y había salido de su casa. No quería preocupar a su familia y amigos, tampoco quería que pensaran que había enloquecido, aunque para como estaban las cosas, era una posibilidad. Además, nadie iba a notar su embarazo, porque nadie la iba a ver en los próximos meses. Seguía mirando la ventana y el árbol plagado que moría lentamente. Mientras, armaba especulaciones sobre la inverosímil situación que ella estaba viviendo dentro de esa pesadilla mundial.


Hasta ahora tenía dos teorías: un nuevo mesías la había escogido para crecer dentro de su vientre, para traer la salvación a ese mundo pandémico; o su dildo, que era el único falo que la había penetrado en los últimos meses, había empezado a producir semen robótico. Luego pensó en las escenas de película El bebé de Rosemary, en la que la protagonista se embaraza del diablo. Desechó esa idea inmediatamente porque no quería tener nada que ver con entidades satánicas. También recordó esas noticias en las que los antiderechos sostenían que el virus era un castigo divino por todos los bebés que habían sido abortados. Pero entonces, si dios estaba castigando a la humanidad ¿por qué un nuevo mesías la habría escogido precisamente a ella como su madre? ¿Sería hombre, mujer, une niñe o nada de eso?


Lucia todavía tenía la opción de contactar a una de las redes feministas que hacían acompañamientos para relizar abortos a distancia, pero quizás, ese bebé misterioso era su única posibilidad de contacto humano dentro de los próximos meses, o años. Meditó si realmente quería ser madre, si tenía la fuerza para realizar en solitario el trabajo que le esperaba con la crianza y si sería capaz de amarlo incondicionalmente aun si resultara ser un monstruo. Esos predicamentos no eran una banalidad pero pesaba más su curiosidad por saber qué era lo que estaba creciendo dentro de su vientre, era una sorpresa que quería desenvolver. Tomó la decisión de, aunque este fuera el caso, iba a continuar con la gestación. Ella era el árbol y el bebé era el muérdago parásito que la necesitaba para crecer. Ojalá esa elección no la matara. Prendió todos su aparatos electrónicos, conectó de nuevo el internet, no hizo ninguna llamada y se fue a dormir. Prefirió guardar el secreto de su embarazo, al fin y al cabo podía controlar el encuadre de la cámara de su computadora para que solo le vieran el rostro, y argumentar que el aumento de sus cachetes era por la inmovilidad producto del encierro, o limitarse a realizar llamadas por audio.


Desde hace unas semanas los dolores de cabeza y los vómitos espesos con color de betabel no le paraban, y orinaba con abundancia un líquido amarillento que tenía un olor extraño. Le dolían los senos como si fueran globos rellenos de piedras diminutas que se estiraban hasta casi reventar, y notaba cómo sus pezones, se tornaban de un color violáceo cuando los veía a contraluz. Lucía recordaba lo que algunas amigas con hijos le habían contado sobre sus embarazos, y dentro de todo, le parecía que hasta aquel momento su transformación corporal era la habitual, pero cuando se observaba en el espejo no reconocía su cara y esta sensación de desconcierto aumentaba conforme pasaban los días.


Existe la creencia de que los antojos de las futuras madres, la forma de su panza y la cantidad de náuseas son determinadas por el sexo del bebé. Una lectura parecida a la que hacen las adivinadoras de Medio Oriente con los sedimentos que quedan en las tazas del café. Si el vientre se torna puntiagudo será niño, si en cambio adquiere una redondez absoluta,será niña. Si los antojos son por comida salada, niño, si son por cosas dulces, niña. Pero en el cuarto mes de su embarazo, los antojos de Lucía, no eran ni por alimentos dulces o salados, ni por amargos o agrios, si no todos a la vez. Se servía unos platos enormes con revoltijos de comida que le provocaban inmenso placer, sabores que no combinaban y que hubieran hecho vomitar a cualquier otra embarazada: atún con miel remojado en tazas de café amargo, adornado con trozos de guayaba y chorizo crudo, sazonado con una pizca de sal y canela. Un tazón de avena hervida con Coca-Cola y whisky, acompañado de rebanadas de aguacate, pedacitos de galletas de chocolate, frijoles caldosos, tiritas de pollo, un chorrito de vinagre blanco y una cucharada de crema de cacahuate como topping.


Cuando Lucía se acostaba, su panza perdía redondez, la piel se le desparramaba y dejaba ver una plasta amorfa en la que un pequeño corazón latía con un ritmo interrumpido. Le hablaba a ese ser mágico/biónico/satánico y le preguntaba quién era, qué quería, y porque la había elegido a ella, le reclamaba y le confesaba que la asustaba. Durante esos días, tenía un sueño descontrolado y abstracto, casi narcoléptico que la tumbaba, podía estar haciendo cualquier cosa y de un momento a otro se quedaba dormida aunque no se sintiera cansada. A veces durante esas siestas involuntarias soñaba que obtenía las respuestas, que ese bebé le revelaba sus planes, pero cuando despertaba lo olvidaba todo.


Afuera, el planeta continuaba colapsando, la economía global estaba en su peor momento, la geopolítica seguía su propio curso, los proyectos de despojo avanzaban, la represión y los actos de brutalidad hacia las minorías continuaban y los cuerpos de personas con enfermedades respiratorias, abarrotaban los hospitales. Lucía consumía noticias como desesperada. Abría su computadora y pasaba horas tratando de comprender la situación del mundo a partir de lo que se contaba de él. Un día, mientras realizaba sus lecturas obsesivas y almorzaba una de sus preparaciones nauseabundas, se encontró con una nota de uno de esos medios de poca credibilidad sobre la historia de una chica en un país extraño, que afirmaba haberse embarazado sin penetración ni inseminación artificial. La narración contaba algo tan parecido a lo que le estaba pasando a ella que decidió rebuscar en el internet profundo para corroborar la información.


Pasaban lo días y seguía sin encontrar pistas de la otra embarazada, mientras los altibajos emocionales del encierro, combinados con los cambios hormonales y con la incertidumbre de su situación, empezaban a transformar su personalidad. Algunas veces actuaba como una niña de seis años que jugaba en el patio de la escuela. Otros días, como una adolescente que discutía con su mamá. A veces recordaba e interpretaba palabra por palabra conversaciones que había tenido años antes con un ex novio. Luego recuperaba la cordura y volvía a ser aquella mujer con 30 años cumplidos que lidiaba con una pandemia y un embarazo espontáneo.


Quizás era miércoles, ya no lo sabía. Buscó una fotografía que se había tomado con su teléfono poco antes del encierro y usando un espejo la comparó con su cara. Confirmó sus sospechas: el rostro le había cambiado, y no ligeramente como cuando se envejece, sino por completo. Sus rasgos eran otros, como si se hubiera sometido a una cirugía estética para cambiarse la forma de la nariz, las cejas y la barbilla. Su cabello se había vuelto rubio, su boca ahora era más delgada, y sus ojos tenían un resplandor verde que nunca antes había notado. Ante ese cambio físico, Lucía comenzó a tratarse a sí misma como si fuera otra persona, una desconocida que ahora compartía su cuerpo con ella.


Finalmente, logró contactar a Samantha, la protagonista de la nota que había encontrado días antes en la web. Después de algunas conversaciones, ella le compartió un foro virtual en el que participaban 78 mujeres heterosexuales, lesbianas y trans de distintas partes del mundo que tenían poco más de un trimestre de embarazo y que vivían solas en aislamiento desde el principio de la pandemia. Cada una habitaba en su propia burbuja, como si el interior de esos departamentos y casas fueran vientres gigantes que las contenían mientras ellas evolucionaban. Se sumó a aquel grupo que una vez a la semana se reunía por videollamada, durante esas conversaciones interminables compartían teorías sobre las posibles causas de los embarazos, memes, fotos e impresiones del desarrollo de los bebés incógnita, así como los acontecimientos extraños que les estaban sucediendo, las regresiones, los sueños y los cambios de rostro. Después de largos debates en los que las historias más fantasiosas sobre los embarazos fueron puestas sobre la mesa, la teoría más aceptada por todas fue que aquel insoportable deseo de contacto humano que sentían había logrado dividir sus células para crear a otro ser que las acompañara en esa nueva realidad de cautiverio. Una versión futurista y no binaria del mito de Adán y Eva.



Sus cambios corporales no dejaban de sorprenderlas, su tetas habían comenzado a producir leche acuosa, grasosa y burbujeante, sus pieles habían adquirido un nuevo brillo y un color pálido, casi transparente ante la ausencia del sol. Sus músculos abdominales se habían vuelto obsoletos, la risa o cualquier movimiento brusco, les hacía sentir pequeños pinchazos de alfileres. Dentro de ellas, los bebés bailaban y pateaban sus vientres hacia abajo, dándoles las apariencia de gotas, o de un pecho de una mujer vieja.


Las embarazadas intentaban guardar la calma hablando entre ellas por internet, les reconfortaba saber que no estaban solas ni eran las únicas en ese proceso terrorífico. Era el octavo mes de sus embarazos y ese grupo de chat se estaba convirtiendo en algo parecido a esas comunidades míticas compuestas únicamente por mujeres, en la que todas se ocupan colectivamente de la crianza de los hijos. Como los hospitales estaban saturados y era peligroso tanto para ellas como para los nonatos acercarse a esas instalaciones, decidieron en conjunto que iban a tener partos en casa con una grupo de parteras que las asistirán a la distancia, y que también les acompañarían en los días posteriores.


Aquel grupo de futuras madres decidió extender un comunicado para difundir lo que les había sucedido. En él hablaron de la experiencia de sus embarazos, aclararon que continuarían con el encierro y advirtieron que no permitirían ingresar a nadie a sus casas. Las comunidades religiosas alrededor del mundo de inmediato expresaron su rechazo y publicaron sus propios comunicados desmintiendo lo que les estaba pasando, acusándolas de brujas y mentirosas. Esperaban que aquellos bebés fueran seres monstruosos y desfigurados, deseaban con todas sus fuerzas que fueran otro capítulo de esa realidad de ciencia ficción, de ese castigo de dios. Por que, si fuera cierta la historia de aquellos embarazos espontáneos en los que el deseo fue suficiente para procrear bebés, la penetración, el semen, y por lo tanto los hombres, ya no serían necesarios para la reproducción. Las diversas prácticas sexuales de las mujeres ahora podrían estar enteramente dedicadas al placer; la decisión de qué hacer con sus cuerpos y si se embarazan o no, sería solamente suya. Desde hace tiempo, la concepción de la familia tradicional se había empezado a quebrar y ahora las relaciones humanas como se conocían, estaban cambiando aún más debido a la distancia social. Ésta sería la cereza del pastel.


El día de los nacimientos llegó. Lucía estaba ovalada, tenía un dolor de cadera insoportable y yacía recostada sobre toallas azules encima de su cama. En la mesita de noche tenía la computadora, en la que oía la voz de una de las parteras y veía a sus nuevas amigas en las misma posición que ella, con las piernas abiertas y tratando de controlar la respiración. Tenían contracciones regulares cada cinco minutos, después de varias horas todas comenzaron a pujar al mismo tiempo, parecían un gran coro de sopranos que estaba siendo televisado. Cuando Lucía sintió cómo su vagina se desgarraba y expulsaba ese cuerpo pesado, experimentó un dolor abrumante, luego una calma absoluta. Cerró la computadora de un manotazo. Oyó el llanto, se irguió sobre su torso y cuando miro a la bebé ensangrentada reconoció el mismo rostro que ella tenía cuando nació, la tomó entre sus brazos y la niña paró de chillar.


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Las imágenes que acompañan al cuento son pinturas de Julieta Barderi especialmente hechas para el cuento.

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