top of page
Valeria López Muñoz y Mario Scorzelli

Corazón imperfectx (parte II)



La noche oscura y vaporosa vista a través del humo de mi cigarrillo no era otra cosa que un inmenso experimento de luz. Mis pies descalzos tocaban el pasto húmedo y el resto de mi cuerpo yacía recostado sobre el tronco de un árbol cuyas raíces expuestas mostraban un amoroso y necesario apego a la fertilidad gélida de la Tierra. Sin embargo, no podía yo, naturalmente, sentirme parte de ese paisaje. Mi electricidad era distinta, intensificada con el correr de los días, como de otro color y dirección.


Yo era un rayo, radiante y diagonal, descargando toda su energía en un árbol. Y mis pensamientos, ya magnéticos, atrapaban toda la calma y el caos circundante. En esto mi vulgar cola era mi compañera.


Zzz… zzz… zzz… el teléfono llevaba un rato vibrando en mi bolsillo como si fuera el hocico de un perro demasiado cariñoso al que nadie le presta atención. La metáfora que se dibujó en mi mente me llenó de ternura, eso —y la intriga, claro— lograron que dejara de mirarme embobada la colita peluda. Tenía que atender, por la misma razón que le encuentro a todo lo que hago: por las dudas. (Pero no me malinterpreten estas dudas no tienen nada que ver con una falta de determinación ni con nada muy racional. Yo dudo porque creo en el azar).

Saqué el teléfono de mi bolsillo, fumé el último cigarrillo y mis pelos se erizaron por la estática, era claro que mi cuerpo no se encontraba en equilibrio. Al igual que el tallo de una flor silvestre recién nacida en el campo, yo era un eje en movimiento en propensión fugaz. No era fácil lograr el equilibrio así, aunque tuviera la misma cantidad de pétalos de un lado y del otro el equilibrio se alteraría.


Sin dar más vueltas, presioné el botoncito contestador del teléfono con la suavidad que caracteriza a un pétalo o el ala de una polilla curiosa. —Hola, hola ¿hay alguien ahí? Era un hola y un ola a la vez, una voz potable como salida del fondo de un mar poco navegado que saludaba al mundo y me hablaba a mí. Yo también dije —hola y enseguida —¿Quién es?


Su respuesta se demoró un segundo eterno —Soy yo el mundo, con todos los océanos y las montañas, con todas las ciudades y sus habitantes... Soy yo, el mundo de los sueños de carne y hueso, de los negocios y la vigilia... te estaba esperando.


La noche se oscureció aún más con el ensordecedor vuelo de los murciélagos que tapaban el brillo de las estrellas. Yo era un fragmento desgarrado de esa totalidad siniestra que ansiaba devorarme.


Osvaldo, que a esta altura ya era más mi espíritu que mi perro, con su particular habilidad para detectar fantasmas reconoció el peligro inminente y se abalanzó sobre mi. Como si los hechos estuvieran escritos en un cuento, la rama del árbol se quebró y nos caímos juntos, abrazados. Cuando nos levantamos ya estábamos en casa, pero el teléfono seguía sonando. Esta vez no contesté.


Me saqué el pantalón y la remera y me metí en la bañera a pensar pensar pensar. Mi ropa olía a madera quemada y a noche y a flor... hubo tanta plaza y campo... pero ahora hay que pensar, pensé. Bañarme jamás había estado tan en segundo plano o último plano como en ese momento. Abrí el agua caliente y el vapor generado por esta cualidad primaria y hermosa del universo que es la temperatura, ingresó en mí con cada respiración ayudándome a no enloquecer. El agua sobre mi cuerpo, como una capa delgada de nada con calor (y el sol que se filtraba tenue a través del vidrio esmerilado), logró relajar mi espíritu atormentado, pero de todas maneras no podía dejar pasar la pregunta sobre qué-es-todo-esto.


Anoté estas palabras:


Estoy en mi casa, estoy respirando, el sol me toca y hace un rato o millones de años, o no sé exactamente cuánto, acabo de hablar por teléfono con... ¡el mundo!


Zzz… zzz… zzz… las oscilaciones de mi teléfono volvían con insistencia, como si fueran parte de un plan ideado para producir un holocausto apícola. Osvaldo, algo cansado del ruido y quizás afectado por la radiación me acercó el teléfono para que atendiera. Miré la pantalla con terror pero me tranquilizó ver el número de mi amiga la curadora y coleccionista Patricia Rizzo.


Me acordé que en algún momento habíamos quedado en vernos con Patricia para ir a la inauguración de un nuevo espacio de arte creado por un grupo de jovencitxs modernistas del que lo único que sabía es que no cierran las ventanas. Contesté la llamada.


Hola Pat! tanto tiempo, amiga!


Jennifer querida... no te veo hace mil... ¿cómo está Ud.?


— Uy si, siento que nos vemos una vez por estación


— Jajajaja si


Jajajaja …


— Tu voz parece como si hubieras estado viviendo en un pozo


Jeje emmm algo así


Te estuve llamando pero imaginé que seguramente estabas con mucho trabajo o con cosas de Osvaldo


Jejeje si… este cachorro demanda mucha atención, pero tranqui... está re grande y ahora que lo miro creo que creció mucho y de golpe… hasta creo que ya pesa unos 8 ó 10 kilos


Enormeeee como una mochila de peluche a la que le vas metiendo de todo durante el día sin darte cuenta y despues te duele la espalda jajaja


jajaje


Patricia no tenía la más mínima idea de mi situación y me hablaba de mochilitas de peluche. Igual eso era raro en ella, siempre ocupada en asuntos del mundo de contundencia mayor.


Seguimos charlando. Osvaldo jugaba con un garbanzo que liberó haciendo un agujero con su pata y hocico en la bolsa agroecológica de la UTT.


— ¿Cómo estás Pat? ¿Nos vemos?


— Obvio. ¿Querés ir a esa muestra que habíamos pispeado por twitter? También podemos pasar por otras dos muestras que inauguraron recién... creo que se llaman algo así como Para Vos y la otra Para Mi...


Con estos nombres yo no podía pensar en otra cosa más que en espejos. Mundos dobles, simetrías, contrabalances, miedo. Y también reparé en que Patricia no me decía cómo estaba, pero es cierto que muchas personas odian que les pregunten cómo están.


Quedamos en encontrarnos esa misma tarde en un café para luego ir a las muestras. Me dijo algo de carreras de caballos pero yo me quedé colgada pensando en la muestra espejada. Me puse una camisa y un collar como disfrazada de coleccionista y esperé la tarde con algo de impaciencia anquilosada.



El sol naranja del atardecer con su omnicomprensiva conciencia consumía suave y en silencio nuestras células más viejas que ya estaban cansadas de multiplicarse y reproducirse. Mientras los rayos electromagnéticos coloreaban con calidez el irremediable paso del tiempo pude sentir las cosquillas de una fina capa de epidermis que estaba desapareciendo. Con la impotencia de alguien que observa el movimiento de los astros indiferentes acomodándose en el cielo, intentaba sin éxito hacer algo para controlar el frizz de mi pelo. Hay cosas que tienen su propia poesía y de alguna manera parece que escapan a nuestro control, el sol, el magnetismo, las noticias... sin embargo, necesitan de nosotros para poder expresarse. Las mueblerías de la avenida Belgrano un martes a la noche, los mozos llevando tacitas de café en sus bandejas, la estación de subte Medalla Milagrosa, los murales con paisajes de Corea en el bajo Flores, los cajeros automáticos rotos, el curso virtual gratuito "Mariposas de Buenos Aires" eran otras cosas que me parecían poesía.


No creía en el horóscopo, pero siempre tenía razón y ese día el destino estaba escrito con las siguientes palabras: “Aquello que por mandato mantenemos rígido, termina muchas veces en bloqueo. Desbloquear es abrir la posibilidad de ser atravesadas por la complejidad de lo que somos. Hoy te encuentras en un punto inesperado del camino y ahora es tu decisión cambiar el curso de la historia”


Patricia me estaba esperando sentada en una mesa a la calle, debajo de un cartel con letras volumétricas plateadas que formaban el seductor nombre de Exedra, un café tradicional frecuentado por ex agentes de la side, trabajadoras sexuales y empleados del poder judicial. De alguna manera, su distinguida presencia equilibraba el pintoresco escenario, quizás por la exquisita fragancia de su perfume que impregnaba todo el lugar.


Mientras guardaba en su cartera un hermoso libro de tapas azules y letras doradas que no alcancé a descifrar, hizo una mueca con el rostro para darme la bienvenida como si estuviera escondiendo alguna preocupación. Envueltas en la atmósfera íntima que se materializaba con el humo de nuestros cigarrillos pedimos unos tragos fuertes y comenzamos a charlar.


—¿Te enteraste lo de los extraterrestres? Patricia fue muy directa y sorpresiva, como si hubiera planeado todo el encuentro para hacerme esa pregunta. Agarré mi copa y comencé a tomar lentamente mientras pensaba… por qué me estaba preguntando eso, ella es muy racional... algo extraño tiene que estar pasando… recordé la mancha de pasto quemado en la plaza y las noticias de la CNN, traté de conectar algunas sensaciones pero no veía nada con claridad. Mientras el alcohol inundaba mi cuerpo, lo mejor que se me ocurrió fue retrucar con una pregunta, quizás para tratar de indagar cuáles eran sus intenciones —¿Y a vos desde cuándo te interesan los extraterrestres?


Como si estuviera cambiando de estrategia por temor a ser descubierta. Patricia empezó a bromear—desde que vi E.T... me acuerdo que en una de las primeras escenas que aparece el extraterrestre se preguntan si es un mono o un cerdo, como si con solo ser de otra especie diferente a lxs humanxs alcanzara para ser extraterrestre. Se reía y tomaba un trago apurada con ganas de continuar —también recuerdo cuando vi nacer a mi hermano del cuerpo de mi mamá y le cortaron el cordón, eso es humano pero muy marciano... Tomó un trago largo como si intentara tomar confianza y su voz se puso algo más tensa —Más cerca en el tiempo, desde el eclipse los siento cerca…. ¿No viste las noticias?


Yo había visto las noticias. Al parecer, los astrónomos todavía no podían encontrar una explicación coherente para el eclipse. Habían realizado dibujos para tratar de explicar, pero el movimiento de los planetas no coincidía con el fenómeno óptico que habíamos presenciado. La especulación de los medios era que se trataba de una ilusión producida por un OVNI, pero la información la habían levantado de una nota de la web de CEFORA (cefora.com.ar) que no me parecía nada confiable. Sin embargo, yo también sentía que algo raro estaba sucediendo.


—Patricia, no me vas a decir que ahora no solo crees en los extraterrestres sino que también crees en las pavadas que dicen en los noticieros. Antes de que termine de pronunciar la última palabra, Patricia escupió sobre mi cara el trago de color naranja que tenía retenido en el buche mientras le hablaba, como si hubiese intentado reírse con la boca llena.


Tuvo que salir corriendo en dirección al baño para arreglarse y yo no pude resistir la tentación, quería ver qué libro estaba leyendo. Agarré su cartera con mi cola (al fin la podía utilizar para algo) y la empecé a revisar por abajo de la mesa. Entre los maquillajes, llaves y los elementos para fumar, estaba el libro de tapas doradas con el título que apenas se podía leer por el brillo: El imperio jesuítico. Dentro del libro algunas páginas estaban mínimamente dobladas en la punta y había una tarjeta plástica de un Laboratorio de Biotecnología Animal marcando una hoja, no pude resistir la tentación y me quedé con la tarjeta.


A pesar de estar borracha, me di cuenta que un hombre de traje en la mesa de al lado me estaba mirando y no era una mirada de deseo que focalizaba en un punto determinado sino una mirada de espía, periférica, como un radar que recorría todo el contorno de mi cuerpo tratando de extraer información. No pude resistir esa mirada así que agarre las cosas y fui al baño con Patricia. Cuando abrí la puerta, ella estaba frente al espejo y las gotitas del trago aún chorreaban acariciando su rostro. En ese momento, sentí por primera vez lo que es el instinto. Me abalancé como un animal, puse mis manos sobre sus hombros y comencé a lamerla. Mi lengua se retorcía y ondulaba recorriendo toda la superficie de su cara, explorando incluso los lugares más recónditos. Patricia dejó que expresara mi animalidad con total pasividad, lo estaba disfrutando. Entusiasmadas por la adrenalina, nos fuimos corriendo del bar sin pagar.


Osvaldo, que estaba solo en casa, ya pesaba cerca de 20 kilos. No le había alcanzado con comer los garbanzos y el resto de la comida orgánica, así que ahora estaba devorando los libros de la biblioteca. Las inspiradas observaciones de Giordano Bruno, los inventos de Madame Lovelance, los escritos al alba de Paul Valéry, las extrañas teorías de Pável Florenski, las ideas sobre la estética evolucionista de Vaz Ferreira y las novelas de Eduarda Damasia Mansilla, eran solo una parte del extenso catálogo que se había mezclado en el insaciable estómago de mi… ¿perro? eso ya no se parecía a un perro.



El ataque en el baño nos había demorado, por lo que tuvimos que reorganizar nuestros planes. Calculamos tiempos y distancias y rápidamente nos pusimos de acuerdo, un bello momento en que dos personas se estaban entendiendo en algo. Decidimos tomar un taxi que nos lleve hasta El Vómito, lugar al que queríamos ir desde un principio, desde la vez que hablamos por teléfono.


Patricia se paró en el medio de la calle y gritó —¡taxi! levantando su mano derecha cubierta por un guante de tela beige. Subimos al taxi y nos sentamos en el asiento de atrás. En la radio estaban pasando el himno nacional. Ya era medianoche.


Cuando llegamos a El Vómito, el espacio de la muestra estaba muy oscuro, únicamente iluminado por la trágica luz amarilla de algunas velitas derretidas a punto de apagarse. Ese ambiente de interior anochecido me hizo imaginar un cumpleaños decimonónico de vampirxs, o esos eventos sociales en tiempos remotos llenos de misterio en los que las personas usaban en sus ropajes pequeños prendedores con un ojo pintado que representaba el ojo de sus amantes. Pero nuestros ojos eran del siglo XXI y así de nuevos recorrían aquella sala en la que se habían dispuesto papeles con dibujos y escritos. No podría describir cómo eran estas obras, pero eran cosas que parecían no estar hechas para ser vistas a la inmediatez, como si fueran diarios íntimos ocultistas escritos con una tinta invisible que solo logra aparecer en la superficie poniendo gotitas de jugo de limón y fuego. Yo me preguntaba por qué nos estaban mostrando todo eso.


En otro sector, había personas vestidas con largos sobretodos y otras que cantaban Britney Spears con una guitarra criolla. En un momento advertimos la presencia de un sótano, descubrimiento que hacía renacer la adrenalina en mi sistema, estimulando la fibra de mi nueva y creciente obsesión por Patricia. Deseaba descender al recinto húmedo bajo tierra con Patri. Ese deseo era una combinación de varias cosas, un deseo esperpéntico, mezcla de curiosidad cerebral, instinto y ternura de corazón por mi amiga. Yo sentía sinceramente. Una fuerza tremenda se expresaba en mí a la vez que la sinceridad me aplastaba como un gusanito. Destellos de grandeza y chiquitez en la batahola de mis pensamientos.


Mientras yo estaba absorta en mis pensamientos, alterados por el consumo de alcohol, Patricia había logrado abrir la puerta del sótano. Su cuerpo se movía a contraluz, detrás del delgado velo de una cortina ámbar teñida por las cálidas y diabólicas llamas de las velas. Como un alma que desciende a los infiernos, lista para ser torturada por sus pecados, la sombra se perdió en las profundidades.


Seguí el perfume de Patricia que se había impregnado en todas las moléculas de oxígeno y con cada respiración sentía que se metía adentro de mi cuerpo, su olor se fundía con la sangre y marchaba a toda velocidad inundando mis órganos. Aunque todavía no lograba encontrarla, una parte de Patricia ya estaba en mi corazón, en mi estómago y en mi cerebro.


El sótano estaba iluminado por un foquito de luz al que no le quedaban muchas horas de vida y los límites del espacio permanecían tan difusos que más allá de la luz se proyectaba el infinito. Sobre unas cajas de madera se apoyaba un espejo que reflejaba la oscuridad indefinida como si se tratara de un agujero negro que atraía mi mirada.


Jennifer… Jennifer… desde las sombras la voz de Patricia me llamaba en voz baja como si quisiera contarme un secreto. Su figura se dibujaba de a poco en el espejo a medida que pasaba por debajo de la tenue fuente de iluminación. Sus ojos brillaban con una luz propia, como los de una felina en medio de la noche.


Los pelos de mi cola se erizaban y comencé a segregar chorros de saliva que caían al piso mientras miraba fijamente su reflejo. Patricia continuó hablándome mientras se acomodaba su pelo detrás de las orejas —no te acerques tanto a los espejos, no sabemos qué hay del otro lado.


Esas fueron las últimas palabras a las que pude prestar atención, estaba completamente poseída por su sensualidad. Como un animal salvaje me abalancé sobre ella con un salto eléctrico que la tiró al piso. Comencé a arrancarle la ropa con las manos como si fuera el envoltorio de un regalo. Hundí mis dientes en el cuello de Patricia y mastiqué su carne sin reparar en los gritos de dolor. En pocos segundos su cuerpo estaba completamente teñido de color escarlata y la sangre chorreaba sobre ella desde mis afilados colmillos caninos.


Vi mi rostro en el espejo y no me reconocí, los ojos gigantes parecían dos lunas empañadas anunciando la lluvia. Apenas pude llorar. Mi cuerpo satisfecho estaba entre caliente y tibio como si hubiera dado giros danzantes alrededor de un lejano planeta de azufre. Mi espíritu superpoblado merecía como mínimo ir preso y a mi mente no le interesaban demasiadas cosas en aquel momento, salvo la más importante: salir de ese lugar cuanto antes. Di un salto ardillesco y salí, primero por la pequeña puerta del sótano y luego por la gran puerta, sin ningún plan, con el corazón en la mano brotando en preguntas.


Afuera no quedaba ni un alma. Caminé por la vereda con pasos alargados y nerviosos e inmediatamente comencé a correr. Pero sí había alguien ahí, una sola persona, escabulléndose entre los árboles, la misma persona que había visto en el café que me miraba amenazante: el espía.


Corrí como se corre una sola vez en la vida y el espía corría detrás de mí. Éramos más veloces que la luz de las estrellas y que los autos apurados en la avenida Corrientes. Sabía que si seguía corriendo por las calles, el espía me alcanzaría. No tenía idea lo que él quería de mí pero era claro que yo le interesaba. Mi velocidad era tal que tomé mucha ventaja, hasta podría haberme detenido a esconder mis pertenencias de valor en una alcantarilla, pero no tenía nada, solo mi teléfono y la tarjeta del Laboratorio de Biotecnología Animal que le había robado a Patricia.


Vi un edificio en construcción y corrí hasta él. Comencé a trepar por sus paredes grises y ásperas a la cal. Trepé varios metros sin mirar hacia abajo por si acaso me convertía en una estatua de sal como en las historias bíblicas de huidas. Trepé con la ayuda de mi cola y mis manos, que se aferraban a la pared como piolets afilados. Parecía una montañista experta avanzando cuesta arriba hacia la cima de los Andes, mientras las palomas sobrevolaban la ciudad como águilas acechantes.


Corrí por los techos escapando como en las películas de acción. La brisa de la noche me confería su aliento. Había perdido de vista al espía pero no me podía detener, sin vacilar avanzaba en las alturas como si pudiera alcanzar la luna. Por un momento parecía que solo estábamos la luna y yo esa noche, todxs lxs demás estaban dormidxs. Pasaba de un techo a otro con el poder de mi cola que comenzaba a tener inteligencia de ala y de antena. Mi corazón latía acelerado. Si hubiera un dibujo de eso sería una fina línea zigzagueante sin pausas ni interrupciones.


Zzzz… zzz… zzz comenzó a vibrar el teléfono en mi bolsillo y con él temblaba todo mi cuerpo, incluso mi voz. Cansada de escapar atendí a los gritos la llamada del número desconocido —Basta! Déjenme en paz!. La respuesta se demoró algunos segundos como el sonido de un trueno después del relámpago —No hay un lugar a donde ir, cómo los astros que giran predestinados sólo tengo que fijarme la hora y el día para saber en donde encontrarte. Me quedé inmóvil al igual que la mayoría de los objetos que se encuentran en este planeta, de alguna manera entendí que tenía razón, sin embargo todavía no sabía por qué me estaban buscando y ya no tenía temor de averiguarlo —¿Qué quieren de mi? La voz del teléfono comenzó a reírse y me dijo — tenes mi número anotado en la tarjeta que te robaste, cuando estés preparada llámame. Se hizo un silencio y antes de cortar volvió a hablarme como si quisiera que me vaya a dormir tranquila —No te preocupes por Patricia, ella está bien.


Lxs chicxs del Vómito bajaron al sótano para guardar un cajón de botellas vacías que ya habían cumplido con dignidad su función de animar la fiesta y ahora no guardaban más valor que el de un envase vacío. La luz de la mañana que ingresaba por la puerta delimitaba con claridad el espacio subterráneo que anoche parecía infinito. En la pared frontal había una biblioteca de madera estilo Hamilton que guardaba algunos libros antiguos de tapas azules y letras doradas, botellas de vino y velas. El resto de las paredes estaban cubiertas de cajas de embalaje y sobre una de ellas se apoyaba el espejo de reflejos siniestros, lo sorprendente era que no había ningún rastro del cuerpo de Patricia. Nadie se había enterado lo que había sucedido esa noche, sin contar a la misteriosa voz del teléfono.






Imágenes: Ignacio Barsaglini

Comments


RECENT POST
bottom of page