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Agustina Vizcarra

Nicanor Aráoz y el cuarto mundo


Sobre Sueño Sólido. de Nicanor Aráoz con curaduría de Lucrecia Palacios en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.

El cuarto mundo es un concepto del músico y compositor Jon Hassell que intenta describir los ensayos sonoros que encausó a partir de los años ochenta para unificar dos esferas, en apariencia, contrapuestas: el mundo electrónico high-tech y el universo de lo étnico. Mientras etnomusicólogxs intentaban retener con verosimilitud cada música del mundo y el resto miraba con asombro los avances de la electricidad, Hassell y Brian Eno intentaron resolver esa tensión. En 1980, la dupla editó Fourth World, Vol. 1: Possible Musics.

Fiel al estilo de numerar, como Eno ya había hecho con el conocidísimo Ambient 1: Music for Airports -de alguna forma adjudicándose ser el pionero- este disco implicaba una volición descontracturada de pluralizar y abrir el juego. Juntos reconocieron que el futuro era inabarcable pero no por eso iban a dejar de imaginar sus posibles ecos. A partir de este disco, muchas otras músicas (en plural) se hicieron posibles. Podrían existir otros vol., distintos, compilatorios, parecidos, refinados, con otros instrumentos en vez de una trompeta. Con mucho tino, este hábil dúo prefiguraba de una vez y para siempre la indeterminación de lo posible en materia sonora.


Los años ochenta sin dudas fueron los años de la world music, el new age pero también del synth pop. Entre yoguis y yuppies, lo que había en común era precisamente que la música que escuchaban era sintetizada electrónicamente. La síntesis electrónica floreció a tal punto, que los sintetizadores tuvieron tanto amantes como detractores. Por un lado, músicos tradicionales creaban guidelines que limitaban su uso, demostrando cierta aversión hacia el futuro y en el otro extremo del arco, nerds criados en el do it yourself, se obstinaban en soldar tantas plaquetas como fuera posible sin quedarse ciegos. En el medio, Gary Newman.


La música de esos años corrió a la par de los nuevos productos tecnológicos que ponían a disposición grandes empresas como Akai o Roland por sólo nombrar a algunas. Sintetizadores y cajas de ritmo se hicieron asequibles y más fáciles de programar. La aceleración era tal, que muy rápidamente la tecnología que no triunfaba en el mercado, quedaba en desuso, y algunas máquinas de ritmo, que habían sido creadas para acompañar a cantautores, en pocos años se convertían en juguetes olvidados en una tienda de empeños. No era inusual que pasaran de mano en mano entre productores y en ese pasamanos las máquinas cobraron una dimensión excéntrica.

Excéntrica en tanto descentrada, periférica, porque el cuarto mundo de Hassell indirectamente remite a las categorías económicas nortecéntricas, cuando todavía se utilizaban los términos primer mundo o tercer mundo, (este último hoy reemplazado por el eufemismo diplomáticamente correcto de “en vías de desarrollo”). Pero nosotros sumamos el sentido de excéntrico como algo raro, ya que la manipulación de las máquinas y sintetizadores no era la convencional o la más esperada. Podemos nombrar algunos focos geograficos en donde se desarrolló el uso de estas máquinas y sintetizadores de formas innovadoras como la nueva Nueva York más ghetto, las ciudades semi abandonadas de Chicago o Detroit o bien zonas post industriales en Inglaterra como Londres, Sheffield o Manchester e incluso la alejada Buenos Aires, en donde estos recursos fueron los privilegiados para producir música para la juventud. Juventudes de lo más variopintas: ex punks, darkies, maricas, afroamericanxs, raperxs, house lovers, technoheads, ravers imprimieron en la historia de la música no sólo una innovación en términos estilísticos, sino la firme idea de que no podía disociarse música y ethos.


Nicanor Aráoz, como citando a Jeremy Deller, planta una rockola al final de su exposición. Allí narra en casi 100 discos, algo así como la historia de la rave. Intuye gran parte del recorrido, ya que debe conformarse con lo que encuentra en el mercado local. La rockola exuda algo de ensueño, como si fuera construida a partir de ciertos slogans que en general no distan demasiado del pacifismo sesentero y el refritado pacifismo anarcopunk post ‘76. Revolution in progress (mal llamado rave in peace), nombre de uno de los primeros espacios ravers en UK, puede que condense el motto que coloreó el espíritu de las grandes fiestas electrónicas que ocurrieron entre el 87 y el 93. Esta nueva ola de paz, amor y camisetas teñidas había cambiado el ácido lisérgico de los 60’s por las drogas sintéticas para alcanzar la unión entre desconocidos: MDMA para compartir. Bailar en trance ritual, tocarse, abrazarse o besarse durante largas horas.

Este vuelco hacia lo comunal y colectivo, ponía el foco de la fiesta en los procesos de desindividuación y socialización de las prácticas del disfrute y el placer. Este giro hedonista y neoprimitivo puede que haya sido más político que lo que suele pensarse. Es cierto que la rave fue un fenómeno extremadamente popular y que, por lo tanto, se bastardeó con cierta facilidad. Pero es importante retener que redireccionar la energía hacia el placer, indirectamente promovía la evasión de la ley y, en suma, la resistencia a que los cuerpos sean gobernados. Las raves eran espacios ciento por ciento ilegales, en donde se congregaban miles de personas, práctica que hoy sería casi imposible dentro de los estados policiales que habitamos. No porque antes no lo hayan sido, más bien todo lo contrario, sino porque hoy la tecnología de la que disponen los entes de control haría francamente imposible lograr el alcance cuantitativo que tuvieron estas experiencias.


Tanto el acid house y el techno, como el ambient que salió a aportar la serenidad necesaria para bajar de los estados alterados de consciencia, se ha debatido, en una suerte de pingpong infinito, en estos polos del 4to mundo hasseliano. Simon Reynolds, autor que ha narrado la historia de la rave en su Energy Flash, asocia este cuarto mundo de Jon Hassell con el grupo electrónico de Manchester, 808 state. Los define como habitantes de ese nuevo mundo. 808 state – proyecto recurrente en la rockola de Aráoz hace invocaciones de la música tiki de polinesia, sumando los clásicos samples de pajaritos para surfear el bajadón o la ida al after, mientras las enérgicas baterías bailables repiquetean aún, sintetizado casi hegelianamente esa dialéctica futuro/primitivo que para muchos parecía irresoluble. Si 808 state son habitantes de ese mundo, no puedo sino preguntarme por la geografía de ese extraño lugar imaginado. Aráoz arriesga un posible paisaje como respuesta.


Luego de atravesar un jardín Noguchi sintético, algo así como una boîte con la luz prendida le escuché decir a I.R , tornados de látex, escaparates poliuretánicos, y luces de neón, nos encontramos con un monstruo alado y plástico que abraza una rockola Rowe. En Argentina, las pocas rockolas que aún existen en algún bar, resisten al paso del tiempo gracias a la idea de hit. Albergan aquello que ya sabemos que vamos a encontrar, que place a las multitudes y que será funcionalmente idóneo para cualquiersituación de antro nocturno. Las que no fueron convertidas a MP3 y en las que persiste el CD, quedaron ancladas en los noventas, reflejando cierto modus vivendi menemista. Este modelo de rockola suele tener un botón que dice “popular” que, al apretarlo, pone en marcha y dispara lo más escuchado. Estos aparatos que se programan con código binario revelan casi como predecesores, que allá en los 90s no estábamos tan lejos de como hoy funcionan los algoritmos de youtube. Si bien es fácil pensar que esta entrega desmedida hacia lo popular es criticable por su demagogia, Aráoz enfatiza que la rockola socializa el lugar del selector. Así como en las artes visuales se había descubierto en los sesentas que cualquiera podía ser artista, en los noventas, casi cualquiera podía ser productor o dj.


La rockola desustancializa al disc jockey como sujeto único y lo hace ensalzando las posibilidades inagotables de la máquina. Hay djs personas, pero también hay dj-máquina. Estos aparatos incluyen un modo random, que después de “X” tiempo de silencio, elige canciones al azar cuando nadie está poniendo música. Es a través de la programación aleatoria que la rockola se reivindica y nos devuelve algo de sorpresa, acercándose tímidamente a generar algo de esa sensación de precipicio que tiene un coleccionista cuando se aventura a lo desconocido.


Nicanor Aráoz puso al servicio su afectivo digging de música electrónica, entregándonos su colección personal que explora principalmente los fines de los ochentas, noventas y 2000s. Este recorrido de alguna forma, deja entrever las oposiciones hasselianas a las que hicimos referencia antes. Este cuarto mundo lo vinculamos menos al surrealismo como sugiere el nombre de la exposición, y más a un mundo flotante, matérico, en donde vive un hi-fi de otro tiempo, como un escenario de videojuego. Frente a la escala monumental de las esculturas, la escala doméstica de las tapas de los discos seguramente sea nuestra guía. Casi con certeza, elegiremos qué escuchar guiados por ese magnetismo de una tapita de papel con aliens de Eat static. O quizás busquemos algún clásico house detroit de los ochentas como Big Fun de Inner City. El ambient se mezcla con el hardcore techno más rápido. IDM, trance, house, completan las bateas. Pequeñas reliquias en cd se pavonean ocultas dentro de la máquina. Escuchamos los cambios, y el tiempo físico real que le toma al brazo mecánico pasar de un CD a otro. No existe la inmediatez del MP3.


Hay también espera y silencio. Como en un deambulatorio budista. Luego de un rato, y para diversión del guardia de sala, la rockola fantásmica comienza a sonar otra vez. El vigor del sonido invade toda la sala y baña de ondas imperceptibles al resto de las esculturas. Las posibilidades musicales son abundantes por no decir infinitas. Otra vez traemos a colación el “musics” en plural del disco de Hassell/Eno. Y depende de que esté sonando, la impresión que nos llevaremos de esta exposición. La rockola de Aráoz explora territorios sonoros muy diversos. El ambient de The orb transfiere algo de esa actitud dub que pareciera invitarnos a flotar como si fuéramos una nube esponjosa, reforzando el paisaje tormentoso. El ambient no deja de renovar la discusión sobre la música de fondo. ¿Acaso pueden estos discos oficiar simplemente de background sonoro a una serie de esculturas monumentales? ¿De qué forma la música no es en sí misma ya el ambiente? No hay que perder de vista que la rave no puede escindirse del paisaje porque es ella misma cien por ciento espacio exterior. Verdes campiñas o UFOS, da igual. Pero está ahí afuera.


La rockola de Aráoz finalmente inventa un quinto, sexto, séptimo mundo, a veces más vinculado al momento en que la rave devino club, sótano estroboscópico. La experiencia del sonido físico le interesa, ese sonido aturdidor que hace vibrar las vísceras. Este costado duro tiene a figuras como Luke Slater o C.J.Bolland para golpearnos con sonidos con los que podemos imaginarnos a la motocross en movimiento. Jeff Mills nos arranca de las profundidades de un jardín que se torna calabozo y en donde las cadenas de luces de neón que primero fueron Dungeons and Dragons, trasmutan en los barrotes de la cabina jaula del mítico berlinés Tresor.


Esta imposibilidad de que ciertas sonoridades puedan quedar en segundo plano reconvierte el espacio en discoteca. La discoteca es la celebración del baile, pero también de la potencia del sonido. Arriesgo para concluir y para intentar responder algo sobre la “música de fondo” que ciertamente no es de fondo en esta exposición. El lugar central que tiene el sonido en esta mega-instalación nos hace pensar que es imposible que algo de lo que está en la rockola devenga Muzak. Ocupa mucho espacio, demasiado espacio físico. Sus decibeles, su capacidad frenética, la repetición que renueva el trance y especialmente la utopía que parece propulsar, difícilmente puedan ser ignorados. Al menos no por aquellxs que han visto a los ojos al sonido, bailado durante un tornado y escuchado, silenciosa, la vibración de las paredes de un sótano de concreto.



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