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Hernán Borisonik

Hashtag: hashtag


¿A quién le hablamos en Internet? Por lo menos desde el establecimiento de las religiones, hubo un encauzamiento del deseo de expresión individual que, de algún modo, fue consumada en el acto de la confesión cristiana. Luego, con la llegada del protestantismo y de la Modernidad, eso tomó una forma mucho más accesible, porque la experiencia del contacto con la divinidad pasó a ser pensada como personal, fuera de la mediación de cualquier escucha humana. A partir de ahí, se pueden pensar una serie de tecnologías de la autoexpresión que van del soliloquio al psicoanálisis, pero que los avances de Internet vinieron a perfeccionar hasta el punto de poder ya ser considerados un salto cualitativo. Dejar un rastro en una red social (desde un manifiesto hasta un like) es asumido subjetivamente como una forma de la propia expresión, una marca en el mundo. El decir es confundido con el ser escuchadx. Por eso, la recepción de los demás (y con eso la comunicación in toto) queda en un segundo plano.


La ilusión que hoy nos ofrece la tecnología es similar a la que hizo tan atractivo al mercado: la de una utópica sociedad autorregulada. Y, al igual que entonces, la inmaterial y automática mecanicidad salvífica de la técnica intenta (y, evidentemente, logra) opacar el sufrimiento y la inequidad que la sustentan. Pero esta disposición viene junto con una monstruosa clasificación, jerarquización y control sobre enormes partes de la población mundial.


Como proceso simultáneo, hay una fuerte tendencia a esconder lo continuo, lo imponderable. Esto

-pienso- pasa principalmente porque aquello que no tiene nombre o categoría escapa al ímpetu por ordenar y catalogar que caracteriza a la comunicación binaria virtual, la cual pretende un triunfo definitivo sobre lo borroso y mezclado. Lo digital es el punto máximo de lo discontinuo. Y como de algún modo la nueva organización planetaria tiene que ver con la digitalización de la experiencia vital, hace ya varios años que estamos adaptando nuestro lenguaje y pensamiento a una forma simplificada que puedan interpretar los algoritmos. Una herramienta central en ese proceso vienen siendo los hashtags, esos marcadores que les dicen a los algoritmos dónde está el acento de lo que estamos tratando de “comunicar” para que ellos, a su vez, nos puedan brindar, como compensación, anuncios publicitarios que se ajusten de manera más eficiente a nuestras personalidades encasilladas.


Lo digital se nos presenta como etéreo pulcro e incorporal, pero es físico, ocupa espacio; de eso nos damos cuenta si nos preguntamos por un instante por las condiciones necesarias para que existan el wifi, los teléfonos celulares o las fotografías digitales. Pese a su discurso moral ecológico y a una estética limpia y sintética, las empresas que representan los mayores avances en “Inteligencia artificial” no pueden ocultar el descomunal gasto energético y material que conlleva “enseñarle” algo a una computadora. Y otro tanto puede decirse de la suma de cada clic y cada contacto táctil que hacemos con una pantalla y las consecuentes horas de enchufado de todos los aparatos.


Como sea, parece necio no ver que la humanidad está construyendo un mundo a la medida de las máquinas. Los data & fulfillment centers, por ejemplo, son espacios diseñados para ayudar al movimiento robótico, del mismo modo que los hashtags son herramientas semánticas que sólo tienen sentido en un mundo en el que la enorme mayoría de los seres humanos son pensados como animales a manipular para que un puñado de personas obtengan beneficios. La espacialidad actual está hecha a la medida del mercado, no de los usuarios; no resuelve nuestra vida, simplemente la moldea a través de la territorializacion totalizante de los intereses privados que fragmentan la topología y la llenan de zonas de exclusión.


A diferencia de otros regímenes de intercambio, repletos de metáforas, parábolas, alusiones y sutilezas, la forma de la verdad que persigue el sujeto contemporáneo es formal, individual y fuera de contexto. Google y los otros grandes actores de virtualidad presuponen, codifican y desarticulan al lenguaje en un número de palabras individuales, liberadas de sus ya antiguas -parafraseando a Boris Groys- funciones gramaticales. Internet toma a cada término como algo suelto, del mismo modo que el liberalismo supone a cada sujeto como un ente abstracto, portador de derechos, átomo valorativamente neutral, jurídicamente igual y sin historia (es decir, sin condicionamientos previos como la gramática o la distribución de las riquezas).


Pero además, en las redes el movimiento verbal está sometido a la vigilancia y al gobierno de instancias que detentan el poder de preseleccionar y priorizar los contextos y trayectorias posibles de cada término. En estas condiciones, lxs usuarixs no pueden diferenciarse entre quienes se inquietan y quienes se complacen por las relaciones de poder allí expresadas, ni mucho menos entre “mejores” y “peores”. Cada cual realiza una ruta que tiene el mismo valor que la siguiente y la anterior, pues todas coinciden en su predeterminación, es decir, ninguna posee la capacidad de ser singular ni, mucho menos, de representar una afrenta al orden de las cosas.


Los hashtags que se usan actualmente difieren de las etiquetas de cualquier otro sistema anterior en un punto esencial: no son usados con la voluntad de indexar mensajes para su posterior recuperación. Su uso no es organizativo sino directivo, la intención es filtrar y dirigir el contenido para que aparezca en ciertas áreas de la web. Eso se ve muy claramente con las consignas inventadas para ser repetidas, que son divulgadas desde centros publicitarios o gubernamentales (#TapateLaBoca, #QuedateEnCasa) a raíz de temas emergentes que luego desaparecen.


Así, la lengua pasa a ser la suma de todas las combinaciones posibles entre todas las palabras y no una entidad que obra con ciertas reglas dinámicas. Si la gramática era el modo de crear una jerarquía y una serie de condiciones para las relaciones entre los vocablos, ahora encontramos un espacio que puede articularse y desarticularse tantas veces como combinaciones sintácticas existan. Es posible, entonces, que la fuerza que poseen hoy los hashtags se deba a que son prácticamente los únicos rastros de organización de sentido que pueden hallarse en el universo virtual.


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