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  • Juan Laxagueborde

Algunas formas sociales del arte en Buenos Aires


En los últimos meses vi algunas muestras y obras que me resultaron llamativas como para pensar ciertas formas sociales. Son trabajos de Marisa Rubio, Cecilia Closa, Carrie Bencardino y Alfredo Dufour. Escribo esto bajo los efectos de esa inercia.



¿Definición de forma social?


Todo participa de una forma social, es inevitable. No hay manera de no estar atrapados en la estructura de algún dominio social. Más o menos libres, más o menos tristes, más o menos aburridxs, más o menos entusiasmadxs, la forma social es una condición necesaria.


Teóricxs y criticxs de distinta calaña conversan alrededor del concepto de forma social desde hace más de cien años. Uno de los primeros fue el alemán George Simmel, cuando analizó el asa de una taza como algo estético y útil a la vez: la forma social asa. Útil para no quemarse y estética para distinguirse de otras asas que tenían la misma utilidad. El asa es el costado de la taza que se contacta con la realidad y es también el ribete que la hace más linda o fea que otras.


La forma social muchas veces es difícil de fijar porque no se nota naturalmente, es una construcción porfiada de quien interpreta lo que pasa, una forma de pensar adentro de alguna estructura. Está después de la vida de las personas y a la vez condiciona esa misma vida. Una forma social no está nunca fija. Es un concepto que siempre se integra a un aspecto de lo viviente: la forma social del baile, la forma social de la ropa invernal, la forma social de la frivolidad, la forma social de las reuniones familiares, la forma social de la militancia. Una forma social es siempre movediza y estructural, pulsional y organizada, estrafalaria y previsible.

Me parece que en estos casos las respuestas a lo social a partir de formas artísticas tienen un componente táctico, cuando táctico quiere decir conciente de la relatividad del arte y sus sistemas, pero también de lo que pasa permanentemente en la vida cotidiana. Las obras responden deformando cosas que pasan y las resisten o matizan. Estas obras son tácticas porque no son obvias, porque no vienen de una moral del arte.


Las muestras de las que hablo son formas sociales contra la inquisición del lado inerte del arte contemporáneo. Se agrupan en la tradición de hacer aparecer “lo social” de distintas maneras, pero siempre con rasgos corridos de lo social normalizado. Propongo una forma social según cada caso.



Marisa Rubio: la forma social de la espera.


El día de la inauguración de la última muestra de Marisa Rubio en la galería Mite sucedió algo extraño. Una especie de espera que hacía que la antesala de la propia muestra sea la escenografía de cierto cansancio de lxs que esperábamos. Lo más importante es que no pude darme cuenta si esa espera estaba armada o fue casualidad, producto del tumulto. Como la sala era chica, vericuetosa y tenía circulación reducida, había que anotarse en una lista y esperar en el patio. Al principio era ameno, pero pasados veinte minutos ya iba haciéndose medio embolante. Hacía calor, se terminaban el vino y las conversaciones casuales. De a poco entraban lxs alistadxs y después de dos horas recién tuve mi turno. Esa expectativa, mechada con cierta queja no dicha, era el caldo tibio del espectador adormilado por la tardecita. Toda esa tensión se resolvía para el lado bueno ni bien se entraba. La espera funcionó como ariete de la muestra de 2019 de Rubio, en la que representó, justamente, una “Sala de espera” en torno a un consultorio privado. Lo que pasa es que aquella vez eso era un adentro y esta vez fue un afuera.


La más reciente se llamó La Conciencia A Merced de las Corrientes de Aire y dejó colgando un tendal de observaciones que me permito apuntar. Leyéndolo ahora de lejos, el título supone que lxs artistas y espectadores somos un papelito al viento de fenómenos que no dominamos. Estar “a merced” parece ser la oportunidad de dejarse llevar por el tiempo santo de las casualidades, aunque terminen en vacuidades o fastidios. Pero a veces terminan en pensamientos corridos de lo pensado hasta ahí. Marisa siempre logra eso. Al borde de la simpleza me pone a chocar contra el antónimo de la simpleza. ¿Que sería qué? la complejidad de la conciencia carajeando con su propia estupidez. Algo de mi Yo contra mi estupidez, el estúpido contra lo que quiere liberarse del estúpido.


Marisa logra como ella sola una indefinición entre paranoia y performance. En muchos de sus trabajos el límite, cuando no está corrido, no está. Hablo del límite entre lo que sucede en “la realidad” y lo que pasa gracias (o a través) del propósito artístico. Que no sepamos si esa larga espera fue pensada o no, demuestra que la paranoia puede ser verdad, pero también que pueden existir los tumultos. Siempre con la obra de Marisa suceden preguntas del tipo ¿Para esto lo hizo?’¿Lo hace a propósito?¿Mi corazón exagera o me creí todo?¿Es la quintaesencia de la mentira o el punto más alto del embrujo del arte contemporáneo porteño?


Todo puede ser parte de su obra, como los dos borrachines que andaban por ahí, que son parte de un grupo de personas que va a inauguraciones de muestras a tomar alcohol gratis. El punto es que no sabemos si estaban de casualidad dando charla a lxs espectadores o si habían sido convocados por la artista. Esto es un ejemplo sobre una gran pregunta contemporánea: ¿qué es de afuera y qué de adentro?


Esto sucedía sin haber entrado aún a la muestra, a lo material de la muestra mejor dicho. La sala estaba compuesta de cuatro salas a su vez. 1) El lugar donde tomábamos prestada una linternita de led barata, una especie de hall. 2) La sala de los dibujos, estrecha como los dibujos, hechos con lapicera roja con líneas simplonas, casi como viñetas, que generalmente narraban escenas de tipo eventisticas o festejantes. 3) La sala de las bailarinas, una serie de esculturas en miniatura de unx o varixs personajxs, en gamas de azul. Todo hecho con envoltorio metalizado de bombones, coronado por un barquito de papel de Marroc 4) Este espacio era la piedra de toque. A diferencia de las anteriores no apostaba a la miniatura sino que el techo y los movimientos permitían ser “normales”. Nos esperaban unas mellizas que nos hablaban y nos preguntaban sobre arte, historia y erudiciones en general. Finalmente un bartender enmascarado nos servía un trago a elección. Los tragos son una recurrencia reciente en la obra de Marisa.


La espera, lo social de la espera, tenía una especie de premio, un símbolo festivo, como premio al sacrificio, como souvenir para el espectador que atravesó la paciencia.



Cecilia Closa: la forma social de qué hacer con los restos nacionales.


La muestra de Cecilia Closa en El Dije, Espeupento Latino, estuvo regida por una trama que me cuesta decir en el discurso de un texto escrito. Tenía algo de absurdo, bastante de antropología y una aureola de drama llano. Una serie de momentos que acunaban otros, como el nido de pelos con una cajita con cositas adentro. Compartimentos sobre compartimentos, contenciones sobre contenciones, en una espiral de chucherías, reliquias cotidianas y emblemas. Del resumen y la explosión de todo esto, superpuestos, formando un sentido que los trascendía, estaba en gran parte armada la muestra. Porque incluso la zona de los dibujos volvía improbable el sentido de narración autónoma y me invitaba a pensar las escalas, el peso de los signos en la muestra, la relación entre ellos.Estos elementos desperdigados que ella recolecta mediaban entre lo universal del mundo y lo particular de una nación. Eran restos urbanos para pensar que la ciudad está sobre un pedazo de tierra, que las ciudades quedan en un lugar y que el lugar, en el fondo, no tiene nombre. Los países, por ejemplo, portan en el nombre una mezcla de conflictos y casualidades que no garantizan su perdurabilidad.


Las capas o miniaturas de miniaturas, el juego con la escala y el efecto de objetos sobre objetos, de puntos sobre puntos, resaltaba sobre todo en dos obras muy distintas, para mí señeras. Por un lado, la pintura fucsia-naranja-celeste, con cada uno de los colores degradados en el otro, una suerte hongo de bomba nuclear mínimo, casi psicodélico y en paz, enmarcado, por donde la muestra respiraba como una ventana que regala armonía después de haber visto las tensiones lo demás.


Por el otro, su compañera más robusta. Es que esa tensión tenía su punctum en la otra obra que quiero remarcar: el tupper con la yerba, la escarapela y los huesos sobre la tela doméstica de un repasador que se parecía a un telar gauchesco rojo y blanco. Esa obra opaca hacía brillar la sala como un prodigio sin esfuerzo. No unx niñx prodigio, algo más importante. Un prodigio en sí, un objeto artístico que reúne la sorpresa y regula la atención, nos lleva de las narices y nos delira .Estoy entre lxs que se conmocionó por la arqueología austera del objeto, porque no tenía razón de ser y sin embargo caía con todo su peso contra mí, como el espectador inane de algo que me demostraba su estatuto denso. El objeto se recargaba de acción frente a mí, me dejaba inerte sin saber qué decir, más que aclarar para mi mismo que tenía que habilitar la inseguridad. Que tenía que pensar la escarapela que coronaba todo el sistema de la obra, como un acercamiento más hacia el arte nacional que lo es sin refrendar nada, sin necesidad de exagerar aspectos ni de ubicarse fijo en un discurso. El solo hecho de la presencia de la escarapela permitia que nos preguntáramos algo sobre el país, lo que sea. Pero ese tipo de emblemas puesto en una muestra de esta características nunca pasan desapercibidos. Risa o lamento, superficialidad o peso: siempre se las arreglan para causar efectos.


Esta obra y la muestra en general de Cecilia, permite pensar el arte nacional por su capacidad regenerativa y paródica, porque la parodia reubica cualquier política en su lugar: la de ser pasajera. El arte siempre se queda esperando “las esencias”. La nación es una esencia pero es también un punto de conflicto por definirla. Hay momentos, hay obras, en donde el arte logra deformar las esencias para hacer de ellas un resto con el que hacer otra cosa. Para resistir las repeticiones de las esencias. Me parece que Cecilia es un ejemplo de eso. Cualquier forma está, en Closa, hecha de todo lo que deja afuera, y en esta aparente contradicción está la novedad de su obra. Me hace acordar a esa frase de Tamara Kamenszain;: “nada que entender, salvo la entendera misma”. Pero no entender no significa dejar de decir. Cecilia dice mucho porque da lugar a las totalidades hechas de caos, a lo particular bailando con lo universal, como la pintura de la pata de gallo en tensión con los dibujos de personajitos irrisorios en cualquiera.


Esperpento quiere decir deforme, impresentable, exagerado, desubicado. Para Closa sus junturas esperpénticas son también “lo latino”, compuesto de ciclos históricos, guerras, naciones, imperios y lenguajes diversos de un par de continentes durante más de 20 siglos. No dice latinoamericano, dice latino. Para Cecilia lo latino tiene una característica: no es un esperpento, sino un “espeupento”. Parecen decir lo mismo pero los diferencia una forma de decir, ladeada, imperfecta por suerte, que se descubre en las obras.


Es una ética del cirujeo conciente a medias del territorio, casi resignada a juntar para saber, sabiendo que siempre hay algo más, un resto olvidado que también hace a la forma social de una nación, con su escarapela y sus bebidas tradicionales, expuestas a la burla pero permanentes en el tiempo. Es parte de un método exploratorio que puede verse en varixs artistas actuales y que me interesa por la manera en que se resiste a la parte febril y desarrollista del arte contemporáneo.




Carrie Bencardino y Alfredo Dufour: apunte sobre la forma social del encuentro y la de lxs ídolos.


En la última edición de la feria Arteba, entre las acciones bajo la autopista curadas por el artista Diego Bianchi, me llamó la atención la ocurrencia performática de Carrie Bencardino. Era muy simple: detrás de un vidrio, adentro de una especie de localcito de durlock de dos por dos, alrededor de una mesa de plástico de jardín con sus respectivas sillas y nada más, veíamos a tres hombres, más bien treintañeros largos, fortachones, típicamente “metaleros”: tatuajes, aros, pelo largo, mucho jean. Hacían algo habitual: tomaban cerveza y pasaban el rato charlando. Lxs espectadorxs éramos testigos de la charla desde afuera. No se escuchaba lo que se decían y algo agarrábamos a través de sus gestos. Casi como una pecera de radio o una cámara gesell. Las personas pasaban, miraban un rato, se iban y ellos permanecían.


Cuenta Carrie que “esta obra al principio se iba a llamar Conversación, después Algunas charlas duran lo que dura el vaso lleno. Finalmente se llamó Birra, porque resume todo, el tiempo particular que corre mientras se comparte un escabio, lo intrascendente (o no jeje) de una charla borracha, el tiempo inútil que es una batalla ganada en este mundo basura… todo eso”.


Hay poco que agregar a esta definición tan precisa y abierta que da la artista. Solo quería decir que lo que más me interesó de esta escena, que duraba horas, como un plano secuencia de la realidad, era la idea misma de encuentro. Carrie pudo materializar la forma social del encuentro y con el solo hecho de presentarla la transformó en un objeto lleno de preguntas sobre las bases de la sociabilidad, la amistad y el vaivén charleta de cualquier argentinx. Los muchachos tomaban cerveza Quilmes y no es menor la elección. No solo porque es la cerveza central de aquellos noventa donde reinaban Hermética y sus desprendimientos en Malón y Almafuerte, sino porque esa misma cerveza tuvo un slogan inolvidable, marcado a fuego en lxs argentinxs: “el sabor del encuentro”. La frase se le ocurrió a Fogwill, que era sociólogo y escritor, pero también propietario de una agencia de publicidad, la misma que hizo los chistes de los chicles Bazooka, por caso. Pensaba que todo lo que decían los performers, lo que no se escuchaba, podía ser parte de alguna novela de Fogwill, tan preocupado siempre por las rispideces materiales del lenguaje, sus entonaciones, la precisión de los vocablos y las jergas hiper específicas de motores, la alienación laboral, psicologías, el mundo financiero, los countries, la Divina Comedia o la ingeniería civil. ¿De qué hablarían, en ese encuentro, los muchachos? La birra hace hablar, no importa de qué, empuja y justifica la charla. Como decía un cocinero famoso: “la gente sale a comer afuera, a donde sea, para charlar mejor”. Me gusta esa idea, porque no importa a dónde. El tema es salir. Que todo esté dado para que haya algo del encuentro que rompa lo social normal, que una conversación nos salve la noche. La lengua se suelta cuando todo está garantizado y es un misterio qué puede pasar con las palabras cuando solo tenemos que hablar sin otra preocupación que el encuentro ameno.



Finalmente quiero recordar la muestra Outlet, de Alfredo Dufour, organizada por el colectivo A La cal, que forman Toti D´Stefano y Ariana Beillis. El stand era en sí mismo un objeto vistoso en medio de una de las ferias “La saladita”, en este caso la que queda sobre la avenida Almirante Brown. No hace falta abarcar todo lo que sucedía en el stand en poco espacio, con pocos objetos, pero reglado por varias dimensiones que se apreciaban desde el vamos. Estaba la tradición pop vuelta manualidad y artesanía, el arte de niñxs a escala de adultos y la relación entre mercado popular de venta de ropa, celulares y obras de arte contemporáneo bajo el sistema de compra-venta habitual. Lo que me gustaría señalar es el trabajo con las idolatrías, que Dufour logra poner patas para arriba. Se notaba de frente al espectador en la obra que pone a Maradona como un personaje de Warhol mezclado con Maryln Monroe, al borde del cliché, o en la de esa especie de Cristo Crucificado cubista hecho con bloques de madera. Pero donde más se entremezclaba la forma social de los ídolos con lxs que idolatran era en la obra de la bandera, la reina plebeya de la muestra, que cruzaba las pasiones del fútbol con las de una República, pero también con el amor por el encuentro (como en Carrie). La bandera era y no era de Boca y de Argentina, y estaba manchada de una manera prolija para dar cuenta de cierta belleza que hay en los excesos habituales de la sobremesa. El sol era la mancha, la mancha era el sol extendido por casi toda la superficie. La bandera parecía un trapo pero también la estampita de una religión que tomaba forma en la muestra. Una devoción al estilo metropolitano, en una feria de ropa como tantas y en el barrio cosmopolita por excelencia. Como una exaltación y un lamento sobre los ídolos en el mismo plano. La bandera era la escena y el detrás de escena era la vida popular, que estaba por omisión activa en lxs paseanderxs de la feria. La forma era la bandera ambigua y lo social las marcas del uso de la bandera.













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