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Irina Garbatzky

La canción sin fin



Recuerdo mi pensamiento detenido. Mi madre, que solía desafinar con solemnidad las canciones de Sui Generis, estaba indignadísima. “Chipi chipi bombón: mirá lo que canta ahora Charly García”. También un amigo, -mi amor personal-, que tocaba la guitarra. “Es una huevada”. No los contradije, pero un domingo recorté del diario una entrevista y un recuadro con la letra. Yo tenía quince años y me pasmó de admiración: “Yo nunca fui a New York/ No sé lo que es París/ Vivo bajo la tierra/ Vivo dentro de mí/ Yo no tengo un espejo/ No tengo un souvenir”. Muchas cosas pensé más tarde, cuando terminé de escuchar el disco entero, absorbida. La hija de la lágrima, disco que salió en 1994, se escuchaba como una larga novela, un poco ridícula o trágica. “La sombra llega y no espera,/ se presenta/ y no te deja opción. / Todo se vuelve madera”. Charly hablaba en primera persona y era una chica; su presente era precario, estaba por desvanecerse. Había momentos de furia y también de contemplación. Panoramas sonoros, cosas rotas, ruidos de calle y de lluvia. Como marca de su conceptualidad, las canciones estaban entretejidas por frases recursivas, algunas voces o palabras. Una malla con inserciones chistosas, como una rumba breve, un cover de rock y otras pavadas. “Chipi chipi” era, de hecho, la cima, el súmum de la pavada; así lo escuchaban los amantes del “contenido” y así lo escucharon las radios, ya que rápidamente fue un hit. Hay dando vueltas en Youtube un video de Charly en el programa de Susana Giménez, en 1995. Charly la invita al piano, ella se sienta junto a él, él le dedicará una canción, canta “Chipi chipi” y la mira. Música y Susana son lo mismo. Susana acompaña con felicidad.


La palabra “chipi-chipi”, le dijo a Daniel Riera por aquel entonces, no significa nada, o mejor, significa la nada misma, una canción de esas “en las que el plagio está bien visto”. Musiquita de manivela: “Esta canción durará por siempre/ por eso mismo yo la hice así”. Más cerca o más lejos del oído, Charly inscribía en La hija de la lágrima la boludez: exageraba y desviaba el dolor de la protagonista, lo volvía tierno y pop. “Chipi chipi” llegaba a un límite, los exultantes escuchas de Charly que lo elevaban por sus letras resistentes y punzantes al poder o a la sociedad no podrían haber sostenido enteramente que en ese tema hubiera únicamente ironía o parodia, o cualquier forma del binarismo que rebajase algo para ocultar un sentido mayor. Se escuchaba eso y un poco más: la musiquita, la ternura, el vacío del pensar. Era todo eso junto lo que nos hacía reír en “Chipi chipi”, sin entender qué nos daba gracia.


Casi diez años antes del disco de Charly, en los finos bordes entre los 80 y los 90, otra chica cantaba las canciones de otra “hija de la lágrima”. Me refiero a Batato Barea y sus covers de Alejandra Pizarnik en una clave igualmente desconcertante y extraña. Qué efecto raro produce ver a Batato en una performance, escucharlo decir a los gritos: “¡Yo ya no existo y lo sé, lo que no sé es qué existe en lugar mío!”. Batato utilizaba elementos mínimos para hacer reír con Pizarnik. En el lugar donde los poemas hablaban de la distancia entre las palabras y las cosas, Batato “ilustraba”, traía al escenario carteles con definiciones de la palabra “asfódelos”, quemaba un papel con una vela para representar una “vela doblegada”, utilizaba un abanico y decía “Vino un viento y arrasó con todo”, dibujaba una piedrita al lado de Araca, su muñequito minimalista de las Historietas obvias y transcribía “Extracción de la piedra de la locura”; lo hacía decir, además, dibujándole un signo de admiración al lado: “Y sobre todo mirar con inocencia, como si no pasara nada, lo cual es cierto”. Algunas definiciones sobre el arte de los ochenta o de los noventa, -particularmente de las movidas provenientes del under-, subrayaron en la parodia una clave, no siempre bien vista y en efecto acusada de light, trivializadora y facilitadora del neoliberalismo. (Las polémicas sobre el arte light o lo light en el arte han sido, evidentemente, muchas, aunque algunos personajes se llevaron más linchamientos que otros: por ejemplo el caso de Emeterio Cerro, de quien el mismísimo Fogwill dijo que su obra era -lo tomo citado en un artículo de Daniel Freidemberg, “la tontería para consumo de café concert de gays”). Y sin embargo, aunque hubiera parodia, -con Tortonese y Urdapilleta se disfrazaban de poetisas que leían en tertulia poemas cursis y malísimos-, el mecanismo de Batato se basaba en la máscara neutra del clown, en una mirada inocente y literal que desbarataba cualquier carácter metaforizante y trágico. Se trataba de otra vía de lectura, munida de una sensibilidad plebeya (el “archivo plebeyo”, diría Sara Bosoer), un canon “obvio”, -la biblioteca modernista de los manuales de escuela-, y un canon queer (lxs autorxs que circularon por entonces en fragmentos de libros prestados y fotocopias, entre ellxs la propia Pizarnik).



Hace poco escribí para la revista Otra Parte sobre Amor total el libro que reúne las obras de las primeras muestras de Fernanda Laguna, también de 1994 y 1995, en el Rojas. En el texto curatorial, que la investigación y el prólogo de Francisco Lemus recupera, Jorge Gumier Maier hablaba, justamente de la diferencia entre la copia paródica o vanguardista y las copias que hacía Laguna, despojadas de ironía y ambiciones kitsch, más bien orientadas a la artesanía o el talismán. La obra de Laguna también había empezado bajo una forma “chipi chipi”, es decir, como obra-signo de la reproducción de cosas tiernas, sensibles y masivas. Como las figuritas, las reproducciones de fotografías de revistas o de tapas de discos. Gumier Maier, en el texto del 94, encontraba en ellas el recuerdo de una academia barrial, donde aprender arte era copiar “frisos, estudios anatómicos, rostros de bebé y ancianos, paisajes tiroleses”. Un impulso democratizador, la absorción casera de distintos motivos del arte popular, la creación de una pequeña fantasía. Un souvenir. Fernanda decía, en la presentación de ese libro y del tercer capítulo de Orgullo y prejuicio, -la muestra que curó Lemus para la galería Nora Fisch-, que pintar las caras de Luis Miguel o de Cristian Castro era una manera de recrear un momento de felicidad y llevarlo consigo, “para tenerlos conmigo”.



Gumier Maier vio entonces, en 1994, que no toda copia respondía a los términos de la parodia -homenaje y el destronamiento, lo alto y lo bajo, lo explícito y lo oculto-, tan repensada y teorizada en los inicios de la posmodernidad. Había algo más que el arte pop estaba habilitando en sus ejercicios de liviandad, en las formas de la sencillez extrema; algo que no apuntaba a un contrasentido mayor que las valide, sino a la construcción de una lengua nimia, lujosa para expresar su minimalismo, sin nada más ni nada menos que el efecto desconcertante de su pura literalidad.




imágenes: Batato Barea, Historietas Obvias, Nº 3, junio 1987. © Archivo Batato Barea, gentileza Cosmocosa. Reproducido en Batato Barea, Historietas Obvias, Editorial Milena Caserola- Cosmocosa, Buenos Aires, 2017, pp. 80-81.


#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s



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