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Gastón Cammarata

Un poco más enojado



Estoy un poco más enojado con la vida desde que se murió mi papá, hace apenas unos días atrás. Noté que desde la mañana del jueves pasado, que vi las llamadas perdidas de mi hermanos y supe de su deceso estoy re enojado. Mucho más que antes aunque antes no sabía que estaba tan enojado.


Ahora que me siento acá, frente a una hoja en blanco, buscando saber de donde viene mi enojo con la vida, estoy más enojado que antes, que antes del jueves pasado, que antes de la muerte de Maradona, antes de la muerte de Diego Mur, que antes de la muerte de Néstor Kirchner, que antes de la muerte de mi mamá.


Estas son las muertes más significativas de mi vida adulta pero no son todas las muertes de mi vida. Y ninguna de ellas me rompió el corazón. Solo removieron las broncas. Broncas que desde el jueves son mucho más nítidas. Aunque nunca lo pensé con la voz de mi cabeza y nunca se lo conté a nadie, vivo hace mucho con bronca y estoy intentado, escribiendo esto, acá, olvidar algunas de ellas.


Cuando tenía 14 años se murió mi amigo y amante “el chivi”, a mi primer beso lo mató la yuta, y si bien, escribí un poema contando esto, lo que nunca dije es que se me rompió el corazón, no por primera vez, pero si de una forma más consciente y real.


Se me rompió el corazón, no por la muerte en sí, sino porque no pude hacer nada para salvarlo, no hice nada el día anterior para advertirlo, no hice nada en medio del tiroteo y no hice nada en el momento que se apagó para siempre. Solo pude correr, ir para adelante, escapando de la yuta, de su muerte y de todo el miedo que sentía hasta ese momento.


De alguna manera, en ese acto perdí, no solo a mi amigo “el chivi”, sino también un pedazo de alma me quedó manchada para siempre y con los años que siguieron, esa mancha se hizo más grande. Pero no fue sólo el inicio del enojo que hoy me quita el sueño, sino también las ganas de soñar.


Cuando tenía 16 años, estaba enamorado de Héctor, el hijo del mecánico con el que trabajaba después de salir de la escuela o de volver de los trenes, según el día o la mentira del momento, de todas maneras al taller no faltaba nunca. Con el Héctor nos re gustamos, después de la seis de la tarde cerrábamos el taller, limpiabamos las herramientas con nafta y una vez que las herramientas volvían a su lugar en el pañol, nos metiamos a la fosa a chuparnos y besarnos, penetrarnos y acariciarnos, con las destreza que el amor nos brinda en la energía de la juventud. Fibrosos, morenos, lampiños y sudados, nos atragantábamos de deseo y eyaculación muralista, grandilocuente, exuberante y generosa. Litros de leche y baba escupidas contas las huellas de motores muribundo en busca de una rectificación y kilómetros por delante.


Era para mí el amor, entre grasa, nafta, tuercas y repuestos de autos sin nombres. Porno puro y erecto, durísimo en lindísimas penetraciones. Los dedos enredados en sus rulos y los besos con los ojos cerrados.


Después se pudrió todo, la cagué y no me di cuenta hasta hoy que el día que salí del closet rompería un corazón.


Me creía muy valiente, muy elevado, muy destapado y haciéndole bien al mundo en mi inocuo acto de altruismo. Nunca pensé en Héctor y lo que eso significaba para él.


A Héctor, nunca le escribí un poema. Y hoy lo evoco por primera vez. La tarde que salí del clóset, los primeros en saberlo fueron mis amigos, Nano y Sebas, aún siguen siendo mis amigos y para mi sorpresa ellos me dijeron que ya sabían que me la comía y se alegraron de que me haga cargo. Esa aprobación me impulsó a decirle a todo el barrio, familia y desconocidos que me la como ¿y qué?


Cuando Héctor se enteró, se enfureció y me vino a buscar a la esquina del barrio, diciéndome que en esa esquina no hay lugar para tragaleches. Yo nunca le dije a nadie que era mi amante, nunca lo hice, tal es así que Héctor no es su nombre y es el único nombre que no es real en este relato. Héctor era el más lindo del barrio, el más canchero, el de las joyas más lindas. Tenía toda una reputación que yo nunca tuve en cuenta. Y cuando él, lleno de miedo me vino a enfrentar, tuvo la mala suerte de que lo cague a trompadas delante de todo el barrio. Yo me creía con el corazón roto, me creía decepcionado. Mentido y engañado, solo estaba pensando en mí. No contento con la humillación que le di en la esquina con Nano y Sebas hicimos un pasacalle con unas bolsas de alpilleras y un aoresol rojo, que colgamos de la puerta del taller mecánico, con la lleyenda que decia: “a vos te pego el puto”.


Ahora, en este momento que busco el inicio de mi enojo, me doy cuenta que estoy enojado desde mucho antes de esta tarde, pero también me doy cuenta que lo que hice fue egoísta y que traicioné al segundo amor de mi vida. Héctor, solo quería protegerse y yo lo humillé, dos veces, aunque lo amaba y hasta hoy, 25 años después, no me había dado cuenta.


La vez que más fuerte se me rompió el corazón, fue la mañana, que apenas semanas de separarme, vi a Violeta en el asiento de atrás de la bicicleta de Leandro pasar por la esquina de mi casa. Los dos me saludaron, como quien saluda a un fantasma.


Yo sabía que ellos estaban juntos, lo supe una semana antes de esta mañana que les cuento, lo supe porque el mundo está lleno de buchones, y aunque no se mata al cartero, este emisario del desastre nos cagó a todos en el camino por nada a cambio.


Igual verlos juntos, en esa esquina y con esas caras, sus caras, que quedaron indelebles en mi memoria no fue lo que me rompió el corazón. Fue un llamado de Violeta que recibí después, cuando llegué a la Fundación Start. Nunca antes había escuchado a nadie llorar así, con el corazón roto, ese llanto me rompió el corazón y era algo que no sabía hasta ahora, que escribo para saber desde dónde es que estoy enojado con la vida. Al verlos juntos, en esa esquina de San Telmo, esa mañana de sol primaveral que el sonido del dolor en mi pecho tapó el canto de los pájaros, el sonido de la avenida 9 de Julio y oscureció a todos los rayos del sol y se llevó todos los aromas por mucho tiempo.


Cuando lo supe, lo primero fue bronca, una bronca anónima, que sabía que no era bronca para ellos. Sabía que no sabía de dónde venía. Lo segundo fue alegría, porque sabía que Leandro era mejor que yo para ella, y ella se lo merecía. Algo mucho mejor que yo y Leandro lo era, lo es y siempre lo será.


Lo que me llenó de bronca es saberme no estar a la altura de las circunstancias. De tener el privilegio de estar con la chica más brillante del firmamento y que ella me amara y que yo la amara y aun así, huir de miedo. Decepcionarla. Eso me llenó de bronca. Ella me que dio todo el universo en un beso, yo apenas pude temblar la tarde que se iba a trabajar de camarera desde la facultad, yo me quedaba en su casa, en su pieza, sin hacer nada más que esperar que la noche llegara para ir a buscarla, ella y toda su familia: Víctor, Mónica, Ana, Horacio, Juan, y el hijo de Horacio, que no me acuerdo su nombre y no le voy a escribir a Ana para preguntarle. Todos me abrieron su corazón, su hogar y yo apenas atiné a temblar de miedo. Ese acto de cobardía es un síntoma en mi vida. Era demasiada felicidad para mí, era mucho más de lo que pude haber soñado en la más delirantes de mis fantasías, la realidad siempre fue mejor y yo hasta hoy no me di cuenta.


Ahora que mi papá se fue, aunque nunca estuvo en realidad. Ahora se fue posta y su recuerdo, su cara en mi recuerdo no va a envejecer más. Aunque sé que el enojo viene desde antes y mi papá no merece el respeto de nadie, pues el hábito, la línea que entre un boludo y un artista, la minúscula senda de los cobardes, ese camino por el que escapo y voy siempre para adelante, no me convierte en un sobreviviente, tan solo soy un fugitivo, un cagón en el camino de mi enojo y espero resolverlo para volver.



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