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La verdadera historia del diputado

Luisa Bonet

Un ministerio del amor

–¿Te enteraste? –fue lo primero que dijo cuando se pudo conectar.

Cada semana es lo mismo, nos cuesta mucho esto, pero a ella más que a mí. Es que de las dos, Olga siempre fue la que atravesó mayores dificultades a lo largo de los años. Pero ese es otro tema. Hace ya mucho tiempo que estamos en la misma: viuda, ella, soltera, yo. Ya perdí la cuenta del tiempo que llevamos encontrándonos una vez por semana para tomar el té en Las Violetas y ahora vino a entorpecer nuestra rutina este virus que nos dejó encerrados a todos y nos hizo aprender a las apuradas todas estas cosas. Y menos mal que está Rafael que nos da una mano, aunque a su manera y cuando quiere, claro. Yo sigo sin entender nada de estos artefactos, pero Olga, que lo puede llamar más seguido a su nieto, debería haber aprendido mejor y no, todo le cuesta más a ella, pobrecita…


–Y ahora, ¿qué te pasó Olga? –le contesté impaciente antes de perderla de vista en la pantalla.

–¡Lo hicieron renunciar!

–¿A quien Olga?

–¡A Juan Emilio!

Hace muchos años que estamos jubiladas, pero Olga siempre se las ha ingeniado para mantenerse en contacto con los compañeros de laburo. Profesoras las dos de 4° año en la escuela pública, no sé cómo hacía ella para tejer vínculos y viajar al interior a hacer reemplazos o cosas por el estilo. A ella siempre le gustó coquetear con la administración, acercarse a los funcionarios, creo que le hubiera gustado ser asesora en el Congreso o entrar a trabajar en un Ministerio; siempre andaba cerca de algún político influyente, aunque mucho no logró hacer la pobre, en fin.


–¡Parece que le tocó una teta a la novia en plena sesión parlamentaria y se vio por el zoom!


–llegué a escuchar la frase mientras su cabeza ya había desaparecido (no sé que hace, pero a los diez minutos de conectarnos es como si se encogiera o se agachara y al final es siempre igual, me quedo viendo solamente el movimiento de las cejas y las raíces que asoman largas y canosas sobre el resto del pelo sin peluquería).

–¡Pobre Juan Emilio! –contesté con la frase que siempre uso para lo que venga. Por el movimiento de su cabeza, me pareció que Olga se reía. Le pedí que enderezara la pantalla y cuando lo hizo, tal cual, se reía, pero como siempre que se pone nostálgica, de manera involuntaria también se le saltaban las lágrimas.


–¡Imaginate si Oscar viviera, Luisa! Seguro que estaría jodiéndonos todo el tiempo mientras hablamos y no nos dejaría conversar tranquilas. Siempre pellizcándome por cualquier cosa el cachete. Y a vos también. ¿Te acordás cómo te enojabas y lo sacabas cagando cada vez que te pellizcaba?

No seguí con el tema, porque cuando Olga empieza con los recuerdos, siempre terminamos peleando y la verdad es que yo no aguanto verla llorar. Encima ahora, ahí sola en la casa, tan grande y tan vacía… pobrecita, no, mejor que no empiece con los recuerdos.


–Luisa, ¿estás ahí?

–Si, Olga, acá estoy, había perdido la conexión.

-–¿Te acordás de cuando viajé a Salta con aquel proyecto que hicimos?

–Sí, Olga, algo me acuerdo.

–A Juan Emilio se lo había presentado, no me acuerdo qué cargo ocupaba en el gobierno, pero le había gustado la idea. Lástima que después todo se perdió en la burocracia y el proyecto nunca salió de su oficina.


–Sí Olga, ahora me acuerdo. No estaba nada mal la idea que tuvimos de proponer la creación de un Ministerio del Amor. Y a Juan Emilio le había interesado bastante el proyecto, claro que me acuerdo.


–Luisa, ¿seguís ahí?


–Sí Olga, acá estoy, es que se pierde la conexión. Me estabas contando lo que le pasó ahora a Juan Emilio en el Congreso por culpa del zoom…

 
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