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  • Mario Scorzelli

Bussi zombie y magia pop



Tucumán es una provincia para la que soy un completo extraño que solo conoce algunas de sus historias más o menos exageradas, estridentes o simplemente divertidas como lxs mismxs narradores orales que el destino caprichoso trajo a la fabulosa ciudad de Buenos Aires sobrealimentada de anécdotas coloridas. Quizás tendríamos que tomarnos esas narrativas mucho más en serio de lo que venimos haciendo, porque parece evidente que para conocer la historia no alcanza solo con leer manuales. Así que, aunque no estemos del todo seguros de que sea verdad, prestemos atención a lo que dicen.


Cuenta la leyenda que en una tarde cualquiera de la misteriosa Tucumán un alumno de arte absolutamente perdido en su aventura académica se disponía a realizar su primer grabado. Dicen que el jovencito se encontraba más interesado en acceder a información privilegiada sobre fiestas que a la delirante bibliografía de arte, leída por lxs estudiantes como si fueran horóscopos que interpretan de manera tendenciosa los predecibles movimientos astrológicos para justificar las vicisitudes del amor y el flujo del dinero. Sin embargo, gracias a esas clases fortuitas, nuestro alumno contaba con un cuaderno repleto de apuntes ininteligibles para cualquier otra persona. Algo así como un libro de magia escrito en algún idioma de fantasía que entre listas de materiales, medidas, números y garabatos encerraba los secretos ocultos para conjurar imágenes.


A contracorriente de las bajas expectativas que suelen estar asociadas a esa tarea inaugural de cualquier estudiante de arte, que generalmente se conforma con el entusiasmo de experimentar la materialidad y sorprenderse con el proceso algo mágico que le da vida a las imágenes, los planes de este joven eran mucho más pretenciosos. No solo se propuso hacer una obra para participar del salón de arte local, sino que trató de cruzar ese frágil puente invisible que conecta el mundo del arte con el de la política.


La imagen elegida por el principiante fue una fotografía de Bussi extraída de la sección política del diario, una imagen que en aquel momento quizás haya aparecido con más ambivalencia que cualquier otra imagen. Popular y antipopular, autoritaria y democrática, rica y pobre según se preste atención al medio o al mensaje. La operación era simple, como cualquier artista pop iba a usar esa foto impresa en el diario y copiarla a través de un proceso de reproductibilidad técnica para operar sobre el aura fantasmal de Bussi.


Pero, por supuesto que no alcanzaba para tener una obra de arte con el simple hecho de que nuestro artista diga “voy a copiar la imagen de Bussi que está en el diario y hacer que aparezca por arte de magia en mi grabado", básicamente porque el arte nunca es una operación mental. Aunque no lo queramos reconocer, la materia también está ahí presente para expresarse más allá de nuestras ideas y, a veces, llega hasta el punto de involucrarse con cosas que no estaban adentro de nuestra cabeza.


Todo iba según el plan, la imagen ya había sido transferida al soporte sin mucha dificultad y ahora se disponía a entrar en contacto con el ácido para culminar el proceso técnico básico según lo indicado por sus dudosos apuntes de clase. Hasta que. de repente, como en cualquier anécdota que vale la pena ser contada, sucedería algo inesperado que no estaba escrito en ningún lado, ni siquiera en su extraño cuaderno.


Toc… toc… era una aparición mágica que tocaba la puerta, cualquier alumno intoxicado por la historia de la cultura y la civilización occidental podría haberse confundido esa figura con la de Dioniso, pero no era Dioniso, era Rodolfo Bulacio que se hacia presente para invitarlo a una fiesta e interferir de manera decisiva entre nuestro artista y su meticuloso proceso de trabajo.


No hay ningún registro sobre lo que sucedió después, posiblemente nadie recuerde qué pasó realmente esa noche o quizá esa noche no haya sido del todo real. Pero, mientras ellxs pasaban ese tiempo perdido y olvidado, la acción del ácido continuó carcomiendo el rostro de Bussi hasta desfigurar su imagen más de lo previsto dando como resultado algo parecido a un zombie demacrado que cobró vida sin la necesidad de que nadie lo imagine previamente.


La obra atribuida a Máximo Pedraza, pero cuya autoría también debería tener en consideración al azar, a la aparición de Rodolfo Bulacio y tal vez a la magia, finalmente sería seleccionada para el salón de arte local. Para la alegría de nuestro artista el objetivo inicial había sido cumplido con creses y la exposición del grabado iría acompañada de una destacada repercusión en el mismo diario que en un principio sirvió de inspiración. Pero, por supuesto, este no podía ser el final de la historia.


Como suele suceder con el arte, algo más tenía que pasar; algo mágico que no estaba en nuestros cálculos. A los pocos días Bussi aparecería en público visiblemente afectado por una erupción cutánea que deformaba su rostro.



imagen: grabado de Máximo Pedraza




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