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  • Rodrigo Barcos

El espectro de lo sensible



Pensar una historiografía de la práctica artística local de una manera circular implica pensar en que las obras siempre son afectadas por el pasado y a la vez generan un eco constante e infinito hacia el futuro. Una temporalidad sin principio ni fin, que tiene que ver más con estados y sensaciones que con hechos y actos cronológicos. Esto también implica desarmar la idea de legado o herencia con el fin de pensar los gestos y estilos como una luz intermitente dentro de la historia que aparece y desaparece, escurriéndose en las producciones del pasado y del presente.

Un ejemplo claro donde la concepción de herencia se desarticula y la tradición y la vanguardia se encuentran la podemos encontrar a través de la obra del pintor rosarino Anselmo Piccoli, quien después de conocer a Berni a comienzos de los años treinta comienza su primera etapa de producción figurativa trabajando retratos y naturalezas muertas, para después de viajar y radicarse en Buenos Aires avanzar gradualmente hacia una abstracción totalmente geométrica.

Ezequiel Linares en cambio, quién había formado parte de lo que Rafael Squirru bautizó como el “Grupo Sur” comenzó su producción haciendo una pintura informalista y abstracta pero al mudarse a San Miguel de Tucumán para desempeñarse como profesor titular del área de Pintura de la Licenciatura de Artes Plásticas sintió que los rasgos afrancesados que vagamente habían caracterizado al Grupo Sur no sintonizaba en el nuevo contexto árido que había hecho mella en su ánimo y se volcó hacia un figuración narrativa: “Estoy feliz, pintando bodrios” le escribió a un amigo en una correspondencia.

Me interesa pensar las biografías como una acumulación de accidentes, a veces afortunados, otros ridículos, otras veces densos y trágicos, pero siempre inevitables. Estos sucesos nos obligan a posicionarnos frente al mundo tomando decisiones que luego se convierten en las huellas materiales o afectivas que dejamos plasmadas.


En el caso de Gumier Maier y Jitrik en el comienzo del Rojas lo que es evidente que sucedió fue un cambio en el imaginario artístico porteño de la época rompiendo con la norma sobre lo que era considerado arte y sobre quiénes eran considerados artistas. Un cambio radical en el paradigma de la escena artística de la época, que está ineludiblemente ligada también a una condición política que tuvo que ver con una reciente vuelta a la democracia después de los oscuros años teñidos por la dictadura militar. Como todo cambio de paradigma, aunque sea en una esfera pequeña como es la del arte, además de adeptos, también tuvo sus detractores y los estertores de éstos generan ecos hasta el día de hoy aunque las discusiones sean repetitivas y aunque el arte y las obras pasen a un segundo plano. Pensar binariamente hoy en día es absurdo, como si un tipo de arte fuese más importante que otro. Si rosa Light o rosa Luxemburgo, si Marcia o Gumier, como si se tratara de buenos o malos. Si pensamos en el Rojas como una época de ampliación de derechos, quizás lo que genera molestia sea que artistas que no venían de una formación académica o tradicional pudieran acceder a lugares de exhibición y (mucho más tarde) formar parte de un canon que en su momento era impensado.

Pero insisto, no se trata de buenos o malos. También ese posicionamiento de Gumier Maier que de alguna manera generó cierta rivalidad tiene efectos hoy en día. Desde esa época se arrastra un morbo por la juventud, como si la corta edad fuese un valor destacable en una sociedad ya de por sí gerontofóbica alimentando una dicotomía un poco tonta sobre “lo nuevo” en oposición a “lo viejo”. Esa obsesión también fue fomentada por esa idea de “profesionalización” de la escena impulsada por el auge de la feria de arte local, haciéndole creer a todo proyecto joven que pagando una módica cantidad de dólares podrían ser el próximo centro de la escena. Pero nada más alejado que eso, por el contrario al Rojas, simplemente funcionó como un dispositivo normalizador de galerías o proyectos jóvenes, o en algunos casos peor aún, un generador de proyectos fantasmas que solamente aparecían en las épocas feriales.

Para mi generación, que no vivió en carne propia la mítica del Rojas, me parece oportuno desarmar ese legado, o por lo menos abrirlo y entenderlo de una manera expandida, evitando los nombres propios. Hay artistas que no formaron parte del Rojas, como es el caso de Miguel Ángel Lens, pero que es imposible pensarlo fuera de su órbita. No simplemente por lo formal, sino por los modos de producir, de entender y de relacionarse con el arte. Ahí radica el verdadero legado, no en una estética, ni en una receta curatorial, sino en la construcción de una comunidad y en ampliar el espectro de lo sensible.


En el libro “libros y cuadros” que recopila todas las reseñas publicadas en la Nación por Rafael Squirru durante los noventa no hay ni una mención al Rojas, por el contrario encontramos anécdotas divertidas de Peralta Ramos, de las galerías de Arroyo, y de pintores franceses. Cómo Linares encontró la felicidad pintando bodrios, el foco debería centrarse en esa búsqueda más que en la difamación de la búsqueda de otres.

Cuando pienso en el arte y su historia me imagino entrando a una habitación oscura con un techo alto con miles de lámparas titilando que se prenden y se apagan, todas al mismo nivel pero cada una mostrando algo diferente. Lo divertido de la sala, es que no hay señalización alguna, cada cual puede hacer un recorrido distinto deteniéndose por más tiempo en la lámpara que más le guste.


Imágenes:

(1) Bart Network, 2021.


#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s

editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli

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