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David Roden

El Libro de las Preguntas


David Roden, “The Book of Questions.” Zahir: Desire and Eclipse (ZENOPRESS, 2020)

Traducido por Romina Wainberg en colaboración con David Roden

Dibujos de Mario Scorzelli


En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo.

Jorge Luis Borges, "El Zahir"


Grafismos


Encuentras mapas de ciudades en menús de café, en el tapiz mugriento de un restaurant de carnes: mapas bosquejados en cursivas y en espirales de humo, constelados entre estrellas o teorías de conjuntos, impresos en el lodo que sostiene los cimientos de un almacén de tabaco.


Debajo de este almacén torcido, junto a un canal de ζ ahogado por malas hierbas, insectos verminosos y negros recorren un mapa de la alter-ciudad ψ. Los caparazones de bicho están inscriptos con laberintos internos que satirizan el aire tenue de la montaña.


Tú sostienes la pata de un cura sin techo que se abriga con una estera de paja: grita al lado de la entrada suntuosa de una tienda céntrica. La pierna del cura es pálida. Su palidez es interrumpida por el polvo y el pus y por redondas succiones púrpuras. Tú te excitas lamiendo las llagas. El daño que produce en tus nervios el veneno arcano de la Orden amplifica las sensaciones, libera el pensamiento de todo menos de la letanía del Uno. La Rosa.


Cuando por fin te vas, el cura frota su eyaculación con el puño. Su muñón contiene un mapa olfativo de ciudades hundidas que decaen, ahora, en los humedales de la luna. Las ciudades flotan en el espacio de tu memoria, se mezclan con el recuerdo del hedor del cura: ese aroma a cuerpo sin querer y sin lavar.


Caminas hacia el oeste a lo largo de un bulevar que se funde con el atardecer de ζ. Los edificios son sólo fachadas de un barranco en llamas.


Las ciudades del Infierno son más diversas que las ciudades de los vivos: cada una es representada con un aleph numerado en los márgenes de los tratados filosóficos. Los aleph pueden rastrearse en geografías, bestiarios, tratados teológicos e historias: en sagas donde los héroes trágicos luchan contra monstruos ctónicos y contra el anhelo carnal de especies prohibidas.


El Filósofo escribe: “Lo indiscernible está inscripto bajo un nombre que es dispersado, como el anagrama del nombre de dios”.


En los palacios que se encuentran frente al bulevar que recorres, descubres mapas de ciudades cuyos nombres ni siquiera los djinn se atreven a pronunciar. Los mapas disparan un recuerdo que te persigue: un jardín de paredes negras y su denso perfume que te arrastra, entero, bajo el yugo de estrellas infernales.


Estas lagunas plagan los sueños y los días de todos los ciudadanos, extranjeros o nativos de ζ.


La topografía, el estilo e incluso la nomenclatura de los mapas varía dependiendo de la ciudad representada. A falta de un estándar común para evaluar la corrección cartográfica — como acaso el bloque de mármol compone una unidad de longitud — la diferencia entre los correlativos de los mapas que son reales y aquellos que son fabulados te elude, tal como predijo el Filósofo en sus escritos maduros.


Una infancia privilegiada


Las monjas de la Orden se encargan de la educación del Filósofo.


Obligadas nominalmente al silencio, violan la duración de su mutismo sólo con los gritos ocasionales de un tormento devocional.


Las monjas alimentan al Filósofo con letanías susurradas, deslizan por debajo de una celda palabras en trozos de pergamino humano.


El niño compele a las monjas a formular reglas para concatenar sus respuestas de infante: un “diagrama de estado” de la Máquina Filosofal escrito en tarjetas de piel — en cartas marcadas con asteriscos. En su conjunto, las reglas exigen que el Filósofo responda a las inquisiciones de las monjas con más preguntas.


En א el Filósofo muere en la opacidad, a los cuatro años. El algoritmo basta para que las monjas preserven al niño después de la muerte como una función interrogativa.


Primero, la monja B se despoja de su escapulario y de su capucha, y asume el hábito de “niña-desnuda-en-habitación-de-confinamiento”. Una sucesora observa y luego repite el veloz declive de B desde la sanidad hasta la locura hasta la sepsis. Cada discípula replica de manera fiel el “milagro”: ese derrumbamiento que pone en cuestión el mundo al encantar la letanía y encarnar su lacerante crítica a la materia.


En el instante antes de morir, siglos después de estos episodios milagrosos, retorcida en un colchón con sangre y secreciones acumuladas, la última monja dicta la Pregunta Final a un cura de cuerpo atestado de llagas púrpura.


El Filósofo es un monstruo abhumano o un hombre marcado por el fuego.


Su cara es removida al nacer para prevenir disturbios internos a la Orden; el rostro de niño es sustituido por la rudimentariedad de una prótesis.

En אB el Filósofo crece, deja su celda y pasa una adolescencia dorada en la opulencia del palacio familiar. En sus salones, el ácido del romanticismo tardío le deja un regusto finísimo y lo convence de la pobreza de la representación.

La intervención de una guerra


El filósofo muere en un ataque de gas venenoso mientras sirve en el Frente durante el ataque a la ciudad de א א.

En б es enterrado en un complejo de prisiones subterráneas modelado como un cono invertido, a la manera de Dis, la mejor de las ciudades del Infierno.

El Libro está tatuado en las pieles de los camaradas con tinta de frambuesa, en mordiente y carnoso árabe. La existencia física del Libro es despreciable.

El Filósofo señala en alguna de sus obras que el Concepto no toca lo real. Pensar es por lo tanto navegar el abismo: el pensador es una especie de muerto. La existencia real es una enfermedad sagrada en el intervalo entre tu muerte perpetua y este noúmeno vacío.

En א+ el palacio del Filósofo está ubicado junto a la Plaza Ecuestre: un arenero bordeado por la austeridad de mil columnas. Al anochecer, las columnas se hinchan de sombra: las mesas de los cafés y de las boutiques abstraídas, tragadas.

Tú caminas en dirección a la Plaza donde el Interrogador te entregará el Libro. El palacio de א+ tiene una arquitectura neoclásica. La estrechez de las ventanas le da al aspecto exterior del edificio una semblanza de cárcel o de fortaleza. Desde un piso superior, un niño con la cara oscurecida por una máscara de papel observa la calle abarrotada. Lo llaman dos muñecas con capuchas que se parecen a las monjas.

Tú te acercas a la Plaza, a la cosa magnética y obscena que ocupa el lugar que colmara, en algún tiempo, una estatua. Una multitud se reúne en derredor de una fuente, grita como una radio emitida desde el sol.


En χ

En una de las innumerables historias de ciudades No-χ, lees que la casa familiar ha sido demolida después de la guerra. Otra de las historias dice que la casa aparece incendiada en las disputas internas a la Orden, prevenidas en otra ciudad No-χ por medio de una mutilación ritual del Filósofo. En un cuarto escenario alternativo, el Pensador es asesinado en una vendetta antes de escribir el Libro.


Te despiertas en un apartamento barato, después de un estruendo y de las voces de mujeres y hombres que regresan de bares y boliches, antes del gemido de los tranvías que llevan a los obreros a sus jornadas. Desde la cama, te orientas por retazos de lenguajes familiares y desconocidos.


¿Cuál entre estas lenguas pertenece a χ, cuál es una confabulación?


No estás solo. La luz oblicua de la mañana, posada sobre un bulto de sábana de algodón, contornea una figura a tu lado. Te enfrentas a un negativo fantasmal con la boca blanca y abierta. Te inclinas, ahora, para sentir su mano supurante. Arqueas el torso con la esperanza de auscultar las lesiones que decoran aquel cuerpo de hombre; quieres chupar sus mieles púrpura.


¿Por qué deseas este Libro?


¿Habló el extraño por ti bajo las sábanas? ¿Fue ese hombre acostado a tu lado o fue otro el que puso palabras en tu boca? Haya sido proferida o no, por ti o por otro, no importa: la pregunta sobre el Libro exige respuesta. Entonces pispeas debajo de las mantas y descubres un cuerpo enfundado en un traje poroso de goma: su pene erecto, espinoso y frágil entre tus dedos. El traje está inscripto con surcos como un disco de vinilo. Mientras lo palpas, reconoces mapa tras mapa de todas las ciudades No-χ.


“Si lo único que hay es mapas, entonces no hay mapas”, escribe el Filósofo. “Sólo hay preguntas, desbocadas y surgentes, entre el pensamiento y su consecución”.


Eso es lo que hubieras contestado en otra ciudad. Aquí, sin embargo, la memoria de un niño muerto y de una mujer que grita queman tu mente mientras te retuerces en el suelo.


Clausura


Durante una caminata nocturna al Zoológico Abandonado, espías a los Bibliotecarios Dérmicos y a sus clientes, intentando inferir los gustos sexuales de cada uno. Una de las bibliotecarias es una esfera perfecta que flota en su vestido corto y rayado. Un bibliotecario viejo se pasea del lado de afuera del Zoológico, cerca del molinete de la entrada. Su cuerpo larguirucho está salpicado de mapas grises y castaños; viste un arnés con una cadena alrededor del cuello, con el que seduce lectores prospectivos. Luego hay una bibliotecaria joven que lleva un vestido de encaje y un elaborado sombrero con velo.


Te levantas del banco que te sostiene y cruzas la calle. Le preguntas a la bibliotecaria joven qué ofrece y cuál es el pago requerido. Ella sonríe nerviosa, como si reconociera una indiscreción: “Quiero ver el Libro. Si me das la oportunidad de leerlo, puedes disponer de mi vida”.


Tú sonríes con indulgencia y sientes una excitante trepidación ante el pensamiento de dominar a la bibliotecaria, pero más te excita el deseo detrás de su risita ansiosa. Asientes ante su propuesta con la cabeza, sin decir nada, y caminas hacia una intersección iluminada, hacia la estación de metro, hacia un hotel cualquiera, hacia una cama cualquiera.


Vuelves a la Biblioteca Dérmica la noche siguiente, a un patio de masones roído. Hombres y mujeres aún se reúnen para intercambiar sus tiempos y sus cuerpos: sacramentos entre galpones abandonados y talleres en derrumbe.


Tú te unes. Llevas un vestido de encaje sobre un corsé de cuero, una falda adornada. Llevas el disfraz de la Víctima del Zoológico.


Descubres que no hay nada detrás de su risita, o de la tuya que es en efecto idéntica. Sólo una pregunta sin formular persiste y sólo ella acentúa tus movimientos: ¿por qué estás dispuesto a morir por ese Libro único, repositorio de todas las sospechas?


Una figura de traje opaco, con el rostro cubierto por una máscara con agujeros en los ojos y una rejilla en derredor de la boca, aparece sentada en una piedra frente a ti. Hay una parada de tranvía opuesta a las puertas del Zoológico, por lo que no hay necesidad de acompañar al Interrogador hasta la intersección.


El niño de la máscara de papel te mira a través de las cortinas mientras te arrimas a la Plaza Ecuestre, pasando por debajo de arcos que continúan hasta el indefinido y se repiten.


La multitud se ha dispersado, dejando sólo pocos espectadores que miran con una mezcla de horror y de fascinación aquello que ha reemplazado a la estatua de la Plaza. Es un árbol negro. Mientras te acercas, observas que está cosido de rosas rojas, sus pétalos hinchados por la sangre de las figuras desnudas de los Bibliotecarios. Rosas nutridas por orgasmos fatales, por el contrapunto entre el dolor y el placer que es el gemido. Cerca, una fuente gotea sobre un estanque, ante el que se detiene el niño enmascarado en compañía de su hermano, su hermana y su madre. Los niños permanecen calmos frente a La Rosa. La madre se lava la cara en el agua de sangre mientras insulta a gritos a los muertos.


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