¡Esta es una chica especial!
Leí ¡Esta es una chica especial!, el primer libro de cuentos de Gianina Covezzi, editado por Aguinaldo, hace semanas, meses. Hoy escribí esta reseña para contar la forma que tomó en el recuerdo:
En ¿Cómo debe leerse un libro? Virginia Woolf sugiere con énfasis que nos entreguemos a los libros tan desnudos como podamos, que recibamos cada uno de los matices y propuestas sin prejuicios ni ideas literarias; quizás sí con la expectativa alegre de que nos gustará.
Después, cuando hayamos mirado por la ventana o nos hayamos quedados dormidos y se haya asentado el polvo de la lectura, podemos confiar en que el libro regresará con todos sus detalles ordenados y podremos juzgarlo “de una forma recia y duradera”. Deberemos haberlo olvidado un poco para saber si realmente nos gustó, porque será en su recuerdo que tomará su forma definitiva. Justo ahí. En ese instante de recuerdo, seremos tan amables como severos y tendremos el veredicto final sobre ese libro que nos hizo perder tiempo.
Pero, aunque Woolf nos invita a leer con más placer y rigor, a mí no me dicta lentamente, palabra a palabra, cómo transcribir la sentencia sentimental que tengo sobre ¡Esta es una chica especial!, no importa cuán ordenados tenga sus detalles. ¿Cómo hago yo para que se entienda lo que siento ahora o lo que sentí al terminar cada cuento si lo único que pude exclamar salió en forma de suspiro?
Me animaría a decir que una parte del sentimiento de maravilla de mi veredicto se debe a que está perfecto eso que me gusta llamar la Combinación Mágica. La Combinación Mágica sugiere que se hace realidad una experiencia gracias a la mezcla de lo vívido y lo confuso.
Por ejemplo, sé que viví fielmente la autoconciencia adolescente de la protagonista de “Angelito” cuando, frente al hombre que admira, siente sus cachetes arder como los de “una aldeana de un pueblo de montaña que vuelve de arriar a las cabras y es fotografiada entre pinos y nieve”; juro que la sentí en carne propia. Y estoy segura de que cualquiera podrá escuchar el ruido de los cuatriciclos en “Médanos”, sentir la tiara ajustada en el cráneo en “Gabriel” o el calor en “Embarcación bebé”.
Pero el talento para describir escenas vívidamente no alcanza cuando no viene acompañado del otro factor de la combinación: lo confuso.
Lo confuso en “Angelito”, por ejemplo, se instala unos renglones después cuando vemos que hay una señora enterrando objetos entre las plantas. Y es justo ahí, creo, que todo —los cachetes, el hombre, la ropa, ella— se vuelve realidad; justo cuando eso confuso, ese símbolo que no tiene traducción fiel, aparece. ¿Acaso necesitamos no entender lo que estamos viendo para que todo se haga realidad?
Después, al recordar el primer cuento del libro, “Un amor más grande entre nosotras”, y tratar de entender la escena del chico que pega continuos latigazos a una pared mientras se lamenta la herida de un caballo, intenté crear tercas teorías psicoanalíticas o literarias, pero fallé. No podía resolver el misterio que se encierra en esa escena. Es que en una historia que tiene atravesadas, como espadas filosas, cuestiones de clase, de amor, amistad y mandatos infantiles, no se puede meter la mano así nomás, no es fácil.
Este libro no se entiende en su totalidad, no hay de dónde agarrar; lo confuso y lo vívido se mezclaron tanto que todos sus personajes son absolutamente reales. Cada experiencia sucedió, si la leíste.
En los cuentos de este libro pareciera que cada una de las mujeres está disimulando algo, que intentan mantener las apariencias poniéndole una sábana rápida o un mantel a esos secretos, y se dan vuelta con una sonrisa complaciente y sufriente hacia el lector. Nos contorneamos para mirar detrás de sus espaldas con la duda de cuáles son esos secretos: ¿por qué en “Wilfredo” no se anima a llamar a su hija? ¿Qué lleva a la protagonista de “Médanos” a escaparse así? ¿Qué llevo a estas mujeres a los márgenes de lo aceptable?
Pero igual no importa: aunque no se nos dijo qué es lo que las mantiene ahí, lo creemos realidad.
Después de mis relecturas y de haber mirado por muchas ventanas, me pregunté: ¿seré la única que intenta encontrar lo malo en lo que le gusta? ¿Por qué querría adjudicarme el mérito de encontrar la falla, si después me quedaría con el sabor amargo de que no me gustó del todo? ¿Será que no le estoy haciendo caso a Woolf y, de hecho, estoy siendo una lectora peleadora? Sí, me gusta pelear, me gusta la mugre y escarbar todo lo que puedo para encontrar el error dentro del libro (los recursos favoritos del autor, la piedra con la que no deja de tropezar, los hilos que intentan ser invisibles, pero que, ay, se ven). Pero solo hago esto cuando estoy seducida, solo le pido mucho al libro que me gusta, al que me está agarrando de la punta de la nariz para que entre a su mundo y pierda tiempo leyendo.
Además, sé que al final nada me gusta más que cerrar el libro y salir perdedora; suspirar y decir “me rindo, no tiene fallas”.
A los que son como yo, a los peleadores que aman perder, les aseguro, les va encantar este libro.
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