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  • Mario Scorzelli

La crítica blanda




La crítica blanda


Según una creencia muy difundida por la filosofía hay dos formas de conocer un objeto, descomponerlo y mirar cuales son sus elementos o recomponerlo en sus relaciones. Así, dependiendo de cual sea el abordaje cognoscitivo, el agua puede ser una molécula heteronuclear de oxígeno e hidrógeno o una sustancia líquida sin olor, color ni sabor que se encuentra en la naturaleza en estado más o menos puro formando ríos, lagos y mares, que ocupa el 75% del planeta Tierra y forma parte de los seres vivos. Estas dos formas de conocer el agua llegan, respectivamente, a resultados verdaderos -al menos parcialmente verdaderos- para los estudios científicos y el sentido común. Es nuestro deber como críticos blandos señalar que esos abordajes tienen poca utilidad para las exploraciones transversales del arte que conducen a una forma de conocimiento indirecta y diferente al en sí analítico y al en otro sintético; algo más extraño e indefinido que podríamos llamar ensiotro.


Estos últimos años, autorxs de cosas extrañas como la Ontología Orientada a los Objetos, el materialismo especulativo y el neoracionalismo se han encargado de recapitular ideas variopintas de autores como Heidegger o Whitehead para señalar las principales dificultades de esas formas -analíticas y sintéticas- de conocimiento:


  • la análitica reduciría el objeto a sus partes para crear ficciones superficiales en las que la acción real sucedería en un nivel más profundo generalmente formado por pequeños componentes descubiertos por la ciencia y definidos vagamente como estructuras conjuntistas de moléculas, átomos, quarks o cuerdas.

  • Por otra parte, el conocimiento sintético rebasaría al objeto a partir de efectos superficiales que no consideran a las cosas individuales como algo real, sino que atienden a los procesos, los acontecimientos y el dinamismo.


Frente a estos movimientos habituales del conocimiento el ensiotro podría contener ese aspecto nouménico característico de lo en sí y, a la vez, integrar lo en otro a partir de una retórica capaz de trazar caminos posibles para la construcción y el conocimiento de objetos blandos. En este punto sería oportuno aclarar que para un crítico blando no existe una distinción evidente entre construir y conocer o conocer y construir un objeto, así como tampoco existe una diferencia sustancial entre un crítico y un objeto o un objeto y un crítico.


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Para ser más claros, veamos un ejemplo. Pensemos en el caso emblemático de la filosofía que se pregunta ¿qué es un hombre? la crítica dura optaría por la respuesta analítica que reduce el objeto hombre a sus partes hasta quedarse con el pene o la respuesta sintética que lo compone en sus relaciones a partir de su capacidad para razonar, hablar, fabricar objetos útiles, etc. Ahora, como dijimos, existe otra alternativa que llamamos ensiotro y es capaz de conocer y construir al hombre como un objeto blando. Esa forma, que no aparece en los diccionarios, ni en los libros de ciencia, ni en el sentido común, puede encontrarse fácilmente en una poesía. Veamos, por ejemplo, este ensiotro de Malena Low extraído de su poema Fiesta del Camp:


“un hombre es una mancha es una travesti es una máquina es un color”


Este nuevo hombre, mancha, travesti, máquina, color podría ser el hombre de una nueva cultura artística. Un hombre que no se reduce a ser un pene, ni tampoco es un ser racional que se limita a hablar y fabricar objetos útiles. Para tener una mejor comprensión del ensiotro deberíamos decir que utiliza zonas críticas para manifestar la expresividad y exhibir las cualidades de los objetos. De una manera similar al agua, que cuando llega a los cero grados se congela y cuando llega a los cien grados se evapora, el hombre blando que atraviesa un punto crítico es capaz de revelarse como una mancha, de recomponerse como un travesti, de ensamblarse como una máquina y de proyectarse como un color.


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La historia del arte podría pensarse a partir del ejemplo del agua. Si imaginamos un charquito repleto de renacuajos nadando, con flores de ceibo flotando en la superficie y rayos de sol brillando sobre las piedras mientras nuestro rostro se transfigura por la acción de pequeñas ondas circulares, tenemos algo parecido al principio. Después, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, el arte habría atravesado un punto crítico, algo así como una gran helada que congeló nuestro charquito imaginario hasta convertirlo en un cubo de hielo frío y sólido que recién a partir de algún momento entre los '60 y los '90 comenzaría a evaporarse como si sufriera los efectos del cambio climático.


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Aparentemente la dureza supo ser una cualidad bien ponderada por la moderna historia del arte. En teoría, o mejor dicho para la teoría dura, la dureza siempre estuvo ahí expresándose omnipresente. La encontramos en el oscuro bronce del Pensador de Rodin que está sentado en la plaza del Congreso, en el atormentado rigor intelectual de Kant que descansa en la mochila de un estudiante de estética, o en las sólidas columnas que sostienen al Museo Nacional de Bellas Artes. Según cuenta esa historia, no importa a donde sea que miremos, la cosa fija, noble y duradera aparece en todos lados, está en los objetos, en la arquitectura que los contiene y en los pensamientos de quienes intentan racionalizarlos.


No es de extrañar que la dureza sea una propiedad transitiva de eso que conocemos como materiales nobles y, de alguna manera, algo de la nobleza del material logra adherirse al artista que le da forma. Si Rodin es noble es porque el bronce es noble. Como si el bronce tuviera extrañas cualidades radioactivas, también tiene el poder de hacer extensiva la nobleza al espacio arquitectónico que lo contiene y a los visitantes que lo rodean. Esa nobleza internalizada, capaz de contaminar los cuerpos, en algunos manuales se conoce con el nombre de decoro.


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No importa si hablamos con un filósofo analítico, con un científico que estudia las propiedades de la materia, con un sociólogo atento a la circulación de las mercancías o un experto en protocolo y ceremonial, todos nos hablaran de estas cosas duras, ya sea a partir del análisis de diminutas “partículas subatómicas” o el estudio de ensamblajes inabarcables conocidos como “hábitos” o “relaciones sociales”.


Sin embargo, a pesar de todo lo que puedan decirnos, el bronce sigue siendo un material que puede fundirse. Lejos de ser algo extraordinario, ese es un destino muy habitual para las esculturas. El material noble y valioso, en muchos casos, en vez de garantizar la durabilidad de la forma a lo largo del tiempo, conspira con su disolución para terminar desperdigando la materia en forma de monedas, herramientas, armas o joyería.


Pero, más allá de estos factores químicos y socio-semióticos, si miramos con cuidado al pensador de Rodin podemos notar que no pasan más de 30 minutos hasta que una paloma haga correr sus desgracias tóxicas sobre el voluminoso bronce en un espectáculo tan habitual y mundano como inadvertido por la crítica. La supuesta dureza e inalterabilidad de la aleación de cobre y estaño no solo puede licuarse a través del proceso de fundición, sino que se corroe constantemente a partir de eventos que no solemos considerar partícipes de la significación de las obras como, por ejemplo, la suerte columbiforme del cielo porteño.


Actualmente, una forma de crítica similar al accionar escatológico de las palomas se ha vuelto muy popular. Arrojar algún tipo de material comestible sobre obras clásicas del arte moderno para manifestarse en contra de cosas como el calentamiento global. A pesar de que el sol siga brillando con total indiferencia a los reclamos y las empresas sigan contaminando inescrupulosamente para producir bienes y servicios absolutamente prescindibles, esta crítica tiene el mérito de hacer visible algo evidente que sucede todo el tiempo frente a nuestras narices pero solemos pasar inadvertido como si se tratara de un escotoma. La noble dureza de los materiales es solo una ficción en la que decidimos depositar nuestra confianza.


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Ahora, si nos damos una vuelta por el Museo Nacional de Bellas Artes y subimos por las escaleras que lo elevan de las escenas mundanas, encontramos cuatro robustas columnas que en principio parecen de orden dórico pero, prestando atención, podemos notar que están engordadas, como si representaran el tronco de un palo borracho hinchado por la retención de líquidos. Ese carácter idiosincrático y decorativo abre un halo de sospecha sobre las cosas sólidas. El rigor clásico y la austeridad se rompen. Aquello que debería conservar la estructura edilicia del museo, termina caricaturizado de manera simpática como un objeto fuertemente ornamental y discursivo. La ficción teatral de ese lugar destinado a la contemplación epifánica y la preservación perpetua del orden parece algo tan frágil que es capaz de romperse con una simple carcajada.


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Siguiendo con el orden de nuestras indagaciones de la dureza, ahora solo nos quedaría abrir la mochila de un hipotético estudiante de estética y sacar sus fotocopias maltratadas de Kant para decir algo sobre el rigor de la crítica. Si nos detenemos en las páginas de la Crítica de la razón pura, encontramos que están prolijamente resaltadas y acompañadas por cuadros esquemáticos que ordenan en casilleros claramente inteligibles las diferentes categorías del conocimiento trazando sus límites bien definidos. El problema, el punto crítico, quizás se encuentre en las secciones dedicadas a la Crítica del juicio, ahí nos encontramos con subrayados temblorosos, palabras tachadas, dibujos monstruosos y preguntas inquietantes escritas en los márgenes que se pueden leer entre las manchas de yerba y las huellas de los dedos. Si nos fijamos con detenimiento, hasta se puede notar el sudor húmedo de las manos que recién las estuvieron manipulando. El arte parece un gran trauma para la crítica dura, algo que se escapa de su estructura diseñada a priori y amenaza con pudrir todo ese intrincado sistema de categorías y casilleros. El genio, lo sublime, la intuición nouménica quizás sean algunos de los nombres extraños que utilizó Kant para referirse a eso que en un principio decidimos llamar ensiotro y acá aparece con la forma de un encuentro traumático con la alteridad, un punto crítico en el que la rigidez de la razón se rompe.


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La dureza de materiales nobles como el bronce se corroe constantemente a partir de algo tan inmundo como el excremento de las palomas, el orden arquitectónico y el decoro social pueden movilizar una carcajada espontanea cuando se revelan como cuestiones más ornamentales que estructurales como las columnas engordadas del Museo y finalmente el rigor de la crítica dura se quiebra frente al arte que parece algo extraño para sus modelos preestablecidos de entendimiento. Quizás recién ahora debería empezar este texto, pero tal vez lo mejor que puede hacer la crítica blanda sea prestar atención a esa parte de la materia que se está expresando sin la necesidad de ser analizada.



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