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  • Martín Legón

Los histéricos años 90



Los histéricos años 90. ¿Por qué vuelven con insistencia constante? Porque todavía es posible ver ahí el último recorte de un país antes de su fractura social insalvable. Para bien y para mal esa década se transformó en un réquiem desmedido, y en colindancia, sobrenarrado. De sus producciones culturales, hijas y opuestas al modelo circundante (el cine de los noventa, la poesía de los noventa, el arte de los noventa) ya se escribió todo y casi todo es canon; a punto tal que veinte años después se organizaron múltiples retrospectivas en las Colecciones Costantini y Fortabat, reuniones impensables, por no decir inaceptables, en su momento. Pero se sabe, la violencia se asimila, el público se renueva, y en efecto vemos pasar la fecha de aquel colapso angustiante y anunciado para esa década, diciembre 19 y 20 del 2001, del que se cumplen veinte años a fin de año, como si nada.


Para quienes lo sentimos cristalizarse, internet es el pasado. Quizás no lo sepamos, pero perdido entre otros, nuestro campo tiene un asentamiento valioso en la digitalización de la revista Ramona; sus primeros números son un yacimiento de esquirlas sobre la década que nos convoca, que vuelven accesibles las formas de un espacio de discusión no tan difundido en su momento y al que cabría volver más no sea en busca de cruces y tensiones útiles para pensar el presente del arte local. Un ejemplo al montón: Luis Camnitzer publicando su pseudo manifiesto “Hacia una teoría del arte boludo”, 2006, que al repasar mentalmente los 60 no hace otra cosa que pensar con cierta profundidad los canales posibles de contigüidad para unos utópicos 90. Enternece ver los anuncios de los artistas ofreciendo sus servicios. Había todavía una comunidad.


En fin, revisando los archivos di con una entrevista a Guillermo Kuitca realizada por Nicolás Guagnini en el 2003, que había leído en su momento y por completo tenía olvidada. Es llamativo; cuando se piensan los noventa no suele mencionarse a Kuitca en tanto actor cenital, partícipe necesario del período, sino más bien se lo ve como una coda ajena fuera de campo (Francisco Lemus acota que “a modo de provocación, Marcelo Pacheco solía decir que los 90 eran el telón de fondo de Kuitca”). En ese contexto la entrevista en nº 38 de Ramona es interesante, y porque no reveladora, siendo la última que el artista ofrece a conciencia sobre el fleje de una época que se va.¹ Tiene algo de diálogo conclusivo, el encuentro es tenso, incómodo; se nota una obstinación sádica en el entrevistador y el cruce parece darse dentro de un cuadrilatero de box, o mejor, uno de esos rings de ocho puntas del MMA, el vale todo de las artes marciales combinadas. Aunque cada uno propone un deporte de contacto distinto. Guagnini ataca como un peso pesado en su noche de Las Vegas; Kuitca se defiende como una maestra del Muay Thai o Krav Magá, movimientos sintéticos que evitan la confrontación y salen rápido del atolladero casi sin exponerse. Si algo queda claro desde el comienzo es que el primero pretende llevarlo contra las cuerdas, sacarle algún tipo de confesión haciéndole pisar el palo junto al panel de la jaula. Y que al margen del momento movido que le hace pasar, no puede.

Hablan de tantos temas que llegado el final se hace un punteo pormenorizado solo para confirmar que en sus doce páginas a dos columnas nada quedó sin tocarse: la modificación estratégica de los procesos en Kuitca durante el pasaje de una década a otra, su palabra como lazarillo funcional en la construcción de una lectura modelo para un universo que se presenta cerrado de antemano, la meta-pintura, la pedagogía incipiente, su método de enseñanza, la solemnidad y su contraparte, el humor, en los productos culturales de las últimas décadas (y acá entra el Rojas), la teoría filosófica aplicada, su internacionalismo consolidado en esos años; su negación silenciosa, casi ajena, a formar parte en las discusiones del arte argentino (se llega a plantear una posible organización del canon personal para la escena local dominado por lo que llama “un sistema de excepciones”). Se avanza también sobre las influencias negativas, el rol de los curadores y el lugar del mercado, la falta de crítica e instituciones capacitadas en el país (tras una larguísima ausencia, Kuitca inauguraba por ese entonces una importante retrospectiva en el recién estrenado museo MALBA), y para concluir, una marcha ligera, un pasodoble sobre arte y militancia.


El entrevistador sabe, y quiere dejarlo en evidencia, que por lo general su entrevistado transita el día a día entre algodones, acunado por artículos y notas condescendientes. En este sentido estamos en presencia de un tipo de cruce que rara vez se da, en el que se hacen pocas concesiones y a su vez poco queda sin replica. Es anecdótico que desde el comienzo el tono de Guagnini resulta pedante, y alcanza con leer el arranque de su primera intervención para darse una idea: “Quisiera empezar por una pregunta que es en realidad un ensayo. Vos empezás muy joven a mostrar y el discurso en torno a tu obra está ligado a la transvanguardia, inclusive Bonito Oliva te escribe un texto. La lectura de tu obra arranca en clave Kiefer. Dos décadas más tarde se te puede leer en clave Richter...”. Sigue así un tiempo largo. Nieta de cierto rencor, a su soberbia se la intuye venir de antes, como si parte del éxito del otro se reclamara para sí. Guagnini es uno de esos raros casos especiales en los que el artista no es ningún tarado pero su obra, una suma de producciones medio sosas, de a ratos sí lo es. Al respecto, y a colación de nuestro tema de estudio, su figura es llamativa por dos piezas realizadas sobre el filo del dos mil, apenas previas al cierre dramático de la década del noventa. Distantes y distintas entre sí, ambas a su modo fallidas pero no por eso menos significativas, permiten entrever algo de la lógica interna de la escena porteña en aquel momento y que cabe mencionar.


La primera es una pieza escasamente recordada que obtuvo un galardón en la edición del Premio Banco Nación del 2000, y a la que el artista no suele volver aunque generó bastante revuelo por esos días, sin dudas bajo el auspicio de un cinismo oscuro y descuajado. El tema de la propuesta premiada por el profesor López Anaya se resume así: hacia la fecha del concurso la crisis galopaba, la falta de trabajo era desesperante, y en ese contexto Guagnini contrata a un arquitecto profesional desocupado para someterlo a la construcción de una pirámide de naipes, bajo un control estricto y un contrato leonino a cambio de un sueldo por hora. El profesional ahora precarizado debía permanecer entonces en la sala los días que durara la exposición, y comenzar de nuevo la sísifica tarea cada vez que la pirámide se derrumbara, sea por la acción del viento, de la fragilidad propia de los materiales y la propuesta, o por el roce de algún espectador desprevenido. Según Guagnini, la capacidad polisémica de su obra es tan abarcadora que trazaría una línea que une límpida las pirámides de Egipto con el formalismo, a Sol LeWitt con el chiste en el arte argentino, y a La Familia obrera (1968) de Oscar Bony con un razonamiento sobre el significado de pirámide social y el acuciante contexto social de ese momento. Cabe señalar que el artista presentó el proyecto a concurso ya radicado en Nueva York, ciudad en la que vive desde 1997. Para comprender mejor lo que estaba en juego por esos años (recordemos que el gran premio fue otorgado a Jorge Macchi por la intervención artesanal de un cartel publicitario en la vía pública) vale la pena adentrarse en algo de la literatura que la pieza de Guagnini generó; véase por ejemplo en el nº 9-10 de Ramona el intenso debate titulado “La pirámide de la discordia” del que participaron numerosos interlocutores.²


La segunda de las obras, diametralmente opuesta, sea quizás su pieza más famosa, o más conocida y difundida, y resulte sintomática para comprender parte del cambio de paradigma que el gobierno propuso e incentivó marcadamente sobre el conjunto de las artes en aquel entonces. Diseñada en 1999, casi en paralelo a la pirámide de naipes, y emplazada diez años después en el Parque de la Memoria - Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, Guagnini concibió 25 columnas de acero de 4 metros de altura que configuran y desconfiguran el retrato de su padre, periodista desaparecido por la última dictadura cívico-militar, según el punto de vista de quien observa. La instalación lleva por título 30.000, casi a modo genérico, y si bien pretende articular en la construcción de una memoria colectiva se la siente a mitad de camino ente el ejercicio personal y el señalamiento, un intento que por su individuación y magnitud excluye a los espectadores antes de invitarlos a una reflexión abarcadora. Vista en perspectiva la pieza no genera mayor emoción (como no lo genera una serigrafía de Warhol) padeciendo el peso de un encargo, con la profundidad escolar de esas reglas troqueladas de primaria que simulan movimiento al inclinarse sutilmente. De no poseer mayores referencias podríamos estar ante una experiencia perceptiva del op art. Si pensamos en términos de Bourdieu, la intención de poder simbólico, o sea el poder de constituir “lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo y, por ello, la acción sobre el mundo, por lo tanto el mundo” es bastante menos marcada en esta pieza de Guagnini que en varias de las muchas otras esculturas emplazadas en el Parque de la Memoria (sin contar el arrollador poder evocativo del memorial propiamente dicho, citemos las piezas de Norberto Gómez, Marie Orensanz o Roberto Aizenberg por mencionar algunas). Así, la instalación con el magnánimo retrato de su padre termina por cercar la propuesta dentro de un discurso mayor, que tuvo su discusión pública también sobre las posibilidades de representar el dolor de una época desde un encuadre personal, que no desconoce el linaje como valor, y que vuelve la experiencia y la palabra expuesta desde esa posición una condición privilegiada de heredero con algo de núcleo cerrado; posición y condición que el poeta Martín Rodríguez cuestionó en su momento en un movilizante intercambio virtual con el cineasta Nicolás Prividera, hijo de madre desaparecida, al comentarle que bajo la articulación de una supuesta voz autorizada subyacía la conformación de una “sangre azul de la democracia”, como si hubiera un conocimiento o un saber per sé en una condición que uno no eligió, en este caso la de familiar de un detenido desaparecido.


En este sentido ¿cómo pudo alguien configurar dos obras ideológicamente tan dispares en un mismo tiempo sin correr el riesgo de parecer oportunista? Reconozco que es una pregunta estúpida, a la que se le podría responder con distancia: en ambas obras Guagnini se revela como un buen profesional del arte, lo que no siempre equivale a ser un buen artista. Igualmente es innegable que sus intenciones tuvieron ánimos de sintonizar con un ojo puesto en la actualidad, y que aún en la ausencia de sutileza, algunas de las obras producidas por esos años dijeron bastante más de una época. Kuitca, por el contrario, refugiado en su melancolía de suaves espinas terminó por revelar un lado esquivo a dejarse contaminar por el conflicto social. Volviendo a la entrevista en Ramona de diciembre del 2003 (año de la asunción presidencial de Néstor Kirchner, esa otra K pesada en la síntesis que llegaba para quedarse), deberíamos preguntarnos a qué períodos de la historia adjudicar las reflexiones de Kuitca (y es acá donde resuena la primera pregunta cargada de soberbia de Guagnini). Para la historia del arte argentino Kuitca forma parte de la renovación de la pintura local en la década del ochenta; para escena del arte internacional constela con los artistas capitales de la década del noventa y sus temas; para la construcción del mito propio su participación incluye entera a la década del setenta, tal como se desprende de su reciente publicación Collected Drawings 1971-2017, gesto al que uno se ve tentado a imponerle calidad de chiste interno, burla socarrona a esa exacerbación hasta el agotamiento del mote “joven Kuitca”, si no fuera porque se sabe que no hay ni hubo en el artista capacidad alguna de reírse de sí mismo. El libro además es solemne hasta en su contundencia, con lo cual tenemos que aceptar que él mismo es quién escoge esa fecha y el lugar de niño prodigio, con algo para decir a la inquietante edad de nueve años. Es entonces donde resuena el textual que da título de la entrevista, “La construcción de Berni como Borges no da” idea fuerza que desliza Kuitca en un momento, párrafo que seguramente el mismo Guagnini escogió y recortó para ilustrar la nota en una revista sin imágenes. “La construcción de Berni como Borges no da” se dice, en tanto no es una figura conveniente ni enteramente recomendable para conformar un canon que le gire alrededor. Y uno presupone al leer que si en algún lugar Kuitca reserva esa figura para alguien, esa persona es él. No lo dice explícitamente (no podría) ni lo conjuga del todo, pero lo desea. Es entonces cuando uno superpone y piensa en la conocidísima anécdota de Borges, según la cual publicó su traducción del Príncipe feliz de Oscar Wilde a los nueve años, dato siempre rescatado como prueba de rigor que daría cuenta del anticipo de un genio temprano. Sobre ese vértice recae la elección personal de recomenzar su carrera en 1971. Es curioso que tanto Kuitca como Borges congregan junto a sus figuras un repertorio de imágenes arquetípicas, de serenidad tardía, y que hacen orbitar hasta el cansancio en torno a ellos: teatros, camas, plantas de habitar; tigres, espejos, laberintos. Pero donde Borges tiende a ofrecer una infinidad de nombres y lecturas externas, generosas; Kuitca ofrece generosamente un modelo de artista posible para la escena local.

Digamos, Kuitca, artista ambicioso, inteligente y cosmopolita, trabaja a destajo durante la primera década del siglo veintiuno para galvanizar su canonización final en el terreno del arte argentino, quinta que pacientemente había labrado durante los diez años previos en la década del noventa, a fuerza de talento y pedagogía, en paralelo a su contundente triunfo como pintor en el exterior. La Beca Kuitca no solo fue un espacio que atraviesa y desmaleza esos años inseparables, sino que los utiliza a conciencia para sentar las bases de un modelo de artista profesional, internacionalista, un modelo que en parte es el suyo y que se ofrece como espejo de variante realista, adelantada, y culposamente a contrapelo de la propia escena local de aquellos años. Imaginemos nomás qué hubiera sido de esa década si Marcelo Pombo aceptaba la invitación personal que se le hiciese para participar de la primera edición de la Beca en 1991; invitación que visionariamente declinó a sabiendas de que corría el riesgo grande de quedar marcado a hierro con la K en la espalda. Quizás porque ese proceso de trabajo a conciencia sobre la escena de la década se palpaba, se experimentaba con claridad, desconfianza y cercanía, es que Guagnini resulta tan visceral en su abordaje. Hasta tal punto hay un eco en que esto pudo ser así para otros, que suma leer un fragmento al respecto publicado en la muy valiosa entrevista que Jimena Ferreiro le realizó a Magdalena Jitrik para su libro Modelos y prácticas curatoriales en los 90, versión reducida de su tesis de maestría. Allí Jitrik, que tenía oídos privilegiados en ambos lados del suceso tanto por formar parte de la primera edición de la Beca K como del corazón curatorial del Centro Cultural Rojas, dice: “...Gumier detestaba a Guillermo, tenían una rivalidad, lo cual deterioraba mi posición, porque no se podía estar en los dos lugares; yo empatizaba con Gumier y a la vez con Guillermo. Los escuchaba, era muy rico para mí y con ambos tenía mucho diálogo...”. A lo que Ferreiro acota: “Ellos después encontraron una negociación...”, para que Magdalena concluya con un: “...Porque Guillermo es un maestro de la política” y continua “saldó la confrontación cuando le compró una obra a Omar Schirilo. Eso lo hizo por genuino gusto y por dificultades en torno a la enfermedad de Omar. Ahí se dio vuelta la tortilla, pasaron a ser mejores amigos, Gumier pasó a ser jurado de las becas de Guillermo. Y yo quedé afuera de ambos círculos en ese momento. Fue así...”


Cerrando el catálogo de la retrospectiva que la Colección Fortabat le dedicara a la obra de Schirilo se reproduce, casi a modo de eslabón perdido, la carta que Kuitca le enviase a Omar con la intención de ayudarlo y adquirir una de sus obras, colaboración sin dudas sentida y entendida entre pares. La relación de Kuitca con las instituciones (Centro Cultural Borges, Antorchas, MALBA, Centro Cultural Rojas, Universidad Di Tella) no solo narran un proceso en la profesionalización de su Beca, y por ende en la de sus participantes, sino una historia de las instituciones locales desde la transición democrática que lo encuentra casi siempre en el centro. Decíamos, este Kuitca consolida legítimamente su presencia en el campo argentino no tanto con su obra, que vista en retrospectiva terminó siendo apenas previsible (aunque no quedó artista internacional sin utilizar un mapa) sino más bien con el aporte que ofreció vía el prototipo Joseph Beuys de docencia aplicado sobre esa década. Guagnini huele el modelo borgiano, lo apuntala al margen porque entiende que ya no importa demasiado; Adrián Villar Rojas, posiblemente el mejor exponente de la contigüidad de esa fórmula, estuvo tan enteramente consciente del punto que decidió a conciencia preservarse y no presentarse a ninguna de sus becas para poder seguir con fidelidad los pasos del maestro. Visto desde el hoy deberíamos titular “La construcción de Kuitca como Borges no da”, y no porque sea una deriva imposible, sino porque el modelo de Borges fue reformulado de manera ejemplar por César Aira para la literatura argentina, revitalizándolo y permitiendóle respirar. El costo fue que el modelo de Aira, menos iconoclasta, incluyera al borgiano hasta el límite de sus posibilidades, atomizándolo en la liberadora alteridad que se desprende naturalmente en la famosa enumeración que Borges hiciera definitiva en El idioma analítico de John Wilkins, donde como plantea Foucault “la monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste (...) en que el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas". Como sabemos, la lógica en Kuitca, que suele entregarse al engarce burgués de las ideas elegantemente encadenadas, nunca rozó la ruina, ni siquiera en sus Diarios.


Resumiendo, Guagnini clausura con una de sus obras el 2001, inaugura con otra la nueva relación entre el Estado y los organismos de Derechos Humanos a principios del nuevo siglo. Por su parte, el Kuitca que habla en la entrevista de Ramona tenía todo por delante; tras sentar las bases de su proyecto educativo encararía sus períodos becantes 2003-2005 y 2010-2011, temporadas que entregarían al panorama doméstico una nueva generación de artistas, ahora sí profesionales, y una nueva identidad ligada a estos estándares. Alcanza con hojear una entrevista que le concede años después a Leopoldo Estol publicada en el nº 77 de Ramona y ver las diferencias de lugar entre un Kuitca y otro. El mérito de su aporte fue haber vislumbrado que la profesionalización lo cubriría todo, llegando incluso hasta a la generación del Tao, que en parte la combatió y la terminó aceptando como tendencia natural inevitable. El comienzo del siglo veintiuno lo encontraría replegándose de nuevo, adelantándose con fuerza a la futura revalorización que tendrían los modernos; arrancan ahí las citas a Fontana, Hlito y el cubismo analítico, siendo quizás su aporte más político al panorama local (recordemos que desde su envío a la Bienal de Venecia en 2007, Kuitca invita a leer en su obra una legitimación de Fontana como artista congénere, algo que terminaría de plasmar en Plataforma Argentina Arco 2017, remesa con carácter de representación nacional que organizó bajo su amparo la secuela genealógica de pintores Fontana, Kuitca, Seeber, Tessi en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid).


Como guiño final entonces, recomendar nomás para este dossier de los 90 la lectura completa de aquella entrevista en Ramona, de la que no quise adelantar contenido ni adentrarme en sus bifurcaciones por el mero hecho de no restarle parte de su gracia. Aunque no agregue mucho, deja entrever un tiempo en el que los artistas todavía hablaban entre ellos de arte. Después vendrían los barrios privados, con su propia vida pública y su duplicación del mundo; la profesionalización traería también nuevas figuras intermedias, burócratas en todos los niveles amoldados mansamente a sus formas, y otros ocuparían el lugar en esas conversaciones.



Notas


Imágenes

(1) Colección revista Ramona (2000-2010), Biblioteca del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.

(2) Carta de Guillermo Kuitca a Omar Schiliro, Buenos Aires, 10 de octubre de 1994. Archivo Omar Schiliro. Gentileza Colección AMALITA, Buenos Aires.



#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s

editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli


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