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  • Matías Moscardi

Los noventa fueron y serán bahienses



Una de las profesoras más positivistas y cientificistas que conocí en la carrera de Letras me dijo, una vez, que había estudiado por tanto tiempo el barroco que, para ella, el barroco no existía. En el transcurso de una tesis doctoral, sucede algo parecido: llega un punto en donde, por un exceso de proximidad, el objeto se diluye y desaparece como un conejo en la galera de un mago. Un kōan budista dice: en un primer momento, las montañas son las montañas; en un segundo momento, las montañas dejan de ser las montañas; en un tercer momento, las montañas vuelven a ser a las montañas. La fábula se aplica perfectamente a los bipolares ciclos de la investigación: ya sea por el interdicto de una distancia indiferente, o bien debido a una cercanía obturadora, en un punto todo da igual, todo parece lo mismo, todo se confunde. En “Funes, el memorioso” Borges dejó dicho que “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Exacto: después de mucho pensar, los objetos se funden en el magma de una entelequia indistinta.

En mi caso, investigué un grupo de editoriales de la provincia de Buenos Aires que tuvieron su corto pero prolífico período de vida entre 1997 y –en algunos casos– un poco más allá de 2001. Esas editoriales son Belleza y Felicidad, Ediciones Deldiego, Siesta y Vox, la única de ellas que no tuvo sede en Capital Federal. Entre los catálogos de estos proyectos, aparecen poetas y libros que la crítica identificó como “poesía de los noventa” y que incluye estéticas tan distintas entre sí como las de Fernanda Laguna y Sergio Raimondi –por mencionar dos puntos de un mismo arco. Como en el caso del barroco, a esta altura creo que la poesía de los noventa dejó de existir para mí, o al menos no sabría explicar muy bien qué es. Sin embargo, en la simple enumeración de estas editoriales, algo queda captado, algo se cristaliza, como una postal de época, aunque la figuración debería ser olfativa o gustativa antes que visual –esos recuerdos que nos activan, con tanta intensidad, un olor o un sabor.


En febrero de 2021, a la idea y a la vuelta de un viaje en carpa al sur con mi pareja y mi hijo, pasamos por Bahía Blanca. Yo no iba desde 2018. Paramos las dos veces en lo de Milton López. Hasta entonces, siempre había viajado a Bahía en colectivo, en el Rápido del Sud. Esta fue la primera vez que manejé en auto desde Mar del Plata. Lo primero que noté es que no es tan lejos como yo creía –hablando de distancias y proximidades como operatorias de lectura. Lo que ocurre es que el recorrido de El Rápido es, más bien, lento, lentísimo: porque para en todos los pueblos intermedios y el viaje termina durando ocho horas. En auto, en cambio, el tiempo aproximado es de cinco horas y media.

La primera vez que fui a Bahía fue en el año 2006, con motivo de un congreso –mi primer congreso, creo. Tenía 23 años. Ana Porrúa me contactó con Marcelo Díaz. En ese momento, Marcelo formaba parte de la Cooperativa El calamar, cuyo logo de dos pinos adornaba, en forma de grafiti, cada recoveco de la ciudad. Aquella vez, Marcelo me llevó en una especie de Magical Mistery Tour por Bahía Blanca, que incluyó el museo del puerto –recuerdo que comí una porción de torta increíble– y un lugar llamado kafkianamente “El castillo”, la exusina de White. Recuerdo que, a pesar de unas cintas municipales que decían “prohibido pasar”, “peligro de derrumbe” y cosas por el estilo, entramos y subimos a la parte más alta de la torre, desde la cual no solo se veía Bahía sino las localidades cercanas –otra alegoría de los puntos de vista. En ese mismo viaje, conocí a los integrantes de la editorial El calamar, entre los cuales se encontraban Nico Arias, Marina Yuszczuk, Eva Murari y Alberto “El Tino” Farías. A diferencia de lo que me pasa cuando visito Buenos Aires, en Bahía me sentía como en mi casa. Y eso que todavía no conocía a Gustavo López.

A Gustavo lo conocí en la entrega de premios de un concurso de la revista Vox y Amigos de lo ajeno, una publicación virtual dirigida –si no me equivoco– por el poeta Luis Chaves. Yo había mandado un libro a ese concurso –Pluvia, que después salió por Vox– y había obtenido una mención. No conocía a nadie en la sala pero recuerdo la lectura emotiva del chileno Víctor López, que leyó unos poemas del libro ganador, Los surfistas. También recuerdo que Gustavo se me acercó y me dijo que mi libro le había encantado y que quería publicarlo.

Al año siguiente, en 2007, se abrió una convocatoria para participar de una serie de talleres agrupados bajo el nombre de “Ruta 33” –la ruta que une Bahía con Rosario– dictados por Daniel García Helder, con invitados como Daniel Durand, Mario Ortiz y Martín Prieto, entre otros. El taller era para residentes en Bahía y alrededores. Si bien Mar del Plata no contaba como “alrededor” –menos si consideramos la dilatada lentitud de El Rápido–, le pregunté a Gustavo si podía mandar mis textos y me dijo que sí. Ese año me la pasé viajando a Bahía cada quince días, para asistir a los talleres de Helder. Ahí conocí a Alfonsina Brión, a Milton López, a Lucía Bianco y me terminé de hacer amigo de las personas que ya conocía, en especial de Nico Arias y de Marina Yuszczuk. De hecho, el primer día del taller, paré en la casa de los padres de Nico, que me encontraron un porro en el bolso. En 2007, aparentemente, era peor tener un porro que revisarle el bolso a un amigo de tu hijo. Como sea, esto significó que ya no era bienvenido. A eso de las dos de la mañana, como no sabía a dónde ir, terminé en la puerta del edificio donde vivía Marina –esa misma tarde, la habíamos pasado a visitar o algo así. La dirección era fácil de recordar porque la calle donde vivía Marina lleva el nombre de la fecha de cumpleaños de Bahía Blanca que, como si fuera poco, coincide con mi cumpleaños: 11 de abril. Toqué timbre una y otra vez durante media hora, sin éxito, hasta que vino la policía. Me pidieron mi documento para averiguar si tenía antecedentes. Les expliqué la situación como pude y, a la larga, me dejaron ir. En ese entonces, yo tenía un Nokia 1100: le había mandado mensajes de texto a Marina –que a esta altura es como decir señales de humo–para avisarle que no tenía donde ir y preguntarle si podía quedarme en su departamento. Como a las cuatro de la mañana, después de todo este episodio de la policía, me respondió. Me explicó que esa misma tarde había cortado con su novio y pensó que el de los timbrazos era él. Yo estaba haciendo tiempo en una estación de servicio cercana. Volví y pasé esa noche ahí. Así empezó el taller de Helder y mi relación de amistad con los bahienses.


A mí me decían “El narcoléptico”, porque a la noche, antes de salir a algún lado, me quedaba sistemáticamente dormido. Por lo general, el sueño tenía que ver con que había viajado ocho horas interminables en El Rápido. En el transcurso del taller de Helder, también hubo lecturas en vivo. Recuerdo que Juan Desiderio leyó La zanjita y José Villa, algunos poemas de Camino de vacas. También lo escuché leer a Durand algunos versos de Segovia. Cuento todas estas cosas porque, para mí, los noventa fueron y serán bahienses.


Cuando leyó Desiderio, de hecho, ya había instalada un aura mítica en torno a La zanjita, uno de los grandes poemas de los noventa. Pienso ahora –desde acá, catorce años después– que su condición aurática tenía sentido: La zanjita llevaba mucho tiempo en el aire, se había cocinado a fines de los ochenta, al fuego del fanzine Trompa de Falopo y la revista 18 Whiskys, y había tomado envión a lo largo de una década, para llegar cargado hasta esa lectura en Bahía Blanca, en 2007. Todavía me acuerdo que Desiderio anunció, antes de comenzar la lectura, que esa sería la última vez que leería La zanjita. No sé si cumplió la promesa. Creo que no. Pero a todos nos quedó la sensación de estar presenciando un acontecimiento histórico.

Recién ahora me doy cuenta de que estas experiencias y recuerdos determinaron la forma de encarar mi trabajo de investigación, en varios sentidos. Primero, por el tipo de recorte del objeto que hice: pensar las editoriales era tener en cuenta un fenómeno más grande y amplio que una serie de poetas o una serie de textos; era pensar esa experiencia de las redes, de las ciudades, de los amigos y de la amistad, de los vínculos, de las lecturas y los recitales de poesía, de los talleres, de las materialidades y las formas de circular, de viajar, de interactuar, de conocerse y cohabitar un espacio simbólico común. Segundo, por cierta temporalidad anacrónica que suponía el recorte histórico que propuse: la “poesía de los noventa” estaba sucediendo en 2007, en vivo en directo, a destiempo; había que pensarla para atrás, desde los ochenta, y para adelante, después de 2001. De ahí mi interés por el fanzine Trompa de Falopo, el volante poético La mineta y la revista 18 Whiskys. Durante los noventa, muchos poetas entrenan su pulso en fotocopias y proyectos de muy bajo presupuesto que recién entran en ebullición hacia fines de los noventa, cuando aparece la impresora hogareña, Windows, el Word y el Paint, un combo con el cual se sortean las trabas y obstáculos en la edición que supone un libro de imprenta. Por otro lado, gran parte de los títulos emblemáticos de los noventa aparecen fechados de los 2000 en adelante. Esto se ve muy claro en el catálogo de Vox: Mamushkas (2000), de Roberta Iannamico, el primer volumen de Cuadernos de lengua y literatura (2000), de Mario Ortiz, Seudo (2000), de Martín Gambarotta, Diesel 6002 (2001), de Marcelo Díaz, Las últimas mudanzas (2001), de Laura Witnner, y Poesía civil (2001), de Sergio Raimondi. Tercero, porque había algo en mi posición de lectura que se traducía como punto de vista: distancia con respecto a Buenos Aires pero también una afinidad extranjera de fascinación turista con respecto a Bahía.


Bahía Blanca, Gustavo López y Vox fueron, para mí, y desde entonces, una forma de experimentar y leer “los noventa”. Por ejemplo: en 2013 me separé y me fui a pasar navidad con las familias de Gustavo y Marisa. Esa navidad, para levantarme el ánimo, Milton me regaló un portallaves de madera, con una forma redundante de llave gigante, pintada con esmalte sintético, que Mario Ortiz, en una lectura, me entregó histriónicamente como si fuera la llave de la ciudad. Imposible no pensar, después, las redes de amistad que sostuvieron gran parte del trabajo de las editoriales en los noventa, la escritura poética como dispositivo colectivo de enunciación donde se pueden leer estas ligazones afectivas que sostuvieron las prácticas.

Mientras escribo esto, intercambio audios con Gustavo por WhatsApp. Le pregunto cómo fue posible toda esa movida, de dónde viene, cómo se gestó; le pido que recapitule, que puntee. Me cuenta de Senda (1981-1993), un proyecto anterior a Vox, que edita 32 números en formato revista y casi 50 libros. En paralelo, destaca el trabajo de los poetas Mateístas y sus intervenciones murales y el taller de Mirta Colángelo en la Casa del Sol albañil como dos referentes clave para entender el progresivo amasado del clima poético bahiense. Lo interesante es que el punteo no se limita a la literatura. En 1990, por ejemplo, Gustavo señala como acontecimiento relevante la muestra “El kitsch en nuestros días”, donde participaron varios artistas locales como Montangie, Prado, Merino, Baccini y Aphalo. En 1992, comienza a funcionar el grupo de danza teatro “Caos”, gran renovador estético del campo cultural bahiense. En 1993, se funda el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) en la gestión fundamental de Andrés Duprat, con un equipo que contaba con Cecilia Miconi, Marcelo Marzoni y el escritor Luis Sagasti. Finalmente, hacia 1994, aparece la revista Vox que, años más tarde, contaría con un espacio propio: el espacio Vox, donde se organizaron recitales de poesía y música, muestras de arte, presentaciones de libros y editoriales. Esto desemboca, entre 1999 y 2002, en un convenio entre la editorial Vox y Fundación Antorchas desde el cual se organizaron talleres literarios coordinados por Daniel García Helder y Arturo Carrera, con invitados como Daniel Link, Delfina Muschietti, Alan Pauls y Héctor Libertella, y de los que participaron, entre otros, Sergio Raimondi, Roberta Iannamico, Carolina Pellejero, Marcelo Díaz, Mario Ortiz, Omar Chauvié, Lucía Bianco y Eva Murari.


El recorrido de los audios que me manda Gustavo es interesante porque permite visibilizar el alto grado de permeabilidad del campo poético, el quilombo de yuxtaposiciones, simultaneidades, diálogos y azares constantes, la superposición, los cruces y la coalición, la interacción y la hibridación impredecible, el hilvanado y el entretejido heterogéneo de prácticas y discursos completamente distintos que conviven y se nutren mutuamente; el bardo real, desordenado –a veces involuntario, a veces instintivo–, la nafta híbrida que impulsa muchos fenómenos culturales. Pienso, por ejemplo, en la pulcritud estructural que implica la idea de “campo intelectual” de Bourdieu, qué distinta es de todo este despelote de cosas que se agitan en la memoria de uno de sus protagonistas, cuando le pregunto que me cuente cómo sucedió lo que sucedió.

En una nota reciente en Página 12, Matías Matarazzo dice directamente que, sin la tarea de Gustavo López como lector, promotor y editor, “sería muy difícil pensar los últimos 20 años de poesía la argentina”. Una foto de los libros de Vox, con esos clásicos hilitos que hay que desatar, podría ser una perfecta postal de los noventa: las guardas con hojas de diario o de revista, acompañados con señaladores, apoya-vasos e incluso, en algunas ocasiones, con grabados de Carlos Mux, encargado del diseño y la maquetería. Gustavo subraya enfáticamente que el lugar de Mux fue fundamental y decisivo en el rumbo del proyecto: sin él no hubiera sido lo mismo. El aporte de su trabajo en el área de diseño gráfico, de los interiores y de la paginación, de la tipografía, de las láminas, grabados y serigrafías que acompañan los libros, definió la materialidad característica de la editorial.

Quizás por todos estos cuidados y detalles en los procesos de edición, los libros de Vox siempre me parecieron poemas visuales, en la línea del concretismo brasileño –algo de esto analizo en la tesis. Cuando aparecieron, se hablaba de “libros-objeto”. Sin embargo, la idea de “objeto” estaba revestida de cierta pasividad e inacción. Yo les digo “libros-agentes” porque para mí ese caparazón se llevó algo de protagonismo, como un extra que, de pronto, se roba la atención de una escena.

Vuelvo a las montañas budistas del comienzo y, después de hacer este download precipitado de recuerdos, ya me siento un poco mejor, en la tercera fase: donde los noventa vuelven a hacer los noventa. Esas experiencias y cruces particulares fueron mis lentes, mi DOS, el sistema operativo de base sin la cual me hubiera sido imposible ninguna interpretación, ninguna lectura. Como en la poesía, entonces, en la investigación, muchas veces lo que sostiene la “producción de conocimiento” es –valga la cursilería– el amor, las amistades y las experiencias concretas, con sus motivaciones, contingencias y casualidades. Aunque las demandas académicas y los registros de la crítica a veces exijan olvidar por un momento qué son las montañas y si habrá o no, detrás de ellas –como en ese hermoso poema de Giannuzzi– una segunda oportunidad.



#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s

editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli

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