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Mario Scorzelli

Mimi Laquidara y el efecto multiplicador del gasto


La historia del arte de Buenos Aires puede ser leída a partir de dos vectores: la escala y el estilo. Algo que se expande y se contrae entre dos grandes limbos en los que el tiempo y el espacio se pierden, ya sea porque se disuelven en un cajón del pasado sin historia o porque abandonan la vida para eternizarse en una ficción mental. Al menos así ha sido contada hasta hoy, como si se tratara de algo que tuvo lugar entre el siglo XIX y el XXI, entre los bazares del centro porteño y algún galpón industrial olvidado. 


Sin embargo, en la nueva edición de la feria arteBA, parece difícil encontrar algo parecido a una historia. En el masacote de obras y personas que se chocan con paneles de durlock y deambulan entre un millar de lamparitas que no saben bien dónde tienen que iluminar, las coordenadas espaciotemporales no funcionan de la manera a la que estamos acostumbrados; la escala se pierde y el estilo nunca aparece. 


Lo más justo sería tratar esto como una realidad paralela, con su propio limbo. Si no sabemos mucho más sobre ese limbo, es porque aún no conocemos a nadie que haya sido capaz de salir de ahí para comunicarse con nosotros. Esa realidad paralela, quizás sea algo similar a lo que sucede adentro de un tupper. Solo las sobras saben lo que sucede cuando se juntan, solo una milanesa conoce lo que se siente estar ahí adentro por un par de días. Lo más cercano a una historia que encontré en la feria fue la confesión de un amigo que no veía hace algunos años y me reveló que estaba pensando en implantarse pelo. Pero de lo que quiero hablar acá no es tanto del hastío, sino de la obra de Mimi Laquidara que se encuentra en el Espacio Andreani, al ingreso de la feria.


Después de un par de días de trabajo intenso, limbo y noches de fiesta, Mimi Laquidara luce algo cansada. Mientras tanto, intenta mantenerse atenta para advertirle a la gente que no se pare con los pies embarrados sobre su obra, a sacarse selfis con algo que quizás no sabe lo que es: un dibujo. 


La escala de los dibujos se siente grande y el estilo imperceptible. Copias ampliadas de tickets de compras realizadas en Coto, Vea y Res, ejecutadas manualmente siguiendo a rajatabla los preceptos de John Ruskin. El sacrificio que implica el esfuerzo empeñado para realizar una gran obra, la verdad expresada en la fidelidad a la naturaleza de los materiales, la fuerza de la monumentalidad, la belleza platónica con la que se escala el modelo imitado, la memoria que se proyecta como un fiel testigo del sentimiento de esta época y la obediencia para seguir los criterios originales de la artista.


 “Milanesas de pechuga” y “yerba” son algunas de las palabras que aparecen retratadas en esos dibujos que registran sus consumos de los últimos días. La obra surge como algo parecido a un encargo, algo que viene con presupuesto para asistentes y materiales que son ofrecidos como si fueran una garantía para cumplir con éxito la demanda. De esa manera, se dibuja una premisa que aparece de forma literal y teatralizada: para que haya un mercado de arte contemporáneo porteño hay que gastar.


Aunque en el limbo no hay historia, acá aparece algo que tenemos que recordar. El mercado del arte contemporáneo de Buenos Aires tal vez haya nacido como una fantasía keynesiana delirante. En un contexto problemático, en el que el éxito parecía algo muy improbable, a alguien se le ocurrió un camino para salir definitivamente de la miseria, un camino que en principio parece contraintuitivo: gastar.


Mientras la inflación baja debido a la recesión, los dibujos de Mimi —muy oportunos— nos recuerdan que estamos algo perdidos, que no sabemos cómo seguirá la historia y que tenemos que gastar, aunque gastar no sea un plan que pueda durar para siempre.



Sobre Papeles de Mimi Laquidara en Espacio Andreani, arteBA 2024. Foto: Xinhua/Martín Zabala

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