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Keops, Kefrén y Micerinos

Marcos Kramer


Ayer una amiga me escribió para contarme que se había mudado a una nueva casa, afortunadamente más grande, ya que subía enormemente el alquiler del lugar donde estaba viviendo hasta este mes. Mi amiga es de un barrio popular de Merlo, estudió en una universidad pública y hace algo menos de 10 años vive en Buenos Aires, intentando que el modo de vida al que la empuja la ciudad no se lleve puesto el sueldo mensual que tiene. Me contó que está muy contenta y que quería hacerme una pregunta de “lo mío”. Ella ama estrepitosamente a León Ferrari y estaba deseando poner una de sus imágenes en el living de su casa. Encontró que la Fundación Ferrari vende sus heliografías, sin numerar ni firmar (“al infinito”) por algo más de 2000 pesos y me preguntó si era “grasa” comprar algo a ese precio y ponerlo en el living de su casa. No me sorprendió su pregunta por varias razones. La primera porque la conozco, y por eso la quiero tanto, pero este texto no se trata de ella y su hermosura. En segundo lugar entendí directamente que a partir de mi trabajo como curador ella me sentía capaz de discernir no solamente si un Ferrari en el living es de mal gusto sino también si el precio bajo per se es de mal gusto.


Sería irrelevante contar ahora lo que le dije pero inmediatamente se me vino a la memoria la pasada subasta. Aquella semana escribí en Twitter, indignado, y se armó una pequeña pero fructífera discusión. Sin embargo me sorprendió que no hubiera tantas voces que acompañaran mi indignación ni que usaran la máscara letal de las redes sociales para vomitar furiosamente la bestialidad del dinero y de las relaciones económicas que nos cruzan. Mi temor abrupto fue que esa furia del descargo desmesurado (con el puño en la mesa como aquella obra emblemática del arte argentino) fuera tapada por medidas dosis de realismo y conciliación que aceptan la derrota del mercado frente a la vida desbordante del arte, que abrazan la coyuntura neo-hiper-retro-liberal-capitalista que nos gobierna hace décadas deslizando el tenue canto de “no está dada la correlación de fuerzas” que escucho en los progresismos desde mi adolescencia.


Mi indignación, mi belicosidad twittera, es decir atemperada y tibiamente impune, nunca estuvo dirigida ni al coleccionista que vendió sus objetos con todo derecho (son de él porque los compró, y puede venderlos como se vende un auto, una casa de fin de semana o un velero de paseo) ni mucho menos dirigida al artista que produjo esa pieza hace más de treinta años y que pudo haber cambiado de ideas con total naturalidad. Mi indignación estuvo focalizada en el desparpajo, en la fiesta, en la algarabía y los vítores del video en vivo de la subasta donde distintas personas revoleaban de a cinco mil dólares como si fueran paquetes de polenta. Quizás porque no acostumbro a estar en espacios donde circula el dinero con tanta transparencia (la misma que pide Worthalter en su artículo) o porque mis ojos no saben reconocer el pedigreé de la abundancia verdadera, pero hacía mucho que no me enfrentaba a esos niveles de vulgaridad. Para ser sincero, temo que la recurrencia de visitar subastas o transitar más cotidianamente por espacios high society adormezca mi capacidad de rebelarme o buscar alternativas, al menos en principio desde las palabras, y me lleve a querer comprender y perdonar a los dueños del dinero. “Gente de pie, aplausos y suspenso. Valet parking y champagne”, dice Arteaga en su nota de la subasta para La Nación. “La sala explotaba, el champagne circulaba, y la gente se saludaba con abrazos.” dice Jaureguiberry en Clarín. Como si de golpe se volviera a abrir un portal a la dimensión simbólica del champagne en la política argentina. En las notas y comentarios que he visto en estos días (incluída la nota de Worthalter), siempre se llega a la misma conclusión: esta subasta y estos precios colaborarán a revalorizar los precios de estos artistas y de los nuevos que están acoplándose al mercado. En primer lugar no puedo entender, quizás por mis desconocimientos técnico-económicos, cómo esto va a ASEGURAR ese crecimiento y no quedará flotando en el aire como promesa liberal televisiva que cae al ritmo de “La dinámica del mercado”. Pero más allá de eso, la idea más burda (en sentido doble: por su grosería y quizás también por mi propia torpeza intelectual) que se desprende del acto de la subasta, radica en cuáles son los agentes socio económicos que necesita el arte para sobrevivir, a quiénes estamos “dando de comer”, valga la exageración, y de qué tipo de rebeldía antisistémica ya no podemos vestirnos en la medida en que aceptemos sin incomodidad explícita que nuestro campo profesional es un hermoso laboratorio económico.


En su artículo Arteaga nos regala esto: “Por cuerda separada, hay que pensar en el momento de la Argentina, que toca fondo con el Fondo. O recordar, una vez más, que crisis es oportunidad”. No sé si será casual pero Worthalter menciona la transparencia del mercado de tulipanes de Aalsmeer y me pregunto si será una referencia asordinada a la crisis de los tulipanes en Holanda en el siglo XVII que, más allá de su realidad o mistificación, sirve para marcar un inicio histórico posible del juego con los capitales ficticios, como señala Rolando Astarita, y la explosión de las burbujas financieras. En momentos de crisis, los buitres (o cóndores, mejor) andan merodeando para conseguir su tajada o, en otras palabras, mayor liquidez. Y esto no es ajeno al arte sino todo lo contrario. Traigo para ello las ideas de Claudio Golonbek tanto en su libro “Guía para invertir en el mercado de arte argentino” (2001) como en la nota “Economía del arte” publicada en Ramona 59 (2006). Alllí Golonbek señala que la crisis financiera mundial de 2000/2001 afectó “a la mayoría de los activos financieros operados en el mercado (bonos, acciones, depósitos a plazo). (…) La incertidumbre sobre el valor de los activos en el mundo fue generando un mayor espacio para la inversión en nuevos rubros anteriormente considerados riesgosos o complejos de evaluar. (…) La información obtenida revela -entre otras cuestiones- que el índice de precios de arte supera en rendimiento a los denominados activos de renta fija (principalmente los bonos). (…) El crecimiento del mercado de arte durante un contexto de crisis financiera ya tenía un importante antecedente. El boom de los precios de las obras de arte ocurrido entre 1988 y 1990 fue una suerte de intuición adaptativa de cierto segmento de inversores que con una estrategia altamente especulativa apostaron al arte después del crack bursátil de octubre de 1987 en Estados Unidos”. Este es el punto que no se toca en ninguna de las notas, quizás porque avergüenza, quizás porque se comparte. La pregunta es cómo esta dinámica puede decirle Basta a la pobreza. ¿Con más mercado? La propuesta de Worthalter para un mejor mercado del arte es que se amplíe, que surjan nuevxs compradorxs. Pero la propuesta de Worthalter sigue pensando en términos de pirámides, donde están los de abajo numerosos que sustentan a los de arriba, como siempre. Ampliar una pirámide no elimina las desigualdades y las injusticias (menos aún si no se aplica el droit de suit, o como se escriba). Ampliar la pirámide sólo engorda la base para sostener puntas más grandes. No, no me cuenten para defender y replicar esa forma geométrica de estructura social, disculpen. Y mucho menos voy a dejar de indignarme cuando vea los contextos en los que se la festeja.(1)


Por último… lo voy a decir aunque me cueste la etiqueta de “trosko”, como suelen nombrarnos a quienes intentamos mantener con nuestras torpezas la incomodidad subalterna: estoy en contra de que los objetos den status, y en contra de pensar el mundo alrededor de la idea de liquidez (Bauman se persigna). Menos aún si lo que me va a dar status y lo que me ofrece una liquidez en el futuro es una obra sobre un pasado precario que no deja de reaparecer en la vida material del presente. Por enésima vez se hacen carne juntos los fantasmas de la precariedad y la especulación financiera, esta vez corporizados en una subasta. Porque si ya es momento de concentrarnos en qué pieza alcanzó el record en la subasta, no podemos hacernos lxs tontxs y aminorar el hecho simbólico de que una obra sobre la precariedad educativa en 1991 tome ese impulso monetario en este contexto de Argentina. Para la teoría del valor de Marx, si no me equivoco, el valor no solo está determinado por el tiempo de trabajo medio socialmente necesario que lleva producir una mercancía sino también, y fundamentalmente, por el valor de uso validado por la sociedad, por su capacidad para satisfacer una necesidad. Y sabemos que ese valor responde a una construcción ideológica de la clase dominante. Entonces, ¿qué necesidad de la clase dominante satisface HOY esta obra en particular? Creo que esto es lo más importante a la hora de simular la escritura de una historia crítica de la escena artística contemporánea argentina, no tanto aplaudir los valores y las lógicas oscuras de un mercado salvaje y desregulado.


Si puedo estar en contra de algo (al menos desde las palabras porque plantarse en contra del capitalismo así solito y por twitter es claro que no rinde frutos); si puedo estar en contra de algo es justamente con seguir comprendiendo sin indignación la situación económica que se nos ofrece como bucle a quienes somos parte de la clase trabajadora, a quienes somos la base de la pirámide: producimos arte para que, en plena crisis, otros generen liquidez y encapsulen sus ahorros en nuestros símbolos.


En conclusión: lo único bueno de estas subastas es que se eliminan los intermediarios que nos ayudan a seguir fingiendo demencia; intermediarios que colaboran para que sigamos creyendo que el arte y el dinero son universos distintos que no se tocan burdamente sino con un erotismo que podemos dominar por la mera elevación estética con la que fuimos señalados. Esa es la mentira que develan las subastas. La transparencia de las subastas es positiva solamente en la medida en que es un quitar el velo, un sinceramiento de que no dominamos absolutamente nada en esta relación de poder entre la imagen y el dinero. ¿Propuestas de salida? Ninguna. Es probable que esto sea solamente un posicionamiento ético y, por ahora, nada programático. Pero quizás la luz esté en salir de este tipo de mercado, por ahora, realimentar otras formas de circulación de nuestros productos simbólicos, más lejos de un departamento en el Palacio Estrugamou (adonde vive ahora la obra de Pombo) y más cerca de la nueva casa de mi amiga, hogar dulce hogar de Monserrat.


Mi amiga me había preguntado si era grasa colgar una obra tan barata en el living de su casa. Le dije que no, por supuesto, que el dinero era de ella, que se lo había ganado dignamente y que en gran medida esas heliografías de Ferrari fueron producidas con una cantidad de dinero semejante y fueron enviadas por correo hasta las casas de sus amigxs, y que seguramente esas primeras copias se estacionaron en paredes similares a la suya, con una mezcla de muebles viejos y nuevos, al lado de la cocina y cerca de una ventana donde se volarían las puntas del papel heliográfico. ¿Una obra barata sobre el encierro urbano en una casa alquilada de clase media con olor a salsa bolognesa en pleno hervor? Claro. León estaría dichoso, sonriendo, como siempre.


Notas

¹ Uso el término “indignación” varias veces a propósito, para revalorizarlo. Porque defender un tipo de dignidad es algo que los movimientos de izquierda no partidarios e indigenistas siguen haciendo. Y porque la indignación es un primer paso furioso para la acción y el pensamiento, como sucedió tantas veces en la historia. La dignidad no es un valor burgués porque la dignidad es corriente y no acumulable.

 

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