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  • Catalina Berarducci

Las palabras no se usan


El día que fui a ver la muestra Excéntricos y superilustrados al Mamba había muchas chicas adolescentes con sus novios. Me sorprendió ver en el museo tantas quinceañeras. Las obras con cuchicheo adolescente de fondo quedaban muy bien. Se oían rumores estimulantes como una parejita que comentó “éstos sí que estaban en contra del sistema” mientras veían el video de Ferrari de los gusanos en la Casa Blanca. Y se reían. Unas amigas se reían con el video de Peralta Ramos y Tato Bores. Se reían del arte y los artistas pero no burlándose, se reían con las obras que estaban ahí porque las obras también se estaban riendo.

En el centro del espacio había un papelito con una bolsa dibujada, adentro de la bolsa una lista escrita y todo estaba coloreado con fibras e indicado con flechas, como un diagrama que llora, esto lo digo por las gotas celestes que se escurrían de la bolsa a modo de lágrimas. Era un decálogo (centálogo) de la artista y lo dibujó Liliana Maresca. El papelito funcionaba para mí como el corazón de la muestra porque además de estar en el centro, sobre un pilar blanco con un escudo de vidrio como si fuera un objeto precioso, reunía a modo de manifiesto lo que parecía atravesar a todos los artistas de la lista excéntrica. Sin perder el humor ni el tiempo listaba una serie de condiciones que harían al verdadero artista. Con caligrafía arrebatada, definía a los artistas que la acompañaban y acompañaba en sentimiento a todo el arte que se manifestaba en la sala.

Presté atención cuando dos chicas se acercaron al pedestal que sostenía el papel de Maresca. Se divertían encontrándose ellas mismas en las condiciones para ser artista -como una lista de instrucciones al revés-, se codeaban cuando decían en voz alta “dificultades en el amor” o se preguntaban qué mierda quería decir “moral disoluta”. Hasta creo que escuché, o probablemente lo estoy inventando, pero podría haber pasado, quizás pasó pero a la noche, ya cuándo no tenía el grupo adolescente en mi campo visual y estaban cada una en su casa, chateando y diciéndose que querían ser artistas ellas también. Pensé que eso podría haber pasado tranquilamente y sentí esperanza. Fue un segundo nada más, pero un buen segundo. Pensé en ese segundo: qué bueno que haya arte que te dé ganas de ser artista y que no sea solo para entendidos. Arte con materiales escolares, arte con lo que es obvio que es el arte, arte impulsado por el capricho del deseo, arte impune que mata de amor.

Después como asaltada por un sentimiento trágico de la vida, todo lo que había pensado se volvió cruel y empecé a desconfiar. Pensé que todo lo que había visto ya no nos pertenece y me pregunté: ¿para qué sirven los museos? ¿Para guardar objetos? ¿Para hacer archivos y recorrerlos y decir qué lindo, qué bueno, qué interesante? ¿Para domesticar el deseo del artista? ¿Para decir que solo fueron unos excéntricos y superilustrados? ¿Otorgarle un lugar al marginado no es perpetuar su vida al margen?

Buscando información sobre Liliana Marisca leí la nota que escribió María Gainza en el 2006 y me puse a llorar. Cuando se me cayó la primera gota pensé que era raro llorar a una muerta que no conocí, pero es que la imaginación se me hizo carne. La imaginé sacando los ataúdes de Wotan - Vulcano por una ventana porque el olor a muerto había invadido la mesa de canapés de la inauguración de al lado, la imaginé tallando las mortajas, o negociando con los cartoneros del albergue de Warnes para ver cómo llevar los carros hasta La Recoleta, después me la imaginé en La Kermesse bailando con frenesí. La imaginé regenteando la casa de Estados Unidos o cuando empezó a prepararse para morir. Supongo que me emocionó que parecía que no le tenía miedo a nada. Y que sus obras eran hermosas y perfectas. Me sacudió la imagen de su cuerpo, de su carne tan a la par con su obra, tan radical como misteriosa, según la relación de su vida con la muerte o viceversa.

Morir joven te permite quedar suspendida en el espacio y el tiempo. Seguir viviendo es difícil pero es lo que hacemos la mayoría. Salí del museo y llovía a cántaros, caminé hasta empaparme pensando cómo es posible que las mismas palabras que resonaban en todas las obras que acababa de ver: amor, felicidad, revolución, arte, amistad, brillantina, nosotras y otro pilón de palabras optimistas y brillantes sean utilizadas ahora por el gobierno de turno, que las sostiene como en una especie de brote psicótico nacional y las usa para ocultar todo lo opuesto su significado.

Qué crueles son las palabras, sobre todo algunas como alegría, amor, felicidad. Deberían torcerse hasta la asfixia las lenguas de los que las usan para mentir y deberían inflarse y desprender diamante en polvo cuando la embocan bocas que las desean. Como un juego o como una ilusión, o mejor, como un conjuro hecho con alquimia. Aunque sea esas, aunque sea una…y seguí caminando, preguntándome: ¿qué haría Maresca ahora?

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