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Andrés Aizicovich

Chongos portuarios


Porque leemos diario con el ceño fruncido, porque nos indignamos con Trump, porque estamos atentos a las “causas nobles”, a los artistas heterosexuales (en el sentido Jennifer) nos interesa lo que pasa en La Boca. Y porque el tema está en agenda, porque aprendimos a pronunciar esa palabra tan parecida a Geriátrico sin que se nos resbale la lengua.

¿Qué nos preocupa, qué nos interesa de La Boca, ese barrio donde en un insospechado cruce del continuum espacio temporal se entretejen el fútbol y el arte contemporáneo, dos bastiones de la desregulación mercantil? Al prototipo biempensante le preocupa ser la carne de cañón del mercado. Porque si nos sentimos vanguardia es estrictamente en el sentido marcial de la palabra: soldados rasos que van al frente para hacer el trabajo sucio. El trabajo mal pago (cuando pago), el barrileteo free lance a cambio del formar parte de ese estado metafísico del estar, en una consigna más que el New Age comparte con los imperativos de las ferias de arte contemporáneo (es frecuente cruzarnos con algún colega en los pasillos feriantes y que pregunte ¿estás acá? en una disociación con filo entre budista y socrático que nos deja tan perplejos que podemos darnos de bruces contra otra instalación de hierro, concreto y vidrio de esas que pululan en estos días). Así, junto a la sensación de deja vú que provoca arteBA Focus en nuestro reloj interno, las contradicciones, los tironeos y el malestar estomacal se duplican en el calendario (a propósito un artista alguna vez observó que la experiencia de feria resucita el menú del menemato; el champagne adentro de la Rural y la pizza lumpen-bajonera en el Kentuky de Pacífico).

Pero entre tanto fastidio progre ¿qué hacer? Después de todo, parece que alguien tiene que llenar esos galpones blancos con contenido. Es entonces que para cubrir esos metros cúbicos los artistas trabajamos, y los curadores al parecer también, y los montajistas y los galeristas, y todos pagamos monotributo y las respectivas A.R.T y hay grúas y zapatos con punta de acero y cascos amarillos y las cosas suceden en galpones y en areneras y en el VIP lounge los sillones están hechos con bolsas de arena y entre las obras se contabilizan sendas apelaciones al mundo laboral duro. Y vaya que hay que trabajar para lograr ese blanqueo edilicio con el que se lucen los White cubes, que en su limbo hacen pensar en el cielo desde donde Morgan Freeman haciendo de Dios sermonea en una olvidable comedia. Así, entre el peso de los materiales, entre las varillas de acero y los bloques de cemento se lavan del sentimiento culpógeno que podría darles que el arte, que eso que se hace, pueda ser una pavada, un capricho liviano o un invento.

Pero hay un tónico que busca neutralizar todos los embates juzgones del bien y el mal y ese es la ironía ¡la ironía! El paraguas generacional que en una voltereta alquímica convierte todo en un comentario autoconsciente sobre el mercado, la industria, el trabajo y los tics del art world, a la vez que festeja su inmersión. Si (citando a otro editor de Jennifer) el sujeto de la Historia es White trash, el sujeto del arte contemporáneo portuario es el wigga cáustico: clase media acomodada en clave de reggaetón que se desliza con igual cintura en el 29 que lleva a La Doce como en una fiesta a la que asisten trustees y comités de adquisición de museos europeos.

Cuando cursábamos en el IUNA, Pablo Siquier, quien era el docente, contó la anécdota de cuando era joven y trabajaba en la aduana. Como un chiste entre compañeros, lo imaginábamos cargando bolsas entre marinos mercantes. En una frase digna de un forista resentido; “¿Pintar cuadros? ¡Vago, andá a cargar bolsas al puerto como Siquier! ¡eso es trabajar!”

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