Los museos en la noche larga del patriarcado
Hace poco, en esta misma revista, leí un artículo sobre la retrospectiva de Ernesto de la Cárcova curada por Laura Malosetti Costa en el Museo Nacional de Bellas Artes. Allí se criticaba la selección de obras contemporáneas que revisitan al artista y el dudoso gusto de un recurso, bastante extendido en los museos, como la gigantografía. Si bien no es de mi interés hacer una valoración de la exposición, y si la hiciera tampoco iría por ese camino, la omnipresencia del pintor varón en la programación del museo me llevó a preguntarme: ¿cuándo tendrán lugar las mujeres? Sé que mi inquietud no es nada original, pero sí insistente, al igual que el impulso historiográfico que han tenido la crítica e historia del arte feministas a lo largo del tiempo.
Según los listados del MNBA, en la distribución de muestras temporarias tuvieron lugar dos exhibiciones de mujeres en los últimos diez años: María Helguera (2007) y Adriana Lestido (2013). Obviamente, vale incluir una exposición que problematizó las relaciones de género y el erotismo del siglo XIX como La seducción fatal (2014-2015), también curada por Malosetti. En este período, se pudo ver una excesiva cantidad de exposiciones monográficas de artistas hombres, locales y de otras regiones, entre ellas dos veces Botero –¡sí, dos!– y las típicas que conservan ese tic moderno de llamar a los hombres “maestros”. A continuación, algunos ejemplos argentinos: Aurelio Macchi (2005); Ricardo Garabito (2007); Retratos y lugares. Obras de Rómulo Macció (2007); Curatella Manes y Sibellino (2008); Ernesto Deira (2008); Jacques Bedel. Aproximaciones (2008-2009), Tomás Maldonado (2009); Luis Felipe Noé (2009-2010), Berni: narrativas argentinas (2010), Collivadino (2013), Enrique de Larrañaga (2013-2014); Pérez Celis (2015); Eugenio Cuttica (2015) y Roberto Plate. Buenos Aires-París-Buenos Aires (2016). Una presencia masculina que se vio alternada con muestras tesis de distintos temas como Los primeros modernos (2007); Mirar, saber, dominar, imágenes de viajeros (2007); Real/Virtual. Arte cinético argentino en los años sesenta (2012); Memoria de la escultura. 1895-1914 (2013) y La hora americana (2014), esta última inscripta dentro de cierto revisionismo nacionalista. A esta altura ¿puede ser exhibida La chola (1924) de Alfredo Guido sin un llamado a la reflexión que traspase los límites históricos de un programa cultural como el americanismo? Un cuerpo sexualizado bajo los códigos de la biopolítica moderna, capturado por el ojo del pintor voyeurista, retratado desnudo y repleto de atributos comestibles, casi para comérselo. Si bien esta imagen es una de las miles que circulan tanto por los museos como por los libros, mi énfasis en los primeros es porque encuentro en ellos un fuerte carácter pedagógico a escala masiva, la chance ideal para combatir el machismo. La pregunta temprana que abrieron las Guerrilla Girls, “Do women have to be naked to get into the Met Museum?”, sigue teniendo una potencia arrolladora. Nada de mujeres en el museo, salvo como modelos o integrantes minoritarias en exposiciones colectivas –situación que mejoró en un ciclo interrumpido como los Bellos Jueves– y ni que hablar de la falta de curadurías que intenten poner en relieve las hipótesis del feminismo para desmantelar un sistema de significación que produce hegemonía en el medio artístico resistiendo, por motivos que desconozco, indicadores históricos, políticos, económicos, geográficos, etcétera.
Las imágenes, dentro y fuera de una organización específica propia de la historia del arte, son símbolos del poder, maximizan la vida. Su opacidad –dependiendo del dispositivo en el que estén inmersas– es un contrapunto que puede devenir aplanador o, todo lo contrario, emancipador. Es decir, asumen el carácter ilustrativo de los saberes de una comunidad de sentido y al mismo tiempo los contradicen, nos revelan las claves para ponerlos en discusión y demostrarnos que toda representación es de antemano una traición. Claro que siempre se necesitan palabras para acompañar este proceso. Sin adentrarnos completamente en la vida de las instituciones, podemos sostener que un relato curatorial, una pintura, incluso un movimiento artístico, también funcionan como tecnologías del género. Como bien nos enseñó Teresa de Lauretis estas tecnologías son prácticas que trabajan sobre la cultura dominante para nombrar, definir y representar el género, asignan significado (identidad, valor, prestigio, jerarquía social, etcétera.) y al mismo tiempo que lo hacen, también lo crean. La programación de un museo tiene la capacidad de actuar como interferencia en este desarrollo o, como podemos ver, lo puede naturalizar y volver a fijar. Algo similar sucede en las exposiciones de Pablo Picasso y Antonio Berni en el Museo de Arte Moderno, donde Cristina Pérez Cochrane –véase en esta revista su artículo “Muestras de verano de cerdos machistas”, publicado el 14 de diciembre de 2016– localiza un gesto retrógrado que evade la reescritura crítica de la historia y contribuye a la objetualización sexual de la mujer, gesto que se vuelve más conservador si pensamos en un Berni auratizado hasta en su papel higiénico. Una vez colgada la nota de Pérez Cochrane, Facebook se llenó de comentarios reaccionarios y de miradas que tienden a relativizar el peso de las formas históricas que tomó la sociedad patriarcal, en la cual, como dijo la historiadora del arte Joan Kelly a finales de los años setenta, el sistema sexo-género y las relaciones productivas trabajan en simultáneo.
En un contexto como el nuestro, violento y empoderador, las agendas de los museos, en especial la del MNBA, no han hecho demasiado –el Malba pareciera llevar la posta en sus curadurías, programas públicos y adquisiciones–. Resulta llamativo pensar por qué no se articularon líneas de trabajo conjunto que pongan en relieve las distintas investigaciones en arte de los últimos años. Ahí encontramos tesis, papers, ensayos y proyectos de trabajo colectivo, por todo el país, que proponen un conjunto de miradas alternativas a los relatos que siempre protagonizan los hombres blancos, heterosexuales y metropolitanos. (Las actuales muestras de Norberto Gómez y Gyula Kosice, más la mencionada retrospectiva sobre de la Cárcova y las próximas de Xul Solar, Luis Felipe Noé y Joan Miró me llevan a pensar que nada ha cambiado con la actual gestión del MNBA, que no mantiene tampoco una coherencia historiográfica como la anterior.) Desde ya, no se trata de reconstruir un panteón de artistas mujeres bajo las mismas coordenadas consagratorias que involucraron a los artistas del siglo XIX y las primeras décadas del XX, tampoco de recrear biografías románticas que exalten nuestros sentimentalismos, sino de agrietar los relatos totalizantes, señalar y activar sus marcas sexo-genéricas y recuperar aquellas trayectorias invisibilizadas que por supuesto también incluyen a muchos hombres. Para esto, es necesario desmarcar las escrituras del arte de categorías que fetichizan los nombres propios y los artefactos culturales únicos, regular la manía por la representatividad nacional que vuelve escarapela hasta lo marginal y también desandar los modos de construcción del saber enciclopédico que, si bien genera efectos sorprendentes cuando es divulgado, poco hace por el pensamiento crítico. Otra línea de salida, entre las varias que podemos seguir mencionando, es comenzar a torcer el historicismo desde proyectos artísticos y políticos que nada han tenido que ver con el imperativo modernista de la innovación trazado por los hombres en un tiempo teleológico y por sobre todo repensar algunas prácticas artísticas por fuera de las narrativas canónicas del éxito.