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Elena Tavelli

Correrías de Madrid #1


El hombre pega su mirada a la columna. Sus ojos tienen sed de formas y él, una ansiedad demasiado evidente por intentar comprenderlo todo. Se resiste a perseguir un ruido fantasma y piensa que debe de haber un ave atrapada, pero se cansa rápido y abandona demasiado pronto la búsqueda. Antes de salir, se detiene un momento para observar los cipreses rojos a través de los cristales helados y justo cuando se da la vuelta, se topa con un cartel que lo hubiese aclarado todo: “Se ruega silencio. Instalación sonora”.

Lothar Baumgarten (1944) es hijo de antropólogo. De joven convivió una temporada con la comunidad Yãnomãmi en el Amazonas venezolano y desde entonces, se considera lícito que su obra toque temas como las ruinas de la naturaleza y la desaparición (por no decir masacre) de grupos humanos. También es hijo de la época más oscura de Alemania, pero de eso prefiere no hablar. Ni del Holocausto ni del deseo del nacionalsocialismo de crear un imperio europeo amparándose en la jerarquización de las razas. El artista elige señalar a otra víctima del colonialismo, “el otro” americano.

Hablar del otro resulta siempre menos doloroso; hasta más fácil, incluso. Por eso, en un país en el que la Fundación Nacional Francisco Franco, presidida por la hija del Generalísimo, difunde el conocimiento y enaltece la figura del dictador, no sorprende mucho que el artista alemán exponga ya por sexta vez consecutiva.

“El barco se hunde, el hielo se resquebraja” es un paisaje sonoro y una analogía entre el deshielo del rio Hudson, en Manhattan, y el derrumbe de la economía, para referirse a las consecuencias de la crisis de la especulación financiera en el cambio climático. En el Palacio de Cristal del Retiro, Baumgarten pretendía que ese sonido también diese al público la impresión de que los vidrios se le venían encima y con ellos, la arquitectura ferrovítrea, la estética imperialista.

Pero la realidad es que al palacio no se le mueve ni una teja, el público no calla y el guardián de sala sólo pierde la paciencia. Ahí nomás, una pareja lee el primer párrafo del folleto y se cansa. Preguntan a los melosos de la izquierda si están usando la silla que les sobra y la arrastran hasta un rincón donde deciden sentarse y revisar las fotos que se acaban de sacar. En la otra punta, dos hombres reúnen cada vez más público alrededor de una roda de capoeira en mute. Algunos filman, otros se apuran a leer para entender mejor de qué va la performance y unos pocos pegan la vuelta al darse cuenta de que ésta no forma parte del programa. Es simplemente la hija de la esclavitud en Brasil dando un espectáculo en medio de un invernadero vacío, tomado por los turistas y sobrecargado de historia.

Es el mismo edificio en donde se inauguró el zoológico humano de 1887 cuando a España las colonias se le escurrían de sus manos y 40 filipinos eran su último salvavidas para defender un perfil colonizante. También el mismo que celebró la I Bienal Hispanoamericana de 1951. La primera de las tres excusas franquistas para exaltar el pasado glorioso de la España católica y así estrechar lazos económicos al otro lado del océano.

Hoy, es uno de los pocos espacios expositivos de Madrid que no va estar ocupado por la participación especial de los argentinos en ARCO. La feria de arte de Madrid, que en su edición de 1997 eligió a Latinoamérica como país (sí, como país) invitado. La que desde entonces se proclama puente entre ambos continentes. Y la que, frente a la amenaza de una nueva sucursal de Art Basel en Miami, redobló su apuesta invitando individualmente a las ex colonias para paliar el éxodo de sus galerías al Sunshine State. México, Brasil, Colombia, y finalmente Argentina.

Mientras en tierras criollas sólo se hablaba de la coronación del sueño de las galerías argentinas y de su desembarco en suelo español, Pablo Avelluto presentaba la programación un 12 de octubre. En ese Día del Respeto a la Diversidad Cultural para unos y el Día de la Hispanidad para otros, el Ministro de Cultura argentino proponía ante la prensa local y española “dejar atrás la nostalgia de tiempos dorados, que tal vez no fueron tan dorados y, en todo caso, no pueden recuperarse".

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