Aracne
Lucrecia bordaba y bordaba porque le gustaba, y porque se había puesto de moda, y porque era una forma de arte distinta a la habitual, y porque vivía en Colegiales en una casa con jardín y con pileta modesta, y porque era hija de padres profesionales pero con un costado sensible al arte, aun al conceptual. En su vida, todo estaba sumido bajo un halo distinto y especial y Lucrecia se sentía un ser verdaderamente irrepetible; esto le daba el permiso de decirse artista sin haber jamás dibujado una mesa de frente. Además, bordar era algo muy placentero y, además, tenía una abuela, Melisa, que tapizaba y, además, ella bordaba de una manera muy personal porque bordaba cosas informes o, sin forma. Eran, en realidad, bloques de color de textura diversa que iban devorando poco a poco el vacío del lienzo. Mezclaba hilos, mezclaba lanas, y otros géneros híbridos, y de pronto nacían unas gestalt terribles que ella jamás había imaginado. Hay que decir, que Lucrecia lo hacía sin dedal. Porque las chicas de hoy no acostumbran. Porque las chicas de hoy prefieren comprarse un anillo de piedras con propiedades mágicas en ferias autogestivas, antes que un dedal y, porque queda ridículo a esta altura coronarse un dedo. Y, entonces, como decía, Lucrecia bordaba y se le aparecían, entre tanto, unas ideas muy amorfas que excedían el perímetro de su cuerpo. Por ejemplo, Lucrecia pensaba si la palabra dedal tendría relación con dedo pero también con Dédalo y, by the way, quién era Dédalo, pero eso tendría que buscarlo en google. Y Lucrecia pensaba, también, porqué el Borda se llamaba Borda y, también pensaba en cómo sería llamarse Lucrecia Borda y, después también pensó que no estaba nada mal, porque le recordaba a Lucrecia Borgia. Como decía, a Lucrecia no le quedaba espacio disponible para pensar ni en su novio Rafa el videasta, ni en su otra abuela Carla, ni en su tortuga clandestina adicta a la lechuga capuchina. Lucrecia bordaba y se le cruzaba por ejemplo una Penélope tejiendo, aunque nada que ver, y no entendía bien porqué. Pensó también en la película Hércules de Disney, pero no terminaba de encontrar ilación. Pensó, además, un poco, en la púrpura que tejía María para el niño Jesús, pero abandonó esta idea rápidamente porque a Lucrecia todo lo religioso le daba asco, del mismo modo que no entendía cómo había en la actualidad nenas de la high society llamadas Jesús. Lucrecia prefería creer en la astrología más barata y bicoca posible, así saliera de la revista Hola. Se le vino también encima como un asteroide, la cara enorme y barroca de Ludovica Squirru, y se dijo que, seguramente, se llamaba de otra manera y, que tenía, en todo caso, cara de Cristina o de Silvia o de Susana, pero no de Juliana ni de su nombre de fantasía. Lucrecía regresó, por un instante y contra su voluntad, a la temática religiosa, y cayó en la cuenta de que, toda vez que alguien decía ‘Dios’, se le aparecía la imagen de ese genio todo contorneado y moreno llamado Shazam y que esto era así desde primer grado y que nunca se había atrevido a confiárselo a nadie porque podía pecar de kitsch y Lucrecia no quería ser una artista kitsch, eso ya no daba shock. O sea, lo nuevo ahora era ser performer, artista conceptual o multidisciplinario, y aunque en su corazón Lucrecia bien sentía el bodrio de ese arte que jamás disfrutaría, estaba decidida a respirar hondo y a abrazar lo que viniera.