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  • Ulises Moracki

La verdadera calle Rivadavia


La calle Rivadavia de Buenos Aires (llamada en su tiempo La Santísima Trinidad) termina a la altura del 1300, contra Talcahuano, antes de que se la devore la barbarie desarrollista. Hasta ese momento, desde la tímida intersección de Roque Sáenz Peña y la circunvalación de la Plaza de Mayo, de donde le llegan los rayos antiguos de la catedral, Rivadavia es un pasaje irredento de la vieja Buenos Aires, inmune a las tropelías de aplanadora y cementera de amigos que el actual gobierno de la ciudad hizo con el barrio de San Nicolás.

Cualquier persona atenta se da cuenta de que los barrios céntricos de Buenos Aires se llenaron de cadenas que fueron aniquilando y reemplazando a algunas de nuestras tiendas más ilustres. Hay cadenas de todo tipo, desde cafeterías y farmacias hasta kioscos y comida al paso. Si uno mira desprevenido a su alrededor en Esmeralda y Paraguay, podría pensar que está en un suburbio desangelado de San Francisco, de no ser por la oscuridad inclaudicable del Saint-Moritz, al que le quedan los días contados, con la revista Apertura de la que allí tienen la colección casi completa y los indescifrables potus alicaídos, que nunca parecen ni crecer ni morirse al fin. (El cierre por refacciones del hotel Plaza justo ayer, 30 de abril, es apenas un crimen más en la larga carnicería del barrio de Retiro; los habitués del bar están desalmados.)

Cuando el gobierno de los conservadores, hace más de cien años, puso en ejecución la idea de una gran vía que llevara de la casa de gobierno al Congreso, la calle Rivadavia involuntariamente se salvó de caer en las fauces del horror que cien años después iba a consumir a sus hermanas de este lado de la iglesia: Bartolomé Mitre, Cangallo y Sarmiento, en ese orden.

El espesor de las manzanas de la margen izquierda de Rivadavia, que fueron cortadas al medio por aquella obra del Centenario, no supera los treinta metros; de ahí que no se puedan construir en ella esas torres estilo centro de negocios que arruinaron la calle San Martín, ni los restaurants de 150 mesas que el gobierno de Juan Perón trajo a nuestra gran urbe y sus filiales temporarias, como Mar del Plata y los balnearios cordobeses.

Tranquila y silenciosa como un arroyo, Rivadavia mantiene su escala y su decoro antiguo a lo largo de cuadras y cuadras de bullicio calmo y viejos bodegones donde descansan por un rato las midinettes y los viajantes de comercio, exactamente igual que en tiempos de Valentin Thibon de Libian. Hasta puede reconocerse, si es tarde y uno es atento, algún cabarulo al que se desciende por escalera.

Pero al fin cae Rivadavia en las manos de su hermana más rica y más populosa, que la humilla en una curveta sin gracia y la somete al oprobio de las manzanas que miran sobre la plaza de los Congresos, donde casi nada honrado queda en pie y donde abundan en cambio los testimonios de una demagogia infame, vidriados, ortogonales y malsanos.

UPDATE: Nos llega una aclaración de Patricia Rizzo, una de las notables asociadas del Hotel Plaza. "La refacción alcanzará al hotel solamente, el bar y el grill están protegidos porque son sitios históricos. Y en dos años, reabrirán." (1ro de mayo de 2017)

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