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María José González

La bestia humana

Desde el último asiento en el segundo piso de un bus Semi-cama (Semi-vida) se escucha la conversación del que da contra la cafetera y la escalera. La que está en el colectivo es la madre, la que está en alta voz la hija, puestas a decir: -no sé a qué hora voy a llegar, llevamos dos horas de retraso, está todo inundado. –Tenemos hambre, mamá, hoy decíamos con los chicos que ojalá llegues a las seis de la mañana con un plato de ñoquis.

Son las siete y media antes del mediodía, es la hora a la que tendríamos que haber llegado. En vez de la plaza descubierta por el primer sol, los claroscuros de las hamacas pintadas en colores vivos y el fresco infinito cuando visión y sensación se juntan, sucede la pampa infinita: hectáreas sembradas de sorgo y soja y agua y pequeñas olas y bandadas de garzas y patos que avanzan más rápido que las máquinas.

Pasamos despacio por unos metros de la ruta porque hubo desborde justo ahí. Inmediatamente al conjunto de vacas que pastan secas del lado derecho, se ven los juncos mojados por el agua que oculta la zanja contra el pavimento. En un momento, una mayoría se agolpa contra el mismo costado y, entonces, también nos asomamos: hay un camión y un Volkswagen Gol calcinados en la banquina. Hay muchas personas en el bus que tienen nariz aguileña.

Por saber algo más voy hasta la cabina de los conductores. El que cortaba los boletos y ahora duerme en el asiento de al lado del chofer ni se inmuta de su posición horizontal y me escupe de respuesta: falta mucho. Le suelto ira por los ojos y diplomacia por la boca. El chofer tiene unas gafas de sol espejadas azules y de patilla ancha, el mate en la mano, me mira, baja la cabeza y asiente a mi enojo silencioso.

Vuelvo a mi butaca al rezo de: dicen que faltan 150 km para llegar al último pueblo de La Pampa, que la ruta 8 está cerrada y entonces vamos a ir por la 100, eso nos desvía 70 km. Al señor que estaba al lado mío en el asiento y cuando hubo más lugar se cambió le digo bajito lo que había pasado en la cabina y me dice: “ellos tendrían que informar”. Le comento que para mí todo esto es el mejor relato del apocalipsis. Cuando llegamos al pueblo veo que lo pasan a buscar tres curas.

La terminal luce inhabitada por mucho tiempo, el bar está cerrado, entonces queda ir a la Shell de atrás. La encargada me sirve un café con leche aguachento y muy caliente, hay una tostadora para tostarse uno mismo los sándwiches, me levanto 3 veces hasta conseguir el punto que quiero. En la única otra mesa ocupada, uno de los dos hombres nos hace saber que es el dueño. Habla fuerte de estructuras arquitectónicas y las bolsas de cal que José se olvidó de llevar. A otro que entra al shop le pregunta si al hijo le está gustando el club y que se alegra de que sí. Supongo que mira el reloj e inquiere: “vamos a ver si nos dan de comer. En mi casa, hay sólo miseria.”

El diario dijo: “la virulencia del agua; los habitantes temen, los días de sol -saben todos- ayudan”. Mi amiga Carola me ve siempre sólo quince antes de mi regreso, cuenta que con el novio dejaron de fumar desde el 9 de marzo, que se pusieron parches y repite lo que el padre nos dijo hace unas horas: la laguna Mar Chiquita está desbordada.

Adelante nuestro en la cola que hay que hacer antes de subir al bus una señora con sobrepeso y ojos cansados que llevaba a su hija de unos seis años tomada de la mano no encontraba su asiento porque estaba en otro colectivo y dio la advertencia: ahora, a viajar doce horas porque está todo cortado por Banderaló.

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