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  • Lucía Liespek

Los ojos fijos de la virgen


Me gusta esta tarde con té de menta servido muy al borde de la mesa. Me gusta sentarme en una esquina y tirar del hilo rojo que cuelga del mantel sin que nadie vea. Me gusta venir a lo de mi abuela después de la escuela porque veo cosas con ojos que a su vez me ven. Me estiro para ver mejor todos los ojos que me miran desde el desván. Puedo ver una ardilla plateada, un arlequín pequeño y muy blanco con una lágrima negra, unos novios que bailan quietos, una nena cara de globo y un policía enano. Todos ellos me miran cuando los miro. Yo sé porqué. Puede que sientan miedo dado que el otro viernes tiré por el inodoro al pato Donald verde. También la semana anterior hice volar por el balcón al Che Guevara de juguete. Y este lunes freezé al ángel Gabriel durante unas horas.

Pero hoy no voy a hacer ninguna prueba. Sólo tomaré nota para futuros experimentos. Les comento en voz baja esto mismo para que no haya temor.

Hoy me interesa el estante de enfrente. Entre unos huevos de cristal bien grandes hay una virgencita de vestido apolillado y con algún detalle morado. Hoy la miré bien, mejor que otras veces, y pude ver sus ojos fijos, clavados como moscas, atorados en la gran bandeja de plata. Quisiera tocarle la mejilla con mi mano. De esto tomé nota. Sé que mi abuela adora ver sus pupilas tan abiertas, pero yo pienso que la madre santa quisiera servirse una masa fina y también un té. También tomé nota de esto. Por una vez seré buena y le convidaré un dulce de rosas y un poco de té. Tal vez un día la queme un poco con un fósforo o con una vela para ver si hace algo. O a lo mejor la pinche con un alfiler de esos que tienen una perla nacarada encima para ver si le sale sangre. Tomo nota de esto también.

Todo lo que escriba irá a un diario que después enviaré a un museo y será una obra de arte y mi abuela y yo seremos famosas para siempre.

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