Cortita paranoide sobre Daimon de Luis Garay
La estética de la obediencia aparece sobre un entarimado móvil donde una boxeadora traza movimientos espasmódicos que nunca terminan de definirse. Este sistema de repetición para un cuerpo maníaco es como la voz de un Daimon que exclama por ser liberado. Un ser semidivino que deviene en bailarina al igual que un animal en su proceso de domesticación se resiste al salvajismo. Es un cuerpo que empuja los hombros hacía abajo y abre y cierra el pecho para recibir el éxtasis desperdigado sobre los espectadores, que sufren pero también gozan. En su fatiga física constante de contradicciones, dos realidades se intercalan: una respiración torácica con una abdominal. La escena dura cincuenta minutos y no cesa de erigirse como un fantasma entre huidizo y obstinado. Debajo del ring conceptual emerge desde la oscuridad otra boxeadora que (después nos damos cuenta) es una fisicoculturista. Ligada a un arnés de seguridad hace girar el cuadrilátero al ritmo del cansancio de su contrincante. Entre golpe, salto y empuje ambas resisten el transcurso de su decadencia. Son fuertes y hacen coincidir lo exagerado y lo suficiente con lo orgánico y lo robótico pero se vuelven locas. Sin butacas y con pasillos corredores, los espectadores no tienen más opción que fijarse a un punto de vista televisivo o irse de la sala. El sonido como un ruido los envuelve generando una repercusión psíquica y una segunda intimidad. El hechizo (del arte contemporáneo) una vez más a favor de la experiencia.