Los laburantes de Apolo y los curadores paranoicos
Para el idealismo de los sujetos trascendentales creados por papá y mamá la energía dionisíaca del exterior puede ser algo aborrecible. Ellos, como el Dios cristiano, creen que su mamá aún es virgen. Su subjetividad está constituida sin titubeos, son un conjunto de máquinas bien acopladas para absorber y reprogramar los estímulos externos.
Producto de la excesiva excitación que generan al interrumpir los flujos, son ellos quienes han engendrado las ciudades. La gentrificación es una forma viviente y si prestáramos más atención al prefijo gen- de esa palabra, que designa a la hiperunidad de información hereditaria (de gentry, en inglés; más lejos de gens, gentis, en latín), nos daríamos cuenta de que no se trata solamente de un constructo social sino también de algo... bastante más natural.
Las tontas maquinas falocráticas transforman el oxígeno en dióxido de carbono generando un ambiente favorable para que se reproduzca ese monstruoso ente sintiente –la ciudad–. Los egos son para él lo que las flores para nosotros, se encargan de enrarecer el ambiente lo suficiente como para que puedan convivir: uno de forma autónoma y los otros como maquinas parasitarias acopladas.
Cualquier interesado en la filología puede revolver en las palabras escritas por los restos arqueológicos, en su momento de mayor operatividad, para encontrar en esas ruinas del lenguaje el motivo por el que todas las ciudades podrían ser llamadas Apolo.
Que perdure la razón heteronormativa, patriarcal y nacionalista se debe a que esa es la cualidad constitutiva de los sistemas cerrados que no se entregan a la corrupción del exterior tan fácilmente. Ellos sueñan que la medicina pronto logre la inmortalidad y la vigilia absoluta para ya no tener que dormir y ceder terreno frente al flujo de lo indeterminado.
El gen egoísta llama a las maquinas a despertarse y producir para alimentar el crecimiento de la ciudad que cesará únicamente con la muerte, mientras las fuerzas desreguladas siguen tratando de encadenarse y aparecen en fugaces momentos sublimes. Deberíamos hacernos cargo: trabajar es bastante machista.
Hay quienes defienden la lucha directa y creen que pueden vencer al enemigo arrojándole gente dormida por la cabeza; también hay quienes lo incitan a descargar todas sus energías esperando a que comience a tirar rayos de sol por el culo hasta autodestruirse.
Basta con ver el avance de la putrefacción que engangrena los cuerpos lastimados o el contrabando de televisores a través de las aduanas vulnerables que arruinan las industrias nacionales como para tener una pequeña visión del poder inconmensurable de ese flujo que es capaz de aniquilar a los egos.
El huracán del deseo avanza lentamente como una bailarina flotante porque no tiene órganos en su interior. La ingenieria epistemológica de las corporaciones hipermachistas del mundo se está agrietando y sus maquinas intentan resistir los embates al compartir imágenes en Facebook para enajenar con representaciones fotográficas lo que queda de esas propiedades, como si no supieran que la tragedia en el fondo es musical.
Las diferencias que debaten los egos virtualmente creados por los egos reales forman un juego de suma 0. Está plagado de maquinas falocráticas enlazadas en los dedos que gozan de inmunidad por la corrección política. Allá donde veas a alguien trabajando o alguna maquina intentando regular la vida y la sociedad encontrarás aquello que te quita el sueño.
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El arte ha sido siempre un trauma para los sujetos acostumbrados a sintetizar las unidades de espacio y tiempo de forma paranoica. Hoy hay un nuevo tipo de xenoagente del sistema encargado de cerrar esa herida abierta por la que se escapan los flujos vitales incontrolables.
Ellos llevan apropiadamente el nombre de curadores porque intentan conservar los sistemas cerrados lejos de los peligros del exterior. Son como sanguijuelas que se adhieren sobre la superficie de las cosas para evitar que se vean lindas y libres como las piernas desnudas de una adolescente que hace pis en el río. La sangre los llama y ellos acuden a las galerías y museos de la ciudad para acoplarse al monstruo gentrificador.
Para llegar a estar a salvo encerrado en una exhibición, es preciso esquivar los restos de esquizofrenia liberada, que aún no ha podido ser reprogramada y pulula sin regulación, dando vueltas y asechando todos sus procesos de producción de sentido.