Sobras
Cuando Amalia tenía doce años, iba muy seguido a la casa de Selva, su vecina. La casa de las dos familias lindaba en el barrio de quintas. Cuando bajaba el sol, cerca de las cinco de la tarde, Amalia caminaba derecho por una calle de tierra hasta la puerta de entrada de Selva. No miraba atrás ni a los costados, había prometido a su madre que jamás haría eso.
Esa tarde se había puesto su vestido de hilo blanco y se había atado el pelo tirante hacia atrás, para dejar en claro las facciones y dejar que el aire le acariciase las orejas.
No podía atravesar la reja de entrada sola, porque Silvio, el padre de Selva, había adoptado un cachorro de yacaré. Entonces Amalia golpeaba las palmas de sus manos hasta que su amiga se asomaba a la ventana y corría a abrirle. La madre de Selva aseguraba que el reptil era manso y jamás dañaría a nadie. Pero la seguridad de una desconocida no hacía fruto en los oídos de Amalia, así que ella prefería aplaudir.
El yacaré pasaba las horas en una piscina de seis metros de largo, en el medio del jardín de la casa quinta. El reptil supo ser muy pequeño, y cada vez que abría la boca, los invitados de turno pegaban grititos de espanto mezclado con ternura. Después creció este yacaré, como hacen todas las criaturas cuando el tiempo pasa. De adulto llegó a pesar alrededor de cincuenta kilos. Caminaba con las patas por el pasto de aquella casa quinta, ese pasto recién plantado, rozagante, de jardinero contratado.
Amalia había visto de cerca al yacaré solamente dos veces: aquella tarde que el padre de Selva lo trajo en una caja y parecía un souvenir, y ahora, en esta parrillada que ofrecería la familia de su amiga por la tarde noche. Silvio cumplía sesenta años y quería un festejo a lo grande. La madre de Selva había contratado un mago, e invitó a más de ochenta vecinos del complejo de quintas. Atiborró el jardín de guirnaldas blancas y doradas, contrató un Dj de contextura delgada y bastante calvo en la coronilla. Ni bien Amalia entró en la casa, le confesó a su amiga que hacía tiempo no veía una fiesta de ese tenor en el barrio cerrado. Selva le respondió orgullosa que era cierto, y le mostró un tutorial en internet del peinado que quería hacerse más adentrada la noche, cuando llegaran los hijos de la familia Benítez.
Amalia y Selva empezaron a comer algunos sándwiches de miga de aceituna y tomaron toda la gaseosa que les entro en el estómago hasta que los eructos no les concedieron respirar. Todavía no había bajado del todo el sol, pero ellas bailaron y bromearon a las mujeres mayores que iban llegando, acerca de la longitud de sus vestidos.
El yacaré estaba oculto detrás de rejas doradas, nadie quería que aquello pareciera una simple jaula prohibitoria. Silvio la había mandado a diseñar especialmente: era una jaula inmensa y limpia. Era un templo.
Silvio tenía cierta fascinación por los animales que caminan cerca del suelo: el reptar le parecía acción superadora. Selva pidió permiso para ir al baño y dejó a su amiga sola, rodeada de adultos fumadores. Amalia notó que su vestido blanco había adoptado distintos tonos de verde porque había estado sentada demasiado tiempo en el pasto. Sus padres estarían mirando la televisión en el living. Aunque les insistió, no quisieron venir. Selva se sintió extraña, ajena. Vio a lo lejos a una mujer que le triplicaba la edad, arrancar un pedazo de carne de un palillo , con una fuerza penosa. ¿Quién sería esa señora? En el barrio de quintas todos se conocían, y Amalia jamás había visto aquel ejemplar. El dj calvo cambió el rumbo de la fiesta y agregó un juego de luces al sector de baile, reforzado de pasto recién plantado, rebalsado de olor a naturaleza. Amalia giró su vestido sobre sí y notó que Silvio, el padre de Selva, la estaba mirando. Decidió alejarse. Aprovechó el momento para caminar hacia la jaula del yacaré. Hacía casi un año le llamaba particularmente la atención la mascota de su amiga. Los padres de Amalia se burlaban de los padres de Selva, sobre todo de Silvio: ¿un yacaré? Infulas de extraordinario.
Con el resto del jardín decorado, el animal recortado dentro de aquella jaula inmensa, parecía una pieza de cera. Amalia lo miró fijo. Los ojos del yacaré eran acuosos y tibios, como quien acaba de llorar y no quiere que se note. Ella percibió cierta agitación en el animal, quiso demostrar comprensión y pasó la mano a través del umbral dorado. De fondo sonaban ahora unas bossas brasileras, y algunas parejas simulaban mareos de alcohol.
Un mes atrás, en una cena familiar a la que Amalia fue invitada en carácter de amiga que se quedará a dormir, Silvio narró una historia de su infancia en el Sur. A Selva y a su madre no les causaba gracia este relato ya, en cambio Amalia estaba ansiosa por oír. Silvio habló de Moris, un vecino parco que vivía en lo profundo del bosque patagónico. Moris tenía la costumbre de invitar a todos los niños del vecindario a merendar, entre ellos Silvio y unos hermanos mellizos de su misma edad. Moris prestaba servicio de niñero sin cobrarle a nadie, y łos padres aceptaban. Silvio recordaba a Moris con devoción y esto sorprendía mucho a Amalia. Un hombre adulto conmocionado es algo que a esa edad puede resultar inquietante. Silvio largó lágrima y siguió hablando: que pasaba horas y horas en casa de Moris, y que él a veces les prestaba su cama a los niños para que durmieran la siesta. Y que Moris, así de grato que era con la niñez, también tenía una extraña costumbre. Le gustaba comprar huevos en plena gestación. Los conseguía en una granja lindera. Solía tener cajas llenas de estos, contaba Silvio. Y algunas veces pasaba que, en carácter de show, a Moris le gustaba aplastar uno por uno los huevos sobre la mesa de madera del living. Y después de aplastarlos y ver caer lo que podría haber sido un futuro pollo, Moris sonreía y decía que tenía el poder de convertir el mañana en sobras. Que a veces había que decidir no dejar nacer. Selva le preguntaba a su madre que por qué no aprovechaban y comían esos huevos, pero Silvio no respondía. No quería responder.
Moris se quedaba con los niños en su casa hasta la noche, y a veces les preparaba sopa. Se los sentaba en el regazo y les peinaba el cabello corto de varón. Aunque no hiciera falta igual los peinaba, porque decía que así les sacaba brillo.
Silvio concluyó la anécdota con la mirada en un punto fijo en su plato de porcelana. La madre de Selva le preguntó si quería irse a su habitación y él respondió que no. Selva siguió comiendo como si esa escena se hubiera repetido una y mil veces. Silvio se asomó a la ventana y chequeó que su yacaré siguiera empinando el cuello. Y en efecto, ahí estaba. De ojos brillantes en la parte honda de la piscina. Amalia intentó imaginarse a Moris varias veces pero le fue imposible. Nunca le contó esta historia a nadie.
Selva regresó corriendo con un sánguche de pastrami en una mano y un vaso de gaseosa en la otra. Cuando notó lo que hacía su amiga le gritó que no, pero Amalia no le hizo caso. La caricia ya se había efectuado. El yacaré adolescente acercó la trompa a Amalia y olió, como quien desconfía de alguien muy sagrado. La gaseosa de Selva se desparramó en el pasto. Amalia sonrió y Selva pegó un grito agudo, de esos que hacen que los niños se vuelvan odiosos y venosos en la garganta. "Papá", gritó "Papá, el cocodrilo".
El yacaré jamás le había hecho daño a nadie de la familia, pero claro, Amalia tenía otro olor en la sangre. Un grupo de adultos hizo la mímica de la catástrofe. Amalia dejó de oír, como si alguien hubiese activado un despertador muy agudo. Vio peinados, hebillas, cigarrillos en bocas de hombres. Recordó la fractura de los huevos de aquel adorador de niños y la mirada perdida del cumpleañero sobre las velas de una torta demasiado comprada. La madre de Selva intentando aplacar la situación, tranquilizando a los invitados, ordenandole al dj calvo que reactive los parlantes, las luces.
Amalia ya estaba en los brazos de Silvio otra vez, que la miraba como si hubiese descubierto algo. No tenés de qué preocuparte, le dijo, los yacarés son solo criaturas en extinción. Amalia cerró los ojos del dolor y Silvio se la llevó a su cuarto para curarla. La fiesta siguió. Selva no tiene más recuerdos del cumpleaños de su padre. Tampoco de Amalia.