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  • Gabriela Bejerman

Mis cuatro falsos primeros besos


Cuando era chica creía que el amor era azul, un fuego transparente, un velo que se posaba sobre la vida, una costra de azúcar. Soñándolo cada noche antes de dormir, hice un altar invisible, perfecto.

Mamá no quería que yo viera BJ, por los besos de lengua que duraban un montón. BJ era un camionero de jeans ajustados cuya mascota era una chimpancé. Las chicas que él besaba al lado de su camión rojo fuego brillaban más cuando él las apretaba. Los Duques de Hazzard también me encantaban. El rubio era mi favorito, encima tenía ojos verdes. Y el de Kit, el auto fantástico, me seducía con su jopo canchero y el lustroso negro de su auto parlante. En la tele aprendí lo perfecto. Parecía de tres dimensiones pero era de dos. Parecía sincronizado pero era sólo montaje.

Es domingo, hace calor. Tengo ocho años. Estamos en casa de la tía Fanny, hay muchos primos segundos, tíos gordos, gigantes; la mesa desborda de tortas y sándwiches. Al fondo, hay un jardín misterioso, con calas, enanos de jardín, colonias de hormigas y un silencio desconocido para una nena de departamento.

Esa tarde, elegí un primito menor que yo. Fuimos a la vuelta de la casa. Sobre un auto blanco lo ubiqué y le expliqué qué escenas íbamos a repetir, él se dejaba, sin entusiasmo. Entonces me acomodé entre sus brazos, y le indiqué cómo ponerlos. Él no era más que un muñeco, lo cual se notó más cuando le tocó besarme. Yo dije: “así no, como en las películas”. Entonces escuché las risas: Benny y Lily, mis tíos obesos de Estados Unidos, nos estaban mirando.

Después de ese primer beso fallido vinieron unos cuantos más. Éste fue con una chica rellenita, un año mayor que yo, en la colonia Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Éramos dos infelices para el deporte. A mí en volley me decían “manos de manteca”, en tenis pertenecía al grupo B.

A la tarde, la actividad era libre. Cuando no estaba organizando un varieté de sketches y canciones con vestuario y gran elenco, ella y yo hacíamos castillos de arena aunque teníamos once años. Hacíamos rancho aparte en el sombreado arenero, envueltas por el perfume de los ligustros, tan intensos y calientes como las confesiones que ella me hacía. En un baile se había besado con un chico a lo largo de toda una canción. Lo único que yo pensaba era: ¿cómo hacen para respirar?

Una tarde la invité a casa, se nos ocurrió jugar a la discoteca. Bajamos las persianas del living, cerramos la puerta, y apagamos todo. Sólo quedó el Funmachine, con sus lucecitas azules sonando en bossa nova. Empezamos a “bailar lento”, abrazadas como si fuéramos novios. Ella propuso jugar a besarnos: primero nos tapábamos cada una la boca con la mano. Después, con una sola mano. Después: sin manos, los labios bien apretados para no tocarse. Todavía faltaba para el beso, pero justo ahí mamá abrió la puerta. Nos hizo prender las luces, levantar las persianas, jugar a otra cosa.

Tercer falso primer beso. Franco Arce, que ahora es de extrema derecha, fue mi novio todo el jardín de infantes. Cuando terminamos la primaria viajamos a Mendoza en tren. Uno de los vagones era cine; allí nos llevaron, a ver una de Kung Fu. Yo hubiera querido algo más romántico, pero era lo que había. Ahí estábamos, sentados hombro con hombro. Sobre su falda, un equipito de música como el que en el colegio usaban para los listening comprehension. Él era fanático de Kiss y Queen, que a mí me sonaban como King y Queen. Y se venía la parte jugosa. Era ahora o nunca. ¿Vos querés? ¿Y vos querés? Nuestros labios se acercaban, la película se nos venía encima pero fue un asco. Esos aparatos fijos, esa baba colgando de sus labios de renacuajo fueron pura repulsión. ¿Era eso lo que tanto había soñado? ¿“Eso” era un beso?

Cuarto falso primer beso: ya tenía catorce. Me habían invitado a una fiesta de quince a todo trapo. La mansión de la fiesta era antigua, afrancesada, con un inmenso jardín de luces y música. Adentro, en la pista… ¡estaba sonando mi canción favorita… justo cuando un chico me sacó a bailar! ¡Tenía que ser mi príncipe azul! Si parecía una película, eso era amor. Pero un taladro duro y mojado se metió de prepo en mi boca, como un insensible pistón. Yo quedé turulata, descuajeringada otra vez mi fantasía, cayéndome en un abismo de asco y desilusión. Encima Taladro me dijo: mové la lengua. ¿Qué? Eso ya era demasiada información.

Según una compañerita mitómana del country, Taladro me había metido los cuernos. Lo llamé a su casa pero no quería hablar. Insistí. Ese desgraciado me atendería el teléfono. Con despecho de novela lo eché de mi vida. Adieu. Pero pocos meses después cayó de colado en mi fiesta de quince. Con un par de amigos entraban como panchos por su casa. Él creyó que me acercaba a saludarlo; yo le hice una pinza y del brazo lo arrastré hasta la entrada del salón. Entonces, mientras le cerraba la gran puerta de madera en la cara, le dije lo que tenía que decirle: te vas, te vas, y no quiero verte nunca más en mi vida.

Ahora sólo me queda contar mi verdadero primer beso. Todavía tengo catorce. Estamos de vacaciones en una playa de Brasil. Apenas lo vi, me enamoré de Ulisses dos Santos Dumont. Era el conserje. Rubio, bronceado, de ojos verdes, casi como el de los Duques de Hazzard. A cada rato yo inventaba una excusa para ir a charlar con él. Se acercaba la última noche, y yo no sabía cómo iba a sobrevivir la separación del amor de mi vida. Por lo menos tenía que hacérselo saber. Así que le escribí una carta: “Querido Ulisses, quiero que sepas que estoy completamente enamorada de vos. ¿Por qué sos tan hermoso? Te amo con todo mi ser. Ojalá pudiera quedarme más tiempo en este lugar, para conocerte mejor. Ojalá me amaras como yo a vos. Nunca te olvidaré, mi amor, mi querido Ulisses…” Puse la carta en un sobre, lamí y cerré.

Esa noche fui a llevársela. Mi plan era que la leyera después de retirarme, pero él me decía: Fica, Gabriela, fica. Todos se habían ido a dormir. Salimos a la pileta, a cielo abierto, donde las estrellas cantaban en portugués. Esta vez la película tenía que funcionar. Sentada a upa de él, le leí la carta. Todo fue de a poco. No hubo taladro ni orden de mover la lengua, fue una ola que vino sola. Voce e muito convidativa… No pensé que estuviera haciendo nada especial. Pero algo había pasado. Ahora yo sabía lo que había que hacer, y eso era… sentir.

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