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Inés Marcó

¡Arde!


Vaga el espíritu perdido de Luzia entre los restos del Museo de Río: busca rastros de los otros que vinieron después, de los que ahora son carbón oscuro y polvo sin principio ni fin. Luzia no sabe lo que es el Estado, no conoce los recortes presupuestarios ni la precarización de la cultura. Tampoco conoció el Imperio Romano, ni las esculturas griegas, ni el arte egipcio. Ella abandonó el mundo de los vivientes hace unos 11000 años sin dejar demasiados indicios de su lengua y su modo de vida. En eso se parece a esos otros que quizás también perdieron el habla de manera definitiva en el incendio. Pero compartimos un saber con Luzia: el fuego lo consume todo; no distingue entre un objeto ordinario y uno arqueológico. El fuego es implacable, y poco le importa si construimos un lugar, lo llamamos museo, y lo usamos para guardar los restos de otras culturas. A la hora de arder, las llamas no reconocen límites, uniformizan, atemorizan y destruyen. Ante esa concentración de objetos que constituyen un museo, el fuego se hace un festín. Engulle sin parar cultura, historia y saber; volviendo volátil lo que fue estático, humo lo que era palabra y cenizas lo que fue cultura. Frente al fuego nuestra voluntad de atesoramiento (y también de resarcimiento) no hace más que dejar explícita la precariedad de nuestras construcciones.

Arde el museo y el espíritu de Luzia y de los suyos deambulan entre las cenizas de la fogata.

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