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Catalina Aldama

Gloria al extasiado


En muchas de las películas de madurez de Pedro Almodóvar, aparece alguna escena que suspende el transcurso del relato. No se encuentran desconectadas de la historia, pero plantean una situación particular en la que los protagonistas del film se convierten en espectadores y nosotros, el público, observamos el meta-espectáculo. Sin embargo, no es el relato dentro del relato, ni las referencias culturales –que abundan en el cine de Almodóvar- lo único que caracteriza al tipo de escenas que quiero identificar. Es también el embelesamiento. Un momento de emoción extrema, en el que vemos un canto, una danza, una obra de arte, pero también vemos a los personajes en ese trance propio de la experiencia estética. Pienso, por ejemplo, en Caetano Veloso entonando el lamento de rucucú paloma en Hable con ella (2002), mientras el personaje que interpreta Grandinetti llora contenido, o el primer plano de Penélope Cruz haciendo palpable la nostalgia, al cantar el tango en versión flamenca que da nombre a Volver (2006).

En Dolor y Gloria, la última película del director manchego, hay una escena que entra en esta categoría improvisada. Suena la introducción instrumental de la versión de Grace Jones de La vie en Rose, una mezcla entre chanson française y bossa. El actor Alberto Crespo (interpretado por Asier Etxeandia) se contonea de espaldas al ritmo de la melodía por unos segundos. Lleva un pantalón violeta y una camisa azul, que arman una combinación tan inusual como amable sobre el fondo bermellón. El intérprete se agacha para apagar la vieja radiocasetera y se sienta en una silla, enlazando en un movimiento los únicos dos objetos que hay sobre el escenario. De frente a una pequeña, pero repleta sala de teatro, inicia su monólogo. Es el relato evocativo de una relación pasada. Una historia triste, en la que el amor nunca acabó, pero tampoco fue suficiente. La platea observa fascinada, no inhalan ni exhalan. Un hombre llora en la tercera fila.

El actor y el hombre conmovido que coinciden en ese momento catártico, tienen en común al protagonista de la película, Salvador Mallo (Antonio Banderas). Salvador es un director de cine exitoso que se encuentra pasando por un período incómodo. Aquejado por una variedad de dolencias físicas –desde jaquecas paralizantes hasta frecuentes ahogos al tragar-, y por una mente que magnifica su malestar, se siente impedido de realizar la actividad que ha dado sentido a su vida: filmar. Pasa los días en su piso madrileño que, aun en la penumbra, permite entrever cómo ha habitado sus espacios y vivido su vida. Llena de colores, de intereses, de curiosidad, de trabajo, de placeres, de arte y, sobre todo, de deseo. Un deseo que se encuentra en letargo y sin cauce para rebrotar.

A la presencia de Maia, la señora que organiza su casa, y de Mercedes, su amiga/asistente, se suman los vínculos circunstanciales, pero significativos,

que entabla con los dos hombres enlazados por el monólogo: Alberto, protagonista de uno de sus largometrajes icónicos, con quien no tenía contacto desde el fin del rodaje, y Federico (Leonardo Sbaraglia), el novio de juventud extrañado. Estos encuentros no modifican la soledad de Salvador. Son lazos eventuales o relaciones que lindan entre cariño, lealtad y contrato. En su presente no hay, ni siquiera a su alrededor, parejas, familias, grupos de amigos o equipos de trabajo. Los apegos de Salvador pertenecen al pasado. Sólo las escenas de su infancia, que acometen como un dolor de cabeza, le aseguran una compañía continua. La palmaria presencia de su madre (Penélope Cruz), cantando con sus vecinas mientras lava la ropa a la vera del río o sorteando la adversidad en el trajín de la mudanza a un nuevo pueblo, pero también la del muchacho que despierta su primer ardor.

Más allá del debate que suscitó esta película acerca de la “autoficción” –tema al que, incluso, se alude en un diálogo entre Salvador y su madre, ya grande y enferma- no podemos esquivar la identificación de Almodóvar con su protagonista, al menos, en lo que refiere a la manera de abordar el profuso universo, interno y externo, que vuelca en su actividad cinematográfica. Aunque no conocemos la obra de Salvador Mallo, podemos imaginar que, al igual que el cine del español, no falla en hablarle a los que sienten en disidencia. Los largometrajes de Almodóvar son la educación emocional para quienes escapan de los mandatos tradicionales, se salen de la heteronormatividad o construyen su género, pero también, como lo demuestra Dolor y Gloria, para los personajes complejos, que eluden una pronta clasificación. Aquellos que son descreídos del cuidado mutuo, ariscos para optar por el amor incondicional de una mascota, y anticuados para caer en la efímera indulgencia de las redes sociales, pero, en cambio, encuentran resguardo y nutrientes en las voces íntimas y a la vez lejanas, de los textos, los óleos, las canciones, las escenas, producidas por otros hombres y mujeres, quizás tan hondamente perturbados como uno. El tiempo de Salvador (o Almodóvar) transcurre en un espacio etéreo que adquiere forma y sentido, para él y para el mundo, al “rodar”. Es un extasiado que no puede más que vivir perpetuamente en ese instante suspendido, en el que se contiene la respiración y se arremolinan unas lágrimas en los ojos. Qué suerte que el éxtasis se contagia y nosotros estamos vivos para ver el encantamiento.

Dolor y Gloria (España, 2019). Guión y dirección de Pedro Almodóvar.

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